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11 de febrero de 2013

Juan Soler-Espiauba y Soler-Espiauba 2: Una cita con la muerte

Azaña detenido en el Sánchez Barcáiztegui tras los sucesos de Asturias en 1934
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Tras las dos vueltas de los comicios de febrero de 1936, en los que ganó el Frente Popular, se precipitó una mezcla social explosiva que se había acumulado durante los anteriores gobiernos derechistas. La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), coalición de partidos católicos y conservadores que había ganado las elecciones de 1933, gobernaba España a través de su apoyo al Partido Radical de Alejando Lerroux. Los gobiernos de la CEDA no había conseguido durante el llamado «bienio negro» sino incrementar la brecha social, aumentando la pobreza, el caciquismo y la desigualdad; el gobierno anuló algunas de las iniciativas emprendidas en la primera legislatura como la reforma agraria o la ley de educación laica y pública, a la vez que se otorgaban nuevos y renovados privilegios a la oligarquía de siempre, implicándose incluso en casos de corrupción como el famoso estraperlo, cuando destacados miembros del Partido Radical se embolsaban una parte de los beneficios generados al presionar para que se autorizase un juego de ruleta eléctrica marca Straperlo (acrónimo de sus propietarios, Strauss, Perlowitz y Lowan) cuando los juegos de azar estaban prohibidos en España, en especial la ruleta. Desde entonces la palabra es sinónimo de chanchullo, especulación, fraude, mercado negro o comercio ilegal. La «rectificación» de las reformas y la inclusión en el gobierno de tres ministros de la CEDA, provocó, en octubre de 1934, la revolución de Asturias, suceso que algunos historiadores consideran en términos reales el inicio de la guerra civil española.

En el Parlamento se vivía la situación histórica con inusitada pasión y violencia. Allí, la democracia naufragaba, mientras se discutía de todo, desde posturas encontradas, casi antípodas, con amenazas más o menos veladas pero de una gravedad terrible. Calvo Sotelo deja entrever en sus últimos discursos, mayo y junio de 1936, lo inevitable de un alzamiento militar al preguntar al resto de parlamentarios, de manera retórica, para reafirmar quizás su deseo –qué militar no estaría dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía, si esta se produjera. Sus palabras se entienden como una invitación clara al levantamiento del ejército. Desde los bancos de la izquierda hay gritos contra el discurso golpista; se pide que se procese al que fuera Ministro de Hacienda durante la dictadura de Primo de Rivera; incluso, hay algún diputado y diputada que estiman la conveniencia de su eliminación físicamente. Sería la mejor forma de acallar las opiniones contrarias o divergentes con la República. Una diputada comunista asegura, entre la mofa de sus compañeros, que Calvo Sotelo ha hecho su último discurso. A pesar de que Santiago Casares Quiroga, en ese momento presidente del Consejo de Ministros, intenta tranquilizar el patio del parlamento y se suprimen determinados diálogos y propuestas de los diputados del libro de actas del Congreso, la suerte está echada. Son días con más pasión que equidad o justicia.

La prensa de Cartagena recogía las terribles noticias que tenían lugar en Madrid. El 12 de julio moría asesinado al salir de su casa en dirección al cuartel donde estaba destinado el teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo. Este oficial de infantería, nacido en Alcalá la Real (Jaén), simpatizante de la república, fue radicalizando sus posiciones ideológicas tras salir de la cárcel por negarse a reprimir las revueltas de Asturias en el año 34. Tras el triunfo del Frente Popular solicitó su pase a la Guardia de Asalto y se afilió a la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), contrapeso en el ejército de la derechista Unión Militar Española (UME), desde la que se le encargó el adiestramiento de las milicias de las Juventudes Socialistas. Tras la muerte de un guardia civil en los actos celebrados con motivo del quinto aniversario de la Segunda República, el 14 de abril de 1936, y los incidentes durante la manifestación de protesta de los partidos de derechas, el escuadrón de José del Castillo es acusado de matar de un disparo a Andrés Sáenz de Heredia, primo del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, y al mismo José del Castillo de herir por disparos de arma corta a un joven carlista. El oficial republicano fue puesto en punto de mira de los elementos más radicales de la derecha. El atentado, finalmente, fue ejecutado por cuatro pistoleros; militantes falangistas, según algunas opiniones, o carlistas del Tercio de requetés de Madrid, según otros historiadores. La reacción del otro bando, no se hizo esperar. La madrugada del 13 de julio, un grupo de Guardias de Asalto y militantes socialistas secuestran de su domicilio particular y asesinan a José Calvo Sotelo, líder de la minoría Renovación Española, partido que representaba en el parlamento republicano a la derecha monárquica.

