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15 de junio de 2012

Romualdo Palacio, el General Componte. 1


21 DE ENERO DE 2009

Nunca sabremos si fue a consecuencia de una indigestión de turrón y mantecados, o la resaca de tanto cava, ron u otros licores cabezones y anisados. Lo cierto es que pocos días después de acabar las fiestas de Año Nuevo y Reyes del flamante año, el concejal de IU y vocal de la comisión de denominaciones viarias del Ayuntamiento de Getafe, Alfonso Carmona, envió una carta a la presidenta de esa comisión municipal, la concejala Ana Isabel Olivella, compañera, no solo de partido, de Manuel Morajudo Manzanet, auténtico responsable y autor «ideológico» de la asignación de nombres a las calles de Getafe durante los últimos mandatos del gobierno de Pedro Castro.

Carmona pedía, en una misiva hecha pública, que se cambiase el nombre de la Plaza y Avenida General Palacio por Plaza del Movimiento Obrero o Plaza Roja, ya que –según entendía el edil comunista– podía contravenir la Ley de la Memoria Histórica. Desde IU aseguraban que las únicas informaciones que habían obtenido sobre la figura del militar estaban relacionadas con su pasado como «héroe de la División Azul». ¡¡Menudo hallazgo!! Y reclamaba [a la edil socialista] que investigara la biografía de este general, ya que numerosos vecinos habían mostrado su inquietud y total desconocimiento. Eso sí era evidente. Carmona no lo sabía, pero Morajudo, algo más leído y conocedor de la historia local, sí. El que fuera Cronista Oficial de Getafe, Manuel de la Peña Rodríguez Martín [fallecido en 2011] había escrito dos tomos titulados «Las calles tienen su historia», en las que se incluían sendas, escasas e incompletas referencias –sin ningún dato sobre las fuentes consultadas– al desconocido General Palacio.

Y así, a la semana siguiente, Izquierda Unida tuvo que rectificar con una nota de prensa que transmitió la Agencia EFE y que, como era lógico, sin que nadie tuviera la más mínima duda histórica, reprodujo toda la prensa local; el Buzón de Getafe, Getafe Noticias, Getafe Capital, Iceberg, Gente, 20 minutos, etc. Nadie había leído, ni siquiera, la pequeña referencia de Manuel de la Peña. Y todos, la coalición política y los periodistas o «juntaletras» que «subieron» la información en las respectivas cabeceras de internet, aumentaron aún más, si era posible, el desconocimiento y la confusión de los vecinos. No daban ni una, salvo la sensación de despropósito de la memoria. Quedó el tema cubierto con un manto de confusión, dando como ciertas las aseveraciones hechas, más por ignorancia que por mala fe. El asunto parecía baladí, intrascendente.

La nota de prensa final decía que IU no solicitaría el cambio de denominación de la Plaza y la Avenida del General Palacio por que habían comprobado que se trataba de Teófilo Palacio, un general natural de Getafe que vivió a principios del siglo XX y no Teodoro Palacio, héroe de la División Azul. Y se quedaron tan tranquilos. Los medios de comunicación, locales o regionales, colaboraron, como la correa de un motor, en trasladar y fijar las imprecisiones históricas de Alfonso Carmona, o del responsable de esa coalición, hasta los foros y blogs de internet donde el «corta y pega» tiene consecuencias terribles para el conocimiento veraz. La nota de prensa de la coalición terminaba asegurando que, ante las nuevas informaciones sobre el General Palacio, no tenían nada que decir en relación con su preocupación por la memoria histórica, a la vez que instaba a la edil del PSOE, Ana Isabel Olivella, a que investigara la biografía de este personaje. ¿Quién era el dichoso General Palacio cuyo nombre aparece en las placas de lugares tan representativos?

La Plaza Palacio, lugar emblemático donde los haya, auténtico kilómetro cero de este municipio, es, además de la residencia de la Cibelina, ahora con sus leones melenudos y su carroza «progre» de piedra caliza blanca, el lugar donde se concentra y celebra sus éxitos la hinchada azul, hablando sólo en términos deportivos; mejor habríamos dicho «azulones».

