Google+

3 de agosto de 2010

Sobre la vanidad y la fugacidad de la vida


Todos los miércoles por la mañana tiene lugar en la Avinguda (Avenida) del País Valencià de Calpe, junto al Campo de Fútbol municipal, el típico rastrillo; un mercadillo algo devaluado por la escasez de productos de segunda mano y que se rellena con baratijas más o menos nuevas y ropa de la que, por ejemplo, desechamos dos o tres veces al año y que recogen, presuntamente, organizaciones para no sé qué labor humanitaria; y que terminan su periplo mercantil en estos mercadillos con un precio de los productos “made in china”: uno o dos euros la pieza.

Allí se pueden encontrar camisas, polos o pantalones de marca (verdadera) y aspecto semi nuevo que verán su final en el trasiego y el revoltijo de un rastrillo para turistas nacionales y “guiris”. El amante de lucir ropa, que en el pecho o en el culo, siempre visible, figure “su” marca puede encontrar algún “tommy hilfiger” y ahorrarse al menos –y eso en época de rebajas- más de ochenta euros. Sin duda esas prendas caras y, que representan el lujo, pertenecieron a algún ricachón que se gastaba sus buenos (o malos) dineros en presumir , precisamente de eso, de tenerlos.

Quizás el antiguo propietario del polo o el pijo de los vaqueros hayan fallecido; quizás la viejita a la que metieron en una residencia con demencia senil dejo dejó olvidadas para siempre en un estante las copas de cristal de bohemia que se liquidan a precio de saldo; quizás el vendedor no exagera ni miente al decir que la lámpara fue adquirida en Murano por una pareja de alemanes que llegaron a España en los años setenta, tras jubilarse, él como trabajador de una fábrica de neumáticos en Frankfurt, y ella como trabajadora social en un pequeño ayuntamiento de su área metropolitana. Quizás los discos de vinilo, ese maravilloso y mágico plástico negro, fueron de un hippy que, tras mayo del sesenta y ocho, se convirtió en ejecutivo de una multinacional francesa, se retiró hace un par de años, se separó de su mujer y acabó viviendo sus últimos días en Calpe en compañía de una rumana.

Estos rastrillos sugieren, de manera existencialista, como si cada uno de sus tenderetes desprendiera, figuradamente, perfume a húmedo y cerrado, a esencia de naftalina, hablan de la brevedad de la vida y lo inútil de algunos de nuestros empeños, de nuestros retos, de nuestras ambiciones. El Eclesiastés, libro del Antiguo Testamento que sigue a los Proverbios y antecede al Cantar de los Cantares, atribuidos de manera retórica al Rey Salomón (ya se sabe, el rey sabio) reflexiona sobre la fugacidad de los vida, sus placeres, las dudas que quedan sobre el conocimiento del hombre,  lo vano de sus esfuerzos y el escaso valor de los bienes materiales,  la caducidad de la mayoría de los actos humanos. ¿Cómo afrontar la vida?, pues en ella solo es segura la muerte ¿Qué recuerdos materiales o cuánta riqueza acumular? El libro bíblico, también llamado “el Predicador”, con un alto contenido de escepticismo y filosofía epicúrea, -según la crítica que le hace el cristianismo más apostólico, concluye pues en el lema latino del “Carpe diem quam minimum credula postero” (aprovecha el día -de hoy-, no confíes en mañana). Aprovecha el momento. Disfruta lo que la vida te ofrece en cada instante.

En uno de nuestros paseos por el rastrillo de Calpe pudimos tomar la fotografía que ilustra esta entrada. El libro del escritor que vive, o vivió, en Getafe, Lorenzo Silva, se iguala en el precio y en la composición del bodegón al genial Jorge Luis Borges. Ambos vienen, pienso, de alguna estantería desmantelada sin miramientos, sin prestar atención al tiempo empleado por los autores en su creación, el dinero empleado por sus editores, el tiempo gastado por los trabajadores de la imprena, y olvidándose de la escasa comisión que cobró el librero por su venta,  tirados por el suelo como algo de escaso valor.  La vanidad, el orgullo o la soberbia de sus creadores acaban por los suelos, expuestos para su venta en el rastrillo en una modesta caja de cartón. Entre las citas famosas del Eclesiastés se encuentran la famosa “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” y, también,  aquella que dice:“Escribir libros es una tarea sin fin".