A cada golpe, los adversarios de la otra facción, declarados públicamente enemigos a muerte, contestaban, un bando igual que el otro, cada vez con más violencia y crueldad. Son tiempos de canibalismo dialéctico. –Hay que responder –decían unas damas católicas enfurecidas en la calle–, ¡cinco han de caer ahora del otro lado! ¡Cinco! ¡Y de los gordos! Mientras tanto, un personaje, ahora de izquierdas, respondía con cinismo ante la noticia del asesinato, –bueno, al torero lo ha cogido el toro. La atmósfera estaba saturada de electricidad y la tormenta, ya no se veía venir, estaba encima y caían rayos; sonaban los truenos. España entera empuñaba chuzos; una mitad contra la otra.

El periódico La Vanguardia preparaba un artículo de opinión que finalmente vería la luz el día 18 de julio titulado Los crímenes y la conciencia pública en el que trataba de forma certera el extravío que nos deshonra y nos destruye. Escribía el periodista en la página 3 del rotativo catalán sobre los recientes asesinatos y aseguraba, supongo, –duda el autor– que España entera vibra por las muertes de los señores Castillo y Calvo Sotelo. Pero, ¿Vibra por igual? –se pregunta el autor– ¿Tiene idéntico volumen, exacta equivalencia la protesta ante uno y otro hecho? ¿Llegan hasta el mismo punto en la intimidad de la conciencia de cada ciudadano, la piedad por las víctimas, la indignación contra los actos salvajes, el clamor para su castigo? Bárbaramente escindida, la sociedad española tiene dos pesas y dos medidas para apreciar la tragedia que nos aflige. Si cae muerto un militante de la derecha, solo se estremecen sus correligionarios. Si la víctima es de izquierda, solo se sublevan los suyos. Y –se lamenta el autor de este brillante artículo– que Dios me perdone, si advierto que, en cada caso, la indiferencia sobre la suerte del adversario toma caracteres de regocijo. Y continúa azotando a la clase política: Se ha llegado a corromper el sentido moral, se han ofuscado las inteligencias y falta conciencia pública; y falta porque han entrado, por la izquierda y por la derecha, unos factores políticos que reniegan de los métodos de libertad y lo fían todo a la violencia; falta porque está de moda reírse del ordenamiento jurídico y poner toda la fe en las pistolas. Falta, en suma, la conciencia pública por el advenimiento de Lenin, de Trotsky, de Mussolini y de Hitler. Esa es la enfermedad que hoy llevamos en nuestras entrañas. Que caigan cien o mil víctimas no es importante; es una tragedia transitoria. Ya pasará. Lo que no pasará tan fácilmente es la intoxicación de las almas…

El día 14 de julio los gremios obreros de Cartagena declaran la huelga general en solidaridad con los trabajadores de la obra civil de los canales de riego que se están ejecutando y que permanecen en huelga. España está enferma de muerte. El país está paralizado a fuerza de huelgas desde el triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 Febrero de 1936. Las organizaciones políticas y sindicales que conforma o apoyan al Frente Popular (PSOE, UGT, PCE, CNT y POUM) se lanzan a una oleada de paros, manifestaciones, quema de iglesias y ocupaciones de tierras, en un ambiente claramente revolucionario. Desde los textiles de Cataluña a los puertos del Cantábrico, los agricultores de Jaén, los dependientes en Gijón, las fábricas de media España y el transporte de la otra media,… La oposición, representada por Gil Robles, denuncia en el parlamento que desde las elecciones hasta mediados de junio, en solo cuatro meses, se han quemado 170 iglesias, se han producido 251 intentos fallidos de quema de iglesias, ha habido 269 muertos y 1.287 heridos por asesinatos políticos y choques callejeros, 133 huelgas generales y 218 parciales.
El Ministro de Marina, D. José Giral Pereira, fundador junto a Manuel Azaña de Acción Republicana, decreta una serie de ceses de mandos y oficiales sospechosos de traición. El mismo día 14 de julio, el Ministro, aún nervioso por los últimos asesinatos, suspende las licencias de verano temiendo una sublevación extremista, de una naturaleza u otra. El ejército por una parte, con un posible levantamiento, y los partidos marxistas, por la otra, convocados a las Olimpiadas Obreras de Barcelona a una posible declaración de la revolución y del estado satélite de la URSS, son los dos peligros que atormentan al Ministro. El Presidente del Consejo de Ministros, Casares Quiroga, no asume el peligro. Al anochecer del día siguiente del Golpe, ante la pregunta de un grupo de periodistas sobre el levantamiento militar en África respondería la famosa expresión, como si fuera un chiste, intentando restar importancia a la sublevación, –si ellos se han levantado…, yo me voy a acostar.