Tanto la Plaza como la Avenida están dedicadas a la memoria del General Romualdo Palacio y González; no Teófilo, ni Teodoro, ni Palacios. Es sin s, a pesar que todas las direcciones de entidades ubicadas en la zona [La Caixa, Bankinter, Caja Granada, Notaría, inmobiliaria VGM, etcétera], los callejeros en la red o, incluso, empresas con esa denominación como la Autoescuela General Palacios acaban con la «s» del plural, en el caso que nos ocupa, de manera errónea. A fuerza de ser justos, ni siquiera los periódicos de la época le consideraban singular. Casi en todas las fuentes a las que hemos accedido aparece como Palacios

Entre Teófilo y Teodoro, y si era Palacios o Palacio, el lío era monumental. El General Teodoro Palacios Cueto, este sí con «s», fue el famoso «Capitán Palacios», héroe del 262 Regimiento de Voluntarios de Infantería de la División Azul al que hacía referencia el camarada Carmona; fue hecho prisionero en 1943 por el ejército soviético en la batalla de Krasni Bor, en los arrabales de Leningrado, y retenido en aquél país durante once años. Torcuato Luca de Tena escribió una biografía novelada sobre este personaje, «Embajador en el infierno», inspirada en el informe que redactó a su regreso a España, una vez liberado por los rusos en 1954. Franco le concedió en 1965 la Laureada de San Fernando.

El General Teófilo Palacios Costero, también con «s», [al que parece referirse IU en su nota de prensa aclaratoria] falleció en 1980, y fue –que sepamos únicamente–, un militar del régimen franquista, sin relevancia y sin relación alguna con Getafe, acabando su carrera como director de la Academia General Militar de Zaragoza en el año 1978.

***

Héroe de las guerras carlistas

El General Romualdo Palacio y González, este sí sin «s», nació en Málaga el 8 de febrero de 1827, lejos del polvoriento Getafe donde acabó su existencia el 7 de septiembre de 1907. Era hijo del Teniente General Mariano Palacio. Ingresó en el ejército a los nueve años como cadete menor de edad. En 1841 empezó a prestar servicio en el Regimiento Navarra y dos años más tarde, siendo todavía un cadete, tomó parte en el alzamiento contra el regente del Reino, el General Espartero, en la acción de Torrejón de Ardoz. Las tres guerras carlistas, las guerras y escaramuzas de África y las de independencia de las colonias americanas, además de los alzamientos, levantamientos, golpes y asonadas dieron entretenimiento y ocupación suficiente a los militares españoles durante todo el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX.

Romualdo Palacio accedió al empleo de oficial chusquero, al ascender a subteniente y teniente por antigüedad, prestando sus servicios durante esos primeros años en Zaragoza, Lérida y otros puntos de Cataluña. En 1854 fue premiado con el empleo de segundo comandante por su comportamiento en la Vicalvarada, asonada civil y militar liderada por Leopoldo O´Donnell y Domingo Dulce, conocida también como la Revolución de 1854 y que dio paso al denominado bienio progresista; los alzados propusieron a Espartero, ahora como Presidente del Gobierno.

Hay quien ha dicho, y escrito en el periódico Getafe Capital, incluso acertando que se trata de Romualdo, el personaje que nos ocupa, que el General Palacio no fue protagonista de hechos de armas destacados, pasando a la ligera por la trayectoria, la hoja de servicios y la personalidad de Romualdo Palacio. Y así fue, prácticamente, hasta que cumplió los treinta y dos años, en 1859. Luego, no habría guerra, hecho de armas, ni batallita donde el bizarro militar no estuviera presente, «ni acción donde, como oficial o como caudillo, no haya salido victorioso», según una breve reseña biográfica que publicó la Ilustración Nacional en 1892.

Como segundo comandante, Romualdo Palacio fue destinado a la guerra de África que había emprendido el ejército español en 1859; al frente del Batallón de Cazadores de Baza, parte del tercer cuerpo de ejército, intervino en numerosos combates entre los días 15 y 30 de diciembre de ese año. En las primeras semanas de 1860 combatió a lo largo del camino de Tetuán, en las escaramuzas de Alturas de la Condesa, Cabo Negro y Río Asmir, bautizado como «campamento del hambre». También destacó en la batalla que se libró el día 23 de enero de ese año en las inmediaciones del fuerte de la Estrella, acción en la que sufrió la fractura de la pierna izquierda, ganando así el ascenso a primer comandante.

