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12 de marzo de 2017

La misa de doce en la Parroquial de Santa María Magdalena







Domingo, 11 de marzo de 1923

Manuel González se levantó temprano el domingo, como todos los días. Desde la ventana del pasillo de la planta superior de la casa observó los primeros síntomas de la nueva jornada. No parecía que fuera a llover aunque seguían los dichosos vientos de cuaresma. Los cipreses que asomaban por la derecha, desde la parcela de los Valtierra, se mecían nerviosos, azotando el firmamento. El alba empezaba a escanciar pinceladas de naranja, rosa y azul clarito, que resaltaban en el cielo oscuro tras los tejados que se adivinaban en torno al descampado interior de la manzana del Hospitalillo de San José. La enorme higuera del patio trasero de la casa mostraba su desnudez en un contraluz fantasmagórico; tenía las ramas llenas de jóvenes y viejos gorriones, vencidas por el peso de tantas ‘brevas con alas’ como le gustaba calificar a los pájaros que tenían en el árbol su lugar preferido para esperar apretados, unos junto a otros, el resplandor de la mañana y aterrizar en bandada, inconstante y miedosa, hasta el suelo para desayunar. El juez, aún en pijama, bajó hasta la cocina y se preparó un café con leche que degustó con un par de rosquillas fritas. Tenía necesidad de esa sensación de soledad que solo se obtiene al filo de la madrugada para aclarar sus ideas.

Era la hora en la que inician su canto los mirlos. Una música dulce y armoniosa. Una canción de amor. Un mirlo llama a una mirla. Le contesta. Como el dueto de una ópera mágica. El barítono y la más vistosa de las vicetiples, vestidos para la ocasión de negro fulgente, se lanzan silbiditos lujuriosos. Estaba a punto de amanecer.

Las dudas expresadas por el agente del Cuerpo de Vigilancia habían logrado arraigar en su cabeza. Era posible que los restos no fueran humanos, con lo que el problema se reducía a buscar una explicación razonable al abandono de los restos. De golpe desaparecía el problema de orden público que, en estos momentos, era lo más importante. El escándalo y el miedo de la población a un asesino de mujeres se disiparía en un abrir y cerrar de ojos.

Lo más probable es que se tratase de algo así. Las patas de algún animal cercenadas y abandonadas en el vertedero. Entonces solo habría que preocuparse del ridículo hecho durante estos pocos días. Una disculpa ante en director general de Orden Público y listo. A otra cosa. El problema estaba en el dictamen de los dos médicos forenses de Carabanchel. Su problema es que, si no había mujer, habría cometido un grave error por no enviar esos restos a analizar al Instituto de Medicina Legal desde un principio y fiarse de la evidencia y de la opinión de los dos matasanos de Carabanchel.

Cuando su mujer bajó vestida para la misa de doce tuvo que contener un pequeño silbido. Se había puesto un vestido verde oscuro con brillos iridiscentes, sin escote, y de manga larga como mandaba la buena costumbre y el cura párroco, claro. El remate del vestido era un volante rizado a juego con el tocado de la cabeza. Medias y zapatos negros de tacón alto. Lucía como una estrella del cine más castizo y español.

—Caramba. ¡Qué guapa estás! —le susurró constatando las curvas de la silueta de su mujer en un recorrido de abajo a arriba. Volvió a admirar la sensualidad de su contoneo, la delicadeza con que caminaba empinada en en aquellos tacones de vértigo y el ritmo de las caderas…

—¿Qué? ¿Te parece bien? No me digas nada de los zapatos, eh… ¿Ya sabéis a quién pertenecían los pies de Carabanchel?
—Aún estamos a oscuras. Nada más que suposiciones y teorías. Sin embargo, bueno..., dejémoslo. Es hora de que nos vayamos. Luego, tras la misa, he quedado con el doctor Sánchez-Morate.

—¿Solo con él o también con María y con sus hijas?

—Supongo que vendrán todos, él y sus mujeres… Cuatro niñas, imagínate la de zapatos que tendrá que comprar hasta que las case a todas. Menos mal que este pueblo se rejuvenece con las escuadrillas de jóvenes y apuestos cadetes de la escuela de aviación. Las señoritas, las bellas y las feas, ellas y sus madres, de Getafe o de Leganés, suspiran por cazar a cualquiera de esos pardillos de tiernos alerones que andan pavoneándose con sus uniformes azules de piloto por la calle Madrid, por la iglesia chica o por la iglesia de la Magdalena. ¡Pum, pum… pum! y otro pajarito, al suelo.

—¿Qué es eso Manuel?

