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12 de febrero de 2013

Juan Soler-Espiauba y Soler-Espiauba, 3: Rebelión a bordo

Tripulación del Sánchez Barcáiztegui

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En la tarde del 18, el comandante ordena que el buque entre en el puerto, amarrándose en el dique junto al Almirante Valdés; tras la maniobra de atraque, el Capitán de Fragata convoca a los subalternos y auxiliares a una reunión en la cámara de oficiales. El comandante lee una alocución de Franco en el que se anunciaba el alzamiento militar y, en consecuencia, pide a los auxiliares que presten su apoyo al movimiento, llamamiento que escuchan con la mayor frialdad. Un contramaestre, tenso como las cuerdas que sujetan el aparejo en un día de tormenta, se adelantó de la formación y le espetó al Comandante su negativa, rechazando cualquier acto contra la República.

—Eso, lo que usted quiere es poner el buque al servicio del fascio.

—Quiero que sepan ustedes que no es nuestra intención convertir a España en títere ni comparsa de ninguna nación ni de ningún régimen en especial. Ni fascista ni comunista. Ni de Rusia ni de Italia. Ni de Alemania ni de nadie. Los oficiales del buque creemos, con honestidad, por nuestro honor, que nuestro país camina hacia el abismo. El alzamiento de Franco está justificado si queremos solucionar los problemas que asolan España. No queremos que se cambie el gobierno de la Patria para sustituir una pedrada por un descalabro. Nadie quiere salir de Málaga para meterse en Malagón. Según las informaciones que obran en nuestro poder estaba previsto que el próximo domingo se declarase, con motivo de las Olimpiadas Obreras de Barcelona, la revolución. Si lo permitimos, España se habrá convertido en un satélite de la URSS y todos nosotros, ustedes también, en esclavos de un sistema que ignora a las personas. El levantamiento del ejército es un paso, solo eso, una transición a un sistema, sea República o Monarquía, que no nos destruya como sociedad. Un sistema político que no devore a sus hijos como el dios Cronos por miedo a que uno de ellos le destrone.

—Es usted un ingenuo. Franco es el ariete del fascio en España, al servicio de la oligarquía de siempre, la que han defendido en el Parlamento tanto Gil Robles como el difunto Calvo Sotelo y otros como José Antonio Primo de Rivera.

—Les pido su ayuda en beneficio único de España. Nuestra posición solo es fruto de nuestro amor por la Patria.

—La fidelidad de los auxiliares y clases subalternas a la legalidad no es negociable ni se puede torcer en base a suposiciones, amenazas o a una falsa interpretación del amor a nuestro país. Si tenemos que luchar contra la invasión soviética o contra Alemania, nosotros estaremos allí, firmes, en primera línea defendiendo nuestro país. No cuente con nuestra ayuda. Convoque al resto de la marinería. A ver qué le dicen. Nosotros no estamos con el golpe. Si persiste en su actitud de unirse a los fascistas sediciosos, no obedeceremos sus órdenes.

El comandante está defraudado. Esperaba el apoyo de los subalternos. Hace lo mismo con la marinería. Todo el personal del barco se reúne en el sollado ante la llamada a formar; allí el comandante lee la proclama de Franco y les arenga por cuenta propia, resaltando lo dicho anteriormente sobre los peligros en los que se encuentra la Patria. Bastarreche afirmó tajante, según declaró la marinería, que en estos momentos no obedezco más órdenes que las que emanan del Generalísimo Franco y las del capitán General de Cartagena, asumiendo toda la responsabilidad a que hubiere lugar. Pedía D. Fernando Bastarreche un poco de amor para defender la causa salvadora de España. Terminó su alegato dando tres vivas a España, vivas a las que sólo respondieron los oficiales. La dotación recibió el discurso con una frialdad fatal que congelaba el ambiente y que contrastaba con el calor que hacía en el Puerto de Melilla. Casi todos tenían las camisas empapadas de sudor y la nuca helada. A la vista de la actitud de la marinería, el comandante dijo:

—Adiós, muchachos, y se marchó a su camarote.

Los ánimos de la tripulación estaban encrespados. Las dos clases se vigilaban desde hacía meses, como se miran los enemigos, con recelo, con desconfianza, sin esperanza. Los malos pensamientos sobrevuelan la cubierta del navío, haciendo temer una violenta explosión o un choque de voluntades encontradas. Había llegado ese punto fatídico, terrible; sin vuelta atrás.