El concepto de golpismo estaba lejos del sentimiento de la oficialidad de la Armada en general, en la que los ideales y el servicio se sitúan lejos de tierra. Al contrario de lo que sucede en la infantería, la Patria es el propio navío, lejos de tierra firme, en el mar o en puerto extranjero, donde el alzamiento no es posible. España está donde está el buque. Allí solo existe el riesgo del motín. Sin embargo, la situación del país es terrible. Los oficiales de la Marina son un clan muy cerrado, una clase endógena, de modos aristocráticos y, en general, con una profunda formación católica y convicciones monárquicas. La traición a una República, no laica, anticristiana y anticatólica era posible. Los oficiales y mandos de la Armada consideraban a la República, en general, como algo pasajero, caduco. Ellos debían su lealtad a España, una fidelidad basada primordialmente en los tres principios fundamentales del carlismo y que también manipuló el General Primo de Rivera: Dios, Patria y Rey; aunque, de los tres pilares del lema, el menos importante era la monarquía.
El Rey podía volver, pero no igual que antes de que se proclamara la República, tras las los comicios municipales del 14 de abril de 1931. Casi nadie en España desconocía que la monarquía era la responsable de la desastrosa situación del país. En muchos estamentos se cuestionaba el papel de Alfonso XIII, al que acusaban de llevar al matadero en la cruenta Guerra de África a miles de jóvenes para el enriquecimiento propio y de un grupo elegido de aristócratas y generales. La descendencia real era débil y enfermiza. El príncipe de Asturias, Alfonso de Borbón y Battemberg, era hemofílico, una enfermedad que les transmitía a la mitad de sus hijos, la reina Victoria Eugenia de Battenberg; también era impotente. Eso no le impidió casarse con una cubana plebeya, Edelmira Sampedro, «la Puchunga», por lo que tuvo que renunciar en 1933, ya en el exilio, a la sucesión al trono. Evidentemente, a los pocos meses, la cubana le mandó a paseo. Un clavo quita otro clavo, dicen. Y así, en 1937 se volvió a casar con otra cubana, que también le dejó con el pito flojo. Finalmente, en 1938 murió desangrado en Miami, a causa de una hemorragia interna, tras un accidente leve, al salirse su coche de la calzada y chocar con una cabina de teléfono. El segundo en la sucesión al trono, Jaime de Borbón y Battemberg, era sordo de nacimiento y también renunció a sus derechos dinásticos bajo la presión de su padre. El tercer hijo varón del matrimonio era el infante D. Juan de Borbón, Conde de Barcelona, y que parecía la única esperanza para las clases monárquicas de este país. Y así sería, aunque nunca llegase a ser coronado. Su hijo, Juan Carlos I, fue designado por Francisco Franco como el nuevo Rey de España. La monarquía, en aquellos momentos terribles, no se antojaba a casi nadie, excepción hecha de Calvo Sotelo, la solución idónea a los problemas de España.