—Esa es la verdad Maruxa ¿No te has fijado —empezó a hablar en tono de sorna el juez— en los vicios de los aviadores modernos? Su visión del mundo se deforma por el mismo entrenamiento, siempre mirando desde arriba, desde su posición cenital con respecto a la tierra y a las personas. Los jóvenes cadetes, desde que son simples alumnos de la academia, tienen la obsesión de transitar por el mundo como si estuvieran embarcados en sus aparatos, siempre mirando hacia abajo. Así que cuando, oteando el paisaje, divisan a alguna hermosa campesina de este pueblo o sus alrededores apenas pueden despegar su vista del escote… Seguro que has reparado que la moda impone, cada día con mayor amplitud, los vestidos más cortos o más altos y los escotes más pronunciados o más bajos… Esos jóvenes pajarillos acabarán estrellados, sin duda, en algún fragante y oscuro pajar. Y además, sin que tenga que intervenir la autoridad judicial, salvo que el muchacho no cumpla a lo que le obliga el honor de la dama…

—Anda, Manolín… tontín, dame un beso, con cuidado de no estropearme el colorete ni el crayón de labios. Déjate de gracias y vámonos a la iglesia. ¡Niños! ¡Vámonos!

La misa de los domingos a las doce era el acto social más importante de la villa. En las celebradas durante las últimas semanas se percibía la proximidad de la Semana Santa. Aparecían nuevos y desconocidos clérigos que oficiaban junto al cura párroco, don Eugenio Nedea, sucesor del famoso Marcos Cádiz al que no había conocido.

La Parroquial de Santa María Magdalena se llenaba. Los pocos asientos de la nave central tenían las plazas asignadas por la costumbre y a él le correspondía, como una de las máximas autoridades, situarse en los primeros bancos. Manuel González calibraba siempre las dimensiones extraordinarias del templo. Más de cincuenta metros de largo por unos trece o catorce de ancho, y quizás diecinueve o veinte de alto. El impresionante espacio diáfano de la planta solo era interrumpido por las espectaculares y gruesas columnas que desembocan en una delicada bóveda con arcos y nervios de inspiración renacentista. Al cura párroco se le llenaba la boca con la arquitectura de la iglesia y zanjaba su deterioro, el penoso suelo, sus paredes siempre necesitadas de pintura y unas obras de acondicionamiento para las que nunca había presupuesto, con aquello de que ya querrían muchas ciudades con más historia y población tener una catedral como esta modesta iglesia parroquial.

Mientras el oficiante recordaba aquel domingo a los fieles la próxima celebración de la Semana Santa, Manuel González observaba abstraído el retablo central y sobre todo, allá en lo alto de su calle central, la imagen del Cristo crucificado con los pies traspasados por el clavo. Qué crueldad. Más abajo, una de las pinturas del retablo representaba la unción de los mismos pies de Cristo por María la Magdalena, la pecadora. Ella misma tenía al descubierto unos delicados pies que surgían de la habilidad del pintor.

Sacristía de la Parroquuial de Santa María Magdalena después de una solemne función religiosa. Apunte del natural por Vicente Urrabieta
Cuando acabó el oficio religioso el juez y su mujer pasaron a la sacristía donde tenía lugar el protocolario saludo entre las autoridades del municipio. El párroco oficiaba de anfitrión. Si la iglesia era una joya arquitectónica, la sacristía era una perla que los maestros de obras engarzaron en su estructura. Desde que llegó al pueblo de Getafe, se enamoró de ese espacio. Era un recinto casi mágico, divino. Era impresionante la cajonera de madera noble y los cuadros que colgaban de las paredes. Saludó al cura y al resto de las autoridades civiles y militares, entre ellos al alcalde de la villa, don Juan Gómez de Francisco, al coronel del regimiento de artillería, don Salvador Orduña, al jefe del Aeródromo Militar, don José González Stefani, y al director de la Escuela Militar de Pilotos, capitán don Julio Ríos, al comandante de puesto de la Guardia Civil, y a otros pocos elegidos, burócratas y campesinos venidos a más, que venían a mezclarse con la flor y nata de la sociedad getafense.

Observó uno de los cuadros colgados sobre el armario. Representaba el descendimiento de la cruz. Nunca se había fijado en el detalle de los pies. Una María de Magdala, con aspecto de trastornada, se acercaba a los pies de Cristo con la intención, seguramente, de besarlos. El pelo alborotado de la mujer rozaba los dedos del Señor. El resto de los personajes del cuadro miraban hacia arriba, implorando algún milagro, o hablaban entre ellos. Ninguno prestaba ni la más mínima atención al cuerpo de Cristo tendido en el suelo del Gólgota, junto a un par de calaveras y a la tablilla en la que estaba escrito su delito y condición: Jesús, rey de los judíos. Solo la extraviada, la arrepentida, le lloraba y miraba hacia los pies traspasados por los clavos. El juez pensó que empezaba a padecer una cierta obsesión por los pies humanos, derivada del caso que le ocupaba.

Las dos familias, los González y los Sánchez-Morate se dirigieron primero a la casa del médico para luego, tras recoger unos papeles, acabar en la del juez. Atajaron por la plazuela del Reloj y por la calle Empedrada, acorde a su solado aunque nadie imaginara tanto canto quebrado y puntiagudo. Era el lugar donde los chiquillos se rompían los calzones y, tras ellos, las rodillas, donde el que llevaba prisa se torcía los tobillos o se lastimaba la planta del pie; el infierno de una mujer con zapatos de tacón. Las quejas por el estado de la vía por su parte estaban justificadas.