Según los marineros, la oficialidad quería embarcar las tropas del Tercio y de Regulares para su traslado a la península. En este momento, convencidos de la traición de los oficiales se producen varias discusiones entre los representantes de las clases subalternas y la oficialidad; unos queriendo seguir adelante con el plan establecido y otros, empeñados en salir del puerto y continuar fieles al Gobierno de la República. Las discusiones eran inútiles.

La línea que separaba a los mandos y oficiales de las clases subalternas en la Armada se debía, fundamentalmente, a que contramaestres, radiotelegrafistas, condestables, practicantes, torpedistas–electricistas, buzos o simples marineros no podían ascender a oficiales como pasaba en los otros cuerpos del ejército.

Los barcos se habían convertido en fábricas mecanizadas; sus dotaciones estaban compuestas de especialistas, obreros cualificados y otros trabajadores con una fuerte conciencia de clase y experiencia sindical. Tras la proclamación de la República y el triunfo del Frente Popular se procedió a indultar a muchos marineros expulsados del servicio en su día por actividades políticas y sindicales; de nuevo se concentraba en los buques de la Armada un gran porcentaje de clases subalternas simpatizantes de la Unión Militar Republicana y Antifascista.

La oficialidad queda defraudada; creen firmemente que actúan según les dicta su conciencia. Las informaciones facilitadas por los marineros a la prensa republicana aseguran que el segundo del buque, el Capitán de Corbeta D. Rafael Cervera, desembarcó en tierra y tuvo una entrevista con el Teniente Coronel de la Legión Darío Gazapo. Otras informaciones aseguran que fue el legionario el que accedió al bordo proponiendo a los oficiales que el Tercio embarcara para amedrentar a la tripulación. Los marinos son contrarios a tal cosa; es mejor, como idea, intentar prender la llama del patriotismo con algunas compañías desfilando con música y banderas dando vivas a España. La oficialidad no quiere que los legionarios suban al barco. Los de la Armada son muy suyos. Al comandante del barco le repugna la idea de engañar a su dotación, según reconoce en una carta escrita esa misma noche a su mujer.

Abarloado el buque junto a la riva para que subieran las tropas, se producen momentos de indescriptible emoción. ¡Ahí vienen, ahí vienen –gritó el timonel, señalando la irrupción de la Legión por el extremo del puerto. Cuando empiezan a desfilar el Tercio de la Legión y el Tabor de Regulares, con música y banderas, la marinería comenzó a gritar como si fueran a matarlos, según uno de los oficiales.

Antes que lejías y moros, que ya desfilaban a paso ligero, alcanzasen el buque, la tripulación tomó el control del barco, soltó amarras y zarpó. La tripulación del Almirante Valdés hizo lo mismo, pero cuando no hay sintonía entre el cuerpo y la cabeza, cuando funciona cada órgano por su cuenta, el resultado suele ser desastroso. Un barco se compone de cerebro y músculo. Sin la fuerza de la marinería, el mando no llega a puerto alguno; sin cerebro, resulta difícil dirigir la máquina, siendo probable que resulte inútil el esfuerzo realizado, incluso cabe la posibilidad de irse a pique.

Según el relato de los marineros del Sánchez Barcáiztegui, el comandante del Lepanto intentó embarrancar el buque de proa en el rompeolas de la plaza España donde se sabía que había poco fondo. Alertada la tripulación, dieron marcha atrás no siendo entonces capaces de detener el retroceso y varando el buque de popa en la Escollera del Morro.

La marinería del Sánchez se lanzó a la cabina de máquinas, advirtiendo de la situación a los auxiliares y diciéndoles que no debían hacer caso al teléfono de los jefes. En este momento tuvo lugar un pequeño incidente cuando el destructor casi colisiona con el buque de Transmediterránea Monte Toro. La marinería achacó este suceso a un presunto sabotaje del destructor por la oficialidad y que esta atribuyó, a su vez, a la falta de oficio de la tripulación. A estas alturas de la historia, cualquiera sabe lo que pasó; no hay fuentes suficientemente claras y la confusión, en aquellos momentos de incertidumbre, era enorme. La marinería, según el relato de algunos de sus miembros, paró máquinas dando marcha y evitando la colisión.

Mientras la marinería suelta amarras e intenta abandonar el puerto, representantes de los comités afiliados a la Unión Militar Republicana y Antifascista se dirigen a los oficiales para que no se interpongan ni obstaculicen las maniobras. Nada pueden hacer. El único oficial que no está implicado en el complot, el alférez de navío Álvaro Calderón Martínez, toma el mando del buque. Al fin salen del puerto de Melilla y dirigen la proa hacia mar abierto. Optan, ignorantes de lo que pasa en el resto de la flota y de España, por no comunicar su posición a ningún barco; ni siquiera al Ministro de la Marina. El Almirante Valdés, remolcado por el Monte Toro, consiguió desencallar y salir del Puerto de Melilla.