A finales del mes de abril de 1936, previamente a las maniobras celebradas entre los días 10 y 12 de de mayo, arriban a Canarias el acorazado Jaime I, los cruceros Méndez Núñez, Miguel de Cervantes, Almirante Cervera y Libertad, los destructores Almirante Valdés, Lepanto, Almirante Antequera, Sánchez Barcáiztegui, Almirante Ferrándiz y José Luis Diez y Alcalá–Galiano. El Méndez Núñez, que luce la enseña del vicealmirante Piña, está comandado por el Capitán de Corbeta, D. Rafael Cervera, en el que está destinado también el Teniente de Navío Juan Soler–Espiauba. En el ejercicio táctico participaron también los submarinos C1, C2, C3, C4, C6, B5 y el buque remolcador Cíclope. El día 4 de Mayo, el Comandante General de las Islas Canarias, Francisco Franco Bahamonde, visitó el acorazado Jaime I para cumplimentar al vicealmirante Salas González; como señala el protocolo en estos casos, al día siguiente Franco ofreció una recepción en la Comandancia General de Santa Cruz de Tenerife a la que asistieron además de los mandos del Ejército de Tierra adscritos, los jefes y oficiales de los buques y submarinos que participaban en las maniobras navales. En aquella recepción el general pronunció un famoso discurso de clara intencionalidad:. «La patria está en peligro y, cuando esto sucede, el brazo armado de la Patria, el Ejército y la Armada, quedan obligados a salvarla tanto de los enemigos exteriores como interiores,…». Tras la arenga del «generalísimo», la totalidad de los mandos de Infantería, del Tercio y Regulares, y algunos oficiales de la Armada, rayando casi en la obscenidad, empezaron a dar vivas a España y al Ejército de manera histérica. No es seguro que toda la Armada estuviera en ese momento de acuerdo con la intervención.

Poco tiempo antes de que sucedieran los acontecimientos que narramos, el Capitán de Corbeta, D. Rafael Cervera, y el Teniente de Navío, Juan Soler–Espiauba, son trasladados del crucero Méndez Núñez al destructor Sánchez Barcáiztegui. Allí celebran, a la puesta del sol del día 16 de julio, la festividad de la Virgen del Carmen. Casi todos los marinos tienen una madre, una mujer o una hija que se llama María del Carmen, como la patrona de la Armada. Y para ellas, sobre todas las cosas, es el recuerdo solemne y amoroso de la ceremonia de a bordo, mientras la dotación del buque, la oficialidad, las clases subalternas y la marinería ahogan sus pechos de emoción cantando al unísono, como la voz de un solo ser, ronca y grave, la Salve Marinera en honor de la Virgen María, Stellae Maris.

¡Salve! Estrella de los mares, de los mares
Iris de eterna ventura;
¡Salve! Fénix de hermosura
Madre del Divino Amor.

De tu pueblo a los pesares
Tu clemencia dé consuelo.
Fervoroso llegue al cielo
Y hasta ti, y hasta ti nuestro clamor

¡Salve! ¡Salve! Estrella de los mares
¡Salve! Estrella de los mares.
Si, fervoroso, llega al Cielo
Hasta ti, hasta ti, nuestro clamor

¡Salve! ¡Salve! Estrella de los Mares
Estrella de los Mares
¡Salve! ¡Salve! ¡Salve! ¡Salve!

Al día siguiente, con los pelos erizados aún por la emoción y el barco engalanado con las banderitas de la fiesta marinera, el comandante del destructor, D. Fernando Bastarreche, es convocado por el nuevo Jefe de la Base Naval a una reunión urgente en la Capitanía General para recibir órdenes nuevas con respecto al servicio. Las recibe directamente del nuevo Jefe, el Almirante Francisco Márquez Román y del Segundo Jefe de la Base y Jefe del Arsenal, Camilo Molins Carreras. Son las tres y cuarto de la tarde. El sol cae como plomo derretido en el patio del Arsenal Militar del Puerto de Cartagena. El Ministro de la Marina ha dispuesto que toda la flota, incluido el grupo de submarinos, esté preparada para salir de Cartagena de manera inmediata. El destino se indicará al capitán de cada buque mediante radio cifrado directamente desde Madrid. De regreso al barco, los oficiales se reúnen; saben que el alzamiento está en marcha. La gravedad de las órdenes así lo indica. En la cámara del comandante, los oficiales recuerdan el discurso del general Franco en Tenerife.