2 de agosto de 2010

Molestando a los [negros] vendedores ilegales


Entre semana, la policía local patrulla el paseo marítimo de Calpe hasta las once o las doce de la noche, a veces, con la sensación de que solo se pretende molestar a los vendedores ilegales de mercancías, gafas, bolsos, camisetas y otras baratijas, generalmente falsificaciones de marcas famosas como Doce y Gabana, Armani, Rolex, Ray-Ban, Lacoste u otras etc..

Los vendedores ilegales, sin los correspondientes permisos, como diría uno de mis vecinos “esos chicos de color que se esconden en el callejón” con sus mantas, sacos y escaparates a la vez, de artículos piratas...; chicos de color, negro; claro está.

Los policías andan, como si nadaran, ida y vuelta, una y otra vez, en el malecón inundado de turistas: el típico lugar de concentración, cita y exhibición de todos los pueblos, marinos, ribereños o, incluso, de secano. Y los negritos, ocupados en abrir y cerrar la tienda con la celeridad y la urgencia del sistema. La manta se agarra por los cuatro costados y las mercancías, con su propio peso, hacen la forma del bulto, mochila, talega, macuto o zurrón… y a correr con la mercancía. Los guardias lo saben. No hacen, ni siquiera intención de iniciar la persecución. Los negros tienen su propio sistema de alarma, con vigías apostados los escasos metros que se necesita para desmontar el chiringuito. Se trata, simplemente, de hacer acto de presencia (¿un paripé?) para “intranquilizar” al negro pirata y “contentar” al blanco y al chico de color afincados y con papeles y puesto propio.

Se da, a menudo, la circunstancia, que conociendo cada cual su papel, se eterniza el turno de guardia y, mientras tanto, charlan o pasan el rato cerca los unos y los otros, negros y policías… Otras contravenciones de la ordenanza (como pasear con los perros, circular en bicicleta, etc… ) no son motivos de atención de la autoridad local. Y mucho menos de apercibimiento o sanción.
Una vez acabado el turno de vigilancia en el paseo marítimo, once y media o doce, se extienden las mantas, aunque por poco tiempo. La mayoría de los paseantes van camino de sus apartamentos y casas.



1 de agosto de 2010

El orgullo nacional


Ha sido necesario que once hombres (ventidós, venticuatro o treinta) hayan ganado el campeonato del mundo de fútbol para que floreciese por doquier esa flor roja y gualda de la bandera de España. Llevada con orgullo, con altanería, en los coches, en los carros de los niños, en familia, de mil maneras distitnas. Por fin, hablando en términos deportivos, España estaba en ese lugar donde se hace historia.

Hasta este suceso deportivo, la enseña nacional se ha significado, y  más en latitudes nacionalistas,  como distintivo de los "fachas". Es penoso, pero así ha sido hasta la consecución de, lo que los periodistas deportivos y ciudadanía en general, califican como "gesta". Los nuevos heroes no participan en batallas épicas como Aquiles, Héctor o Leónidas. Está bien que las batallas se libren en los estadios; los gladiadores que divierten al público sólo se disputan un balón aunque a veces quieren jugar a romperse, camino de la gloria, las piernas o la clavícula.

En los bares bajo la atalaya todo el mundo juega la final contra Holada. Calpe es un festival de banderas españolas. En el paseo marítimo, una solitaria bandera del país de los tulipanes mantiene el tipo, de  manera numantina. El grito de gol que tronó a poco tiempo del final, conmovió hasta las estructuras del edificio y nos llegó, con una flecha de ardor patriótico que hacía zozobrar hasta el corazón. ¡Que emoción!

Sin embargo, resulta algo desproporcionado en el homenaje que se ofrece a unos muchachos que lo mejor que saben hacer es darle pataditas a un balón. ¡Qué fervor! ¡Qué pasión! No quita que, en función de su esfuerzo, sean personas de especial notoriedad; de inigualable celebridad y exito económico.  Hay una nefasta necesidad social de líderes, aunque sean de cartón y fabricados por los grandes medios de comunicación y el dinero, sin nada que aportar salvo las demostradas habilidades balonpédicas. ¿Dónde quedan los que inventan vacunas contra el sida, los que se rompen la materia gris buscando una solución al cáncer, dónde quedan los que propugnan ideas o aportan belleza y sueños con su obra, ...?

Finalmente, hasta el arte, aunque sea playero y efímero se apunta a la moda de los campeones. Es  una pena que sea de arena...