La crónica periodística aseguraba que Romualdo Palacio continuó en la guerra a pesar de la gravedad de su lesión, lo que daba una idea al lector de la energía de su espíritu y de su fortaleza física, interviniendo en condiciones mermadas en los combates de Tetuán [ciudad que cayó el 6 febrero] y Wad Ras [23 de marzo de 1860], última batalla de esa inútil campaña militar en la que un tiro de aquel «enjambre de moros con rifle» acabó con la vida de su caballo, demostrando ser un jefe tan enérgico como valiente.

La guerra de África fue reclamada por la aristocracia y la oligarquía de un imperio en su ocaso, abocado a la ruina y en plena descomposición social por la corrupción imperante y la gestión de sus gobernantes; la declaración de guerra al sultanato de Marruecos fue aprobada de manera unánime por el parlamento y aclamada, como justa y necesaria, por toda la prensa del momento; una campaña imprescindible para reverdecer los antiguos laureles del ejército español y el prestigio internacional de la nación. Lo que para las clases altas del país, políticos, periodistas, burgueses y nobles, era una exigencia, para el pueblo llano, en su mayoría campesinos, era una plaga. El servicio militar, los famosos sorteos de quintas (uno de cada cinco mozos) para el ejército del rey que impusieron los Borbones en 1704, solo era obligatorio para los quintos pobres. En 1837 se habían suprimido las exenciones totales para determinadas clases sociales pero se mantenían las redenciones y sustituciones, mecanismos que permitían evitar el sorteo, pagando directamente a la hacienda pública –unos seis mil reales hasta 1878– o contratando a título particular un suplente; la posibilidad de resultar «desafortunado», –evidentemente un veinte por ciento–, hizo que florecieran las compañías con pólizas que aseguraban la exención o la sustitución por otro mozo. ¿Qué otra cosa más valiosa había que la vida de un hijo? Sánchez del Real en un texto de 1869 aseguraba que «cuando el rico sale soldado, frunce el entrecejo y dice:–me han fastidiado–», y da el dinero que marca la ley; cuando el pobre cae quinto, dice en medio de la más amarga desolación: –¡Me han perdido a mí y a los míos!–. Las coplillas de la época reflejaban la realidad: «Hijo quinto sorteado, hijo muerto y no enterrado», «Quinto sin rescate, muerto sin petate» o, entre otras muchas, «Adiós puente de Tudela/ Por debajo pasa el Ebro/ Por arriba los sorteados/ Que van al degolladero».

Aquella guerra de África solo evidenció la improvisación y el desconcierto de un ejército falto de medios y de mandos capaces. Los generales erraban en los objetivos militares y en la estrategia; la Marina de Guerra hacía aguas con una flota demasiado antigua; la sanidad militar resultaba inútil ante los achaques más comunes de los «infortunados» reclutas y sobre todo ante los estragos de la epidemia de cólera que diezmó el grueso de los reemplazos («diez mozos a la quinta van, de diez cinco volverán»), enfermedad que los militares, políticos y periodistas calificaban como el mal «sospechoso»; la intendencia militar acusaba la falta de reflejos; la tropa estaba desnutrida, mal armada,…

El ejército español, a esas alturas del siglo XIX, era fiel reflejo de la sociedad de su época, como esos palacetes de nobles arruinados en los que la escasez se traduce en grietas y desconchones, o esos caserones que empiezan a hundirse necesitados de grandes y costosas obras para no acabar convertidos en un amasijo de maderas, columnas y escombros; la misma y cruda estampa de la decrepitud que trae el tiempo, aunque con una galería de viejos y carcomidos retratos de familiares ilustres, hombres valerosos y soldados distinguidos o aristócratas influyentes, condecorados, reconocidos, con un lugar en la historia, pero con unos herederos empobrecidos, desinteresados en el arreglo de la mansión familiar, crápulas, descerebrados, de vida disipada e intrascendente, débiles, idiotas o lisiados.