En la estación central de telegrafía sin hilos de Ciudad Lineal, ubicada en ese arrabal de Madrid, se recibían noticias de una gravedad tal que comprometían el futuro de la República; los comunicados entre las distintas unidades de África denotaban un fuerte movimiento de tropas. Al anochecer se confirman los temores; la sublevación se extiende por el norte de África. El suboficial tercero de radio Benjamín Balboa toma el control de la Estación de radio de la Armada tras arrestar pistola en mano al oficial al cargo de las instalaciones, Capitán de Corbeta Casto Ibáñez Aldecoa. Dueño de las comunicaciones, Balboa informa al Ministro de la Marina que expide las primeras órdenes. Al no poder disponer por la noche de la aviación para bombardear los puertos del norte de África, se envía a la flotilla compuesta por el Sánchez Barcáiztegui, el Lepanto y el Almirante Valdés, bajo el mando unificado de D. Fernando Bastarreche.

Era viernes, 17 de julio de 1936. España tenía una cita con la tragedia y con la barbarie. ¿Barbarie dije? –preguntaba al día siguiente el periodista de La Vanguardia a sus lectores–. En el momento de escribir estas palabras, en las inmediaciones de mi casa estalla un tiroteo…


Rumbo a Melilla

El mar estaba tranquilo, las estrellas titilaban, luminosas e impenetrables, en el firmamento. A las once de la noche del mismo 17 de julio de 1936 se iniciaron las maniobras para salir del puerto. Los oficiales y las distintas clases de marinería habían ocupado, cada uno el suyo, los puestos de navegación. El comandante se retiró de la toldilla a su camarote apenas el buque dejó atrás la bocana del puerto de Cartagena. Las luces de la ciudad y la Punta del Aire quedaron atrás como las vidas de la tripulación. El segundo oficial, con la mirada perdida en la negrura del horizonte, marcó rumbo sur sureste y, mientras anotaba la derrota en el acaecimiento del cuaderno de bitácora, ordenó al contramaestre subir la potencia de los motores hasta el máximo. A toda máquina, el moderno buque era capaz de conseguir la formidable velocidad de crucero de 30 nudos, algo menos de los 36 nudos que se anunciaba en los periódicos al día siguiente de su botadura, el 24 de julio de 1926. Tenía una cita urgente con la muerte.

Reciben órdenes en clave del ministerio de la Marina de dirigirse a la zona del Estrecho y echar a pique, sin previo aviso, todos los transportes de tropas desde África hasta la península. Durante la travesía, a la altura del Cabo de Palos, reciben un cablegrama del Ministerio de Marina que decía: Bombardeen Melilla hasta agotar municiones. Acuse recibo y comunique resultado. Durante toda la travesía se reciben radios con instrucciones severísimas. ¡¡Mira en lo que ha acabado esto!! –escribe uno de los oficiales del buque esa misma noche a su mujer. Era el principio de una larga y dura noche a bordo.

En la madrugada del día 18 de julio, la flotilla que navega bajo las órdenes del comandante del Sánchez Barcáiztegui está frente a Melilla. La tripulación de los barcos parece que no sabe nada, a pesar del ambiente explosivo que se respira. Sin embargo, desde la estación de Radio de Ciudad Lineal se había alertado a los representantes de las tripulaciones afiliados a la UMRA de los sucesos en las plazas del norte de África y, en especial, de los ocurridos en Melilla, donde ha prendido la primera llama de la insurrección.

En pleno día 18, el segundo comandante del buque, Capitán de Corbeta Rafael Cervera, desembarcó solo en un bote a tierra, regresando bordo a la hora; Cervera ordena que se siga navegando.
Desde el Lepanto se requieren noticias por radio al Sánchez Barcáiztegui, que no se dan para que la tripulación no se entere. Sin embargo, a estas alturas ya sospechan la maniobra y están sobre aviso desde Madrid. El segundo vuelve a abandonar el buque para parlamentar con el comandante del Lepanto. La intranquilidad de las clases de marinería va en aumento. Sobre todo cuando observan a un hidroavión bombardear Melilla señalando al mando y a la oficialidad del destructor los objetivos sin que hagan caso alguno. El Ministro de la Marina, Sr. José Giral había cursado la orden tajante de bombardear los objetivos militares de la plaza.

CONTINÚA...

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