***

A las siete de la tarde de ese fatídico día, 18 de julio, los representantes sindicales y comités políticos de la marinería se dirigen al oficial de guardia y le exigen, para evitar desgracias y que corriera la sangre a bordo, el desarme de la oficialidad. El armamento se guardaría en los pañoles de proa, incluso los sables de los oficiales. Así se hizo, quedando el buque en manos de la tripulación. En ese momento, la escuadra de guerra es de los cabos. La flota es, mayoritariamente, republicana. El barco queda al mando del Alférez de Navío, Álvaro Calderón Martínez, único oficial que se mantiene fiel a legalidad vigente.

Tras las primeras deserciones como la del destructor Churruca, empiezan a llegar, también, buenas noticias. El Ministerio de la Marina y su titular, Sr. José Giral, empiezan a recoger viento a favor en las velas desplegadas a favor de la democracia y la libertad. La tripulación expide el siguiente radio: Dotación del Sánchez Barcáiztegui al Ministro de la Marina. ¡Viva la República! Esta dotación pone en conocimiento de vuecencia que ha conseguido abortar un movimiento contra la República a bordo de este buque, teniendo detenidos a jefes y oficiales de la dotación que intentaban hundirlo. Esperamos órdenes de vuecencia. ¡Viva la República!

El Ministro de la Marina se había personado en la estación de telegrafía sin hilos de la Ciudad Lineal, desde donde se coordinaba la estrategia naval de la República en los primeros momentos de la sublevación. El trabajo de Benjamín Balboa resultó, además de eficaz y leal, de una importancia vital; desde allí se recibía toda la información y se expedían órdenes. Se alertaba a las tripulaciones de la posibilidad de que se alzasen y les animaban a detener a las oficialidades rebeldes, custodiarlas y entregarlas a las autoridades militares pertinentes. El ministro respondió al radio de la marinería haciendo una llamada general a todos los buques de la Armada: ¡Camaradas! Para vuestra satisfacción y conocimiento, por si podéis aprovechar la lección, tenemos la satisfacción de reproducir el telegrama urgente del Sánchez Barcáiztegui»

Acto seguido, el ministro quiere aprovechar aún más este suceso e insiste con otro despacho, más elocuente que el anterior, en el que destaca la actitud de la tripulación: No dejarse engañar por ese tajo de canallas. Sirva de ejemplo la dotación del Sánchez Barcáiztegui.

***

El comandante del buque escribe esa noche dos cartas en las que predice su futuro. Sabe, o piensa, vaticina, que su acción y su decisión caerán en saco roto, que sobre ella se impondrá el silencio y el menoscabo. Asegura que nunca ha traicionado a su tripulación y se cree leal hasta el fin con sus hombres a los que dice que no ha abandonado ni ha violentado en ningún momento. Asegura a su familia que ni siquiera pensó en llevar pistola durante las entrevistas con los miembros de la marinería y cuerpos auxiliares. También asegura que le hubiera sido fácil desembarcar y evitar su encarcelamiento. Fernando Bastarreche asume esa misma noche que su suerte está echada, sea cual sea, para ir con su tripulación a donde haya que ir. Afirma que la dotación del barco se comporta de manera correcta y respetuosa; la mayoría de los oficiales sobretodo temen ser entregados a algún estamento civil; eso sería el deshonor para cualquier marino. Saben cuál es su fin y tan solo esperan ser juzgados por un tribunal militar. Un Consejo de Guerra. Nada esperan. No ignoran su destino. Tienen una cita con la muerte.

Los oficiales se sorprenden de la actitud de algunos miembros de la marinería y de los cuerpos auxiliares más cercanos y con los que suponían un grado de afecto más allá de las ideas políticas. ¿Qué había sido del antiguo espíritu del marino?

Es una noche terrible. En algunos momentos, los oficiales temieron ser ejecutados en el mismo barco. La tripulación cada vez estaba más excitada. Todos los oficiales, menos el Alférez de Navío que se hizo cargo del buque fueron encerrados en la sentina del barco. El comandante del buque aseguraba por escrito a su mujer, Lola, la vida sólo me importa por ti, pero la honra la estimo mucho… El comandante está convencido de comparecer pronto ante Dios y le asegura a su esposa, que en momentos así no se miente, que piense que ha sido y muere como un hombre de honor, leal y honrado. Y seguramente sea eso lo que les ha perdido.

CONTINÚA...

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