Las acciones individuales o colectivas merecedoras de consideración, por su valor o heroísmo, estaban destinadas al olvido. La prensa sólo rescataba las anécdotas referentes al valor de los generales, y eso si estaban bien alineados frente a los cambiantes aires políticos que mecían a la patria de manera violenta; en caso contrario, y como mal menor, silencio. La decepción por las consecuencias de la victoria pírrica en la guerra iba a ser tan grande como el alborozo que se mostró al requerirla. Los requetés carlistas, los batallones de voluntarios vascongados, catalanes o valencianos volvían a la península, sin satisfacer su ansia de pelea. Dentro del país había lugar y tiempo suficiente para batallar, aunque fuera una guerra siempre inacabada de españoles contra españoles.

Al finalizar la campaña de África, Romualdo Palacio fue destinado al Regimiento de Isabel II número 32, aunque la mala curación de la fractura sufrida en África le obligó a solicitar el retiro como inútil en campaña, fijando su residencia en Madrid, con un sueldo mensual de 1.400 reales. Su nombre «cesó de sonar mientras no hubo balazos que disparar ni sablazos que repartir». Más como estos empezaron de nuevo en 1868, repuesto ya de su lesión, Romualdo Palacio volvió al servicio activo. España vivía los últimos días del reinado de Isabel II, la «reina promiscua». Como buen militar, Palacio se volvió a cuadrar con el Duque de la Torre, el General Francisco Serrano, líder militar y político del alzamiento, que acabó con desgobierno de «la de los tristes destinos» y que se viene en llamar La Gloriosa o revolución del 68. A la misma vez, en Cuba y Puerto Rico se escucharon los gritos de Yara y Lares como declaraciones previas a la insurrección y a la guerra. Tras promulgar la Constitución de 1869, Serrano fue investido como regente. Romualdo Palacio era recompensado con el empleo de teniente coronel por antigüedad y el de coronel por gracia general. Serrano le asignó el mando del Regimiento del Infante número 5, «el augusto», al frente del cual persiguió a los carlistas por la provincia de Zaragoza. Ese mismo año, Francisco Serrano le promovió hasta el empleo de brigadier jefe. Al mando de varias batallones combatió a los republicanos en Cataluña, destacando en la toma de Esparraguera, donde les ocasionó grandes pérdidas, aunque recibió un balazo que le rozó la cabeza y que le dejó desde entonces un poco sordo; a los pocos días, volvió a sobresalir en el ataque a Martorell donde derrotó, tras tenaz combate, a más de 3.000 insurrectos federales, terminando con este hecho de armas la pacificación del Principado.

La represión de la sublevación republicana en Valencia le valió la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo. En 1870 se enfrentó a los carlistas en Navarra y Vascongadas, consiguiendo dar fin a la insurrección en tan solo ocho días; veni, vidi, vinci. En 1872 mandó una Brigada de la 1ª División del Ejército del Norte, con la que intervino en las acciones de las Peñas de Artavia y Puerto de Zudaire, [en la carretera entre Estella y Urbasa, en Navarra], contra las partidas de Carasa, Aguirre, Lizarraga y García, siendo recompensado con el ascenso a mariscal de campo; seguidamente, se le concedió el empleo de comandante general de la 1ª División del Ejército de Castilla la Nueva. En diciembre de 1872 fue nombrado capitán general de Granada y, en septiembre del año siguiente, segundo cabo de Cuba, cargo que no llegó a desempeñar. En la colonia se recrudecía la guerra de los diez años mientras que en España resurgían con violencia las guerras carlistas. El 16 de noviembre de 1870, la Cortes Constituyentes, de manera democrática por primera y única vez, eligieron al titular del trono, cargo que recayó en Amadeo I de España [Saboya], hijo del rey de Italia, Víctor Manuel II. Durante su breve reinado, Francisco Serrano sería presidente del gobierno en dos ocasiones. Amadeo I consiguió, como mayor mérito, unir en su contra a toda la oposición, desde los republicanos de Emilio Castelar a los carlistas. El italiano no entendía nada de la política española a la que calificaba de «jaula de locos». El mismo parlamento, discrepando con la postura del rey en un conflicto con los militares, le despidió; el elegido dejó vacante el trono el 11 febrero de 1873. Esa misma noche los diputados, al no encontrar un nuevo candidato para aquella monarquía democrática, proclamaron la I República. Antes de regresar a Italia, Amadeo I, el Rey Caballero dijo:

Dos años largos hace que ciño la corona de España, y España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles; todos invocan el dulce nombre de la patria; todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible afirmar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar remedio para tamaños males. Los he buscado ávidamente dentro de la ley y no los he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlos quien ha prometido observarla.

El verano de 1873 es uno de los periodos más desconcertantes de la historia de España. Tras la proclamación de la República se produjo un recrudecimiento de la disputa con los tradicionalistas en la llamada tercera guerra carlista, a lo que había que sumar las huelgas generales de los anarquistas, las conspiraciones borbónicas alfonsinas, el cantonalismo, la guerra que se libraba en Cuba y el empeoramiento de las operaciones militares desde que el gobierno abolió el sistema de quintas y se sustituyó por un ejército de voluntarios asalariados. Los carlistas empezaron a respirar; los liberales clamaban. España se descomponía: «Galicia quería constituirse en país independiente bajo protectorado inglés; Jaén se apercibía para la guerra contra Granada; el Cantón de Cartagena izaba en el fuerte de la Galera, a falta de una bandera roja, la del Imperio Turco, declaraba la guerra a Prusia y la escuadra sublevada bombardeaba Alicante y Almería. Los restos del ejército en vez de combatir a los carlistas se dedicaron a sofocar este desbarajuste».

En octubre de 1873 Romualdo Palacio fue designado Capitán General de Valencia, cargo que ocuparía durante solo tres meses. Nada era estable en España; ni la monarquía, ni los gobiernos, ni los cargos civiles o militares. Allí, en tierras valencianas, reinaba el caos y la indisciplina. Palacio tuvo que enfrentarse al avance de las fuerzas carlistas, en cuyas manos estaba a punto de caer la capital, y a la sublevación de algunas unidades del ejército contra la República; enseguida consiguió recuperar la disciplina y derrotar a las facciones de Santés, Segarra, Pascual Cucala y Vizcarro. La acción de Arés del Maestre cuando intentaba levantar el sitio de Morella, en Castellón, le valió diez años después la concesión de la Gran Cruz de San Fernando.

El 3 de enero de 1874, tras perder Emilio Castelar una moción de confianza, el General Manuel Pavía al frente de una dotación de la Guardia Civil y acababa así, con un golpe que acabó elevado a la categoría de mito ecuestre y folclórico, con la I República. Pavía convocó a todas las fuerzas, menos a cantonalistas y carlistas, que propusieron como «Presidente del Poder Ejecutivo» a Francisco Serrano, recién llegado del exilio que le mantuvo en Francia durante el periodo republicano; durante su gobierno, Serrano disolvió las cortes y se puso al frente de los destinos de una especie de «dictadura republicana», conservadora pero con ribetes liberales si se comparaba con la propuesta de los carlistas.

El general Palacio, de nuevo bajo las órdenes del Duque de la Torre [Serrano], que ejercía también funciones de general en jefe del Ejército del Norte, luchó en la batalla de San Pedro Abanto. Era el 27 de marzo de 1874. Una verdadera lluvia de balas caía sobre las fuerzas liberales desde las trincheras. El General Loma y el Brigadier Terrero habían caído heridos. Primo de Rivera, comandante en jefe del segundo cuerpo, lo fue a su vez peligrosamente; y los soldados, poco antes llenos de entusiasmo, diezmados por el plomo del enemigo y extenuados con tres días de continuo combate, comenzaron a desanimarse, el desorden a cundir, y pronto el interés de la propia conservación a ser el único que predominaba.

–¿Silban las balas? –preguntó en aquel terrible momento, con la mayor tranquilidad, el General Palacio a un grupo de soldados que sostenían el fuego contra el enemigo, de manera valerosa y tenaz, tras un improvisado abrigo– ¿Silban las balas, muchachos? La respuesta estaba a la vista en aquel campo de la muerte, sembrado de cadáveres; pero en trance tal, que pudo ser precursor del pánico y por fortuna duró breves instantes, había pocos hombres capaces de reanimar con chanzonetas el vacilante ánimo de las tropas, y uno de estos era el General Palacio.
Tras la batalla de San Pedro de Abanto, Romualdo Palacio pasó a mandar el 2º Cuerpo de Ejército y, seguidamente, la División de Vanguardia; con las acciones de Somorrostro, Montellano y Galdames, en Vizcaya y La Pobleta, en el Maestrazgo, «confirmó su reputación de bravo soldado y entendido general». En mayo de 1874 fue nombrado Capitán General de Aragón, teniendo que partir otra vez en auxilio de las plazas de Morella y Alcañiz, enfrentándose durante la marcha a las facciones de Manuel Marco, comandante de las fuerzas carlistas en Aragón, y a las de Palacios, Polo, Vallés y Madraza, a las que venció. Los carlistas estaban prácticamente derrotados. En agosto de 1874, Romualdo Palacio ascendió a teniente general; en noviembre, Serrano le confió la Capitanía General de Granada, cargo que no llegó desempeñar. Las fuerzas republicanas, federalistas y partidarios de la unidad del estado, se distanciaban entre sí, se enfrentaban y se colocaban en posiciones irreconciliables, sin visos de acuerdo político. De nuevo se empezó a vislumbrar la monarquía como solución de los males que aquejaban a España y a sus colonias. A finales de ese año, el 29 de diciembre, el General Martínez Campos restableció la dinastía borbónica y declaró rey a Alfonso XII, hijo de Isabel II y de dios sabe cuál de los presuntos padres que se le atribuyen. El Duque de la Torre reconoció al monarca, aunque no terminó de adaptarse a la nueva situación política. La restauración borbónica consiguió una etapa de tranquilidad a costa de otorgar el poder real a la oligarquía económica, un modelo que se mantenía gracias al caciquismo. Romualdo Palacio, que tenía 48años, quedó durante largo tiempo en situación de disponible en cuartel.



Recompensa por las acciones de guerra

En 1883, el Consejo de Ministros le concedió la Gran Cruz de San Fernando por su actuación en Arés del Maestre. Los hechos se habían producido en 1873 cuando el Teniente General Romualdo Palacio, como Capitán General de Valencia, acordó con en el Capitán General de Aragón realizar un ataque combinado entre los dos cuerpos de ejército para batir a las fuerzas carlistas que asediaban desde hacía tiempo la plaza de Morella, donde resistía el coronel Gil y Velilla. Los carlista bloqueaban con sus acciones la comarca de los Puertos de Morella, pasillo de importancia estratégica que comunica el centro de Aragón y la costa mediterránea, interrumpiendo la circulación de trenes y destruyendo las líneas del telégrafo.

El General Palacio se puso en marcha hacia ese lugar el día 25 de noviembre al mando de dos brigadas; cerca del punto que luego fue teatro de las operaciones, recibió una comunicación del Capitán General de Aragón en la que se retractaba del apoyo prometido y justificaba su decisión por la necesidad imperiosa, según decía el escrito, de regresar a la capital de su distrito militar. El General Palacio[s], inspirándose en los sentimientos más levantados de espíritu y honor militar, resolvió entonces acometer por sí solo con las escasas fuerzas que llevaba y con la impedimenta de un considerable convoy, la arriesgada empresa. Las fuerzas carlistas trataron por todos los medios de impedir su movimiento tomando posiciones dominantes sobre la Rambla Carbonera, a lo largo de la cual discurría la carretera entre Albocácer, Villar de Canes y Arés del Maestre.

Una vez atravesado el primero de estos pueblos, los carlistas comenzaron a hostigar a las tropas de Palacio desde las alturas que dominaban ambas vertientes del barranco, obligándole a emplear a los brigadieres Weyler, que llegaría a ser Capitán General de Cuba en 1896, y Golfín en la toma de dichas alturas, lo que consiguieron con grandes esfuerzos. Eso permitió a las tres columnas llegar a Arés, lugar que se consideraba inaccesible, donde se volvieron a concentrar bajo el mando del mariscal Palacio, continuando la marcha libremente hasta Morella. El día 27, tras derrotar y dispersar a las facciones de los distintos cabecillas carlistas del Maestrazgo allí reunidas, levantó el sitio de esta villa castellonense.

Ante la instancia para que se premiara la acción con la Laureada de San Fernando, se abrió el correspondiente juicio contradictorio; los sucesivos gobiernos de la República no decidieron al respecto, evitando pronunciarse definitivamente sobre los hechos y dejando el asunto en el olvido; se consideró que Romualdo Palacio ejercía como Capitán General de la región y no como protagonista de la acción heroica y que por tanto, en base a la norma, no era merecedor de la máxima condecoración. El expediente fue archivado y no volvería a abrirse hasta 1881, ocho años después de la comisión del hecho.

Por fin, en 1883 el Consejo de Ministros acordaría concederle la Gran Cruz o de quinta clase de San Fernando destinada a Generales en Jefe, con una pensión anual de 10.000 pesetas, tras considerar que, aunque ejercía como Capitán General, no dejaba de ser General en Jefe de las fuerzas a su mando, obrando con la iniciativa y la independencia que le conferían las Ordenanzas del Ejército. Quedaba, pues, demostrado que el Teniente General Romualdo Palacio había llevado a cabo hechos esclarecidos y fecundos para la patria con medios tan escasos como los que contaba y contra un enemigo tan poderoso, que hubieran resultado imposibles sin la decisión y el arrojo que constituyen el valor heroico. La distinción se otorgó, valga la redundancia, en Palacio el día 22 de Noviembre de1883. Lo firmaba Alfonso, el Rey, y el Ministro de la Guerra, José López Domínguez.

En 1885 moría de forma prematura el rey Alfonso XII. Apenas le había dado tiempo a concebir al hijo póstumo que tendría su segunda mujer. María Cristina de Habsburgo ocuparía el cargo de madre regente durante la minoría de edad del Príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XIII «el africano». Antonio Cánovas del Castillo, auténtico artífice e ingeniero político de la restauración borbónica, y Práxedes Mateo de Sagasta, heredero político del sexenio democrático, se reafirmaron en el sistema de alternancia pacífica en el poder del Partido Conservador y del Partido Liberal; nacía el bipartidismo automático. El primer turno [1885-1890] le correspondió a Sagasta, quinquenio que se conoce como «el gobierno largo»; durante ese periodo se aprobaron reformas a la constitución que había impulsado Cánovas tras la restauración como la libertad de cátedra, de asociación y prensa [1887] y el sufragio universal masculino [1889].


El año triste de Puerto Rico

En enero de 1887, el ministro de ultramar del gobierno de Sagasta, Ignacio Castillo Gil de la Torre, Conde de Bilbao, nombró a Romualdo Palacio, que contaba 59 años, Gobernador general de Puerto Rico, cargo que ocupó hasta noviembre de ese mismo año cuando fue destituido fulminantemente a resultas de los informes que llegaron a las Cortes y al Gobierno mediante un enviado «secreto» del partido Autonomista de la isla que consiguió eludir la «vigilancia» de las fuerzas de seguridad del Gobernador. El mensajero dio cuenta de la violenta represión política que ejercía en la segunda perla de las Antillas contra intelectuales, comerciantes, políticos y periodistas.

1887 está tachado como el «año terrible» de la historia de Puerto Rico y se asocia, –en la isla caribeña– de manera indisoluble, a la memoria del «bestial» Romualdo Palacio, al que sus habitantes, negros, criollos y peninsulares, conocieron como el General Componte por su afición a «compontear» a los autonomistas e independentistas dentro y fuera de las cárceles. Compontear significaba corregir o arreglar. Por compontes, también se conocían a los facinerosos a sueldo del gobierno colonial español y a los miembros de las fuerzas del orden destinados allí, en especial a la Guardia Civil, cuerpo que reorganizó y azuzó contra los opositores políticos al régimen colonial. Aún hoy, en Puerto Rico y en Cuba, se utiliza la expresión «dar jarabe de componte» como locución sinónima de arrear una buena zurra o asestar una golpiza.




Al llegar a la isla, a principios de año, el nuevo Gobernador se instaló en un caserón de la calle San José, esquina a Fortilla (hoy calle Rius Rivera) de Aibonito, convirtiendo a este municipio en la capital de hecho de Puerto Rico mientras duró su mandato. Desde allí, el General Romualdo Palacio, dirigía la feroz represión contra los «filibusteros» como llamaba a los autonomistas de Ponce y Juana Díaz, considerados los focos de la insurrección. En 1874, tres años antes de su llegada, se había establecido en el municipio de Aibonito el primer cuartelillo de la Guardia Civil.
 
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Romualdo Palacio, el General Componte. 2
 
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