—A ver si le decís al alcalde que arregle un poco esta calle  y que, al menos, aplaste estos pedruscos mal encarados y afilados.

—Aquí, como en cualquier lugar de España, el problema es que cada alcalde que llega arregla el trozo de calle donde vive. Y en esta desolada y áspera callejuela, al parecer, no ha vivido ninguno desde los tiempos de las guerras carlistas…. Hace poco, como sabéis, se adoquinó un trozo de la calle Madrid y los vecinos se quejaron, no sin cierta razón, que en ese trozo de la travesía tenía casa el alcalde y uno de los concejales más influyentes.

—Bien. ¿Y qué hubiera hecho cualquiera, siendo alcalde y vecino de la calle San José, de la calle Escaño o de la carretera de la Torre.

Al llegar a la plazuela de Carretas, el doctor se acercó a su casa para recoger unos papeles mientras el resto de la comitiva se encaminó al domicilio de los González en la calle Magdalena. Los niños, a excepción de Sagrario, la última de las hijas de Pepe y de María, aún una niña de pecho, se dirigieron sin pérdida de tiempo al patio trasero para dar rienda suelta a la energía acumulada en la larga misa de doce. Se antojaban pequeñas fieras liberadas, corriendo y persiguiéndose alrededor de la higuera. Hasta el gato huyó por la pared del fondo hacia las corralizas y huertos que se extendían más allá de la linde de la casa. La criada del juez, una mujer pequeña, enjuta y huesuda, cosa extraordinaria para una gallega, sirvió un vino de la tierra, un albariño, y unas aceitunas.

Mariña y María tomaron una copita de moscatel y se apartaron de sus maridos sentándose en el cuarto de bordar junto a la ventana que daba al patio; era el lugar idóneo para vigilar a los niños y, con el ambiente propicio, el que incitaba a la luz de las confidencias a concentrarse en la cualidad más intrascendente de las modistas: cortar trajes a medida a cada una de las más ostentosas y empingorotadas vecinas que habían asistido a la misa; comparaban sus vestidos con los patrones aparecidos en las últimas revistas de moda o se referían las últimas murmuraciones que azotaban los mentideros del villorrio.

—Fíjate en la última. A mí me parece casi mentira, imposible, un chisme del tamaño de la torre de la iglesia, aunque… El cuento me ha llegado por la gallega que me cumple. Ella lo escuchó en la carnicería entre el cacareo y las puñaladas que asestan el rencor y la envidia de las palurdas de este pueblo. Allí se cuecen, entre cotilleo y cotilleo, las más increíbles patrañas de las campesinas venidas a señoronas. Ya te puedes imaginar. A ese, a José Luis el contratista, tan presuntuoso, tan puro, tan cumplidor que se le suponía, su mujer lo pilló en la cama con un jovencito de Leganés… ¡En su lecho conyugal! ¿Tú te lo crees?

—Ave María purísima —se santiguaron las dos mujeres bajando los rostros para intentar, aún sabiendo que ninguna lo conseguiría, disimular la expresión de sorna y cachondeo ante el tamaño del chisme o de la injuria—. Por Dios bendito. Cada día está peor el mundo. Como estas modernidades y la falta de vergüenza vayan a más, Mariña, no casaremos a nuestras hijas, ni siquiera con los que ahora disimulan su hombría… La verdad es que resulta imprescindible que alguien ponga orden en este país.

—Lo que no comprendo es como algunas tienen tan poca vergüenza para ponerse el velo, la mantilla, sus medallas de la Virgen y sus escapularios y exponerse a la vista de todos en la mismísima Santa Iglesia, como si no pasara nada. Mira a esa, a ‘la Zurda’, exhibiendo orgullosa su poderío, con un arte que no deja títere sin menear; o a esa, a la panadera, tan poquita mujer, aunque campeona en cazar maridos ajenos y colgar cornamentas en los comedores de la aristocracia del arado. No sé qué ven en ella esos estúpidos carneros… ¿Lo tendrá horizontal?

—Por Dios, Mariña, cómo se te ocurren esas cosas… Yo quiero que mis hijas, cuando terminen la instrucción, se casen con alguno de esos apuestos aviadores, tan guapos y tan distinguidos, o tal vez con algún médico que continúe la tradición familiar… No me gustaría que acabaran en el catre de uno de estos paletos de pueblo. Imagínate a los tal y cual. Allá ellos con sus heredades, sus casas y sus miserias.

Manuel González y José Sánchez-Morate se encerraron en el gabinete de la planta baja.

—El vino es excelente, Manuel —exhibió la copa levantándola suavemente contra la ventana y mirándola para regocijarse con el color amarillo pálido que exhibía, intenso y brillante en todos sus matices frente la luz del norte. Luego, con un movimiento suave, la llevó hasta la nariz para percibir los aromas de flores, uvas ácidas y aroma de mar…

—Un placer de Galicia. ¿Sabes que es un bien escaso que se cultiva desde hace cientos de años en pequeñas bodegas? No hay nada comparable a un albariño fresco para acompañar pescado blanco o, incluso, un buen plato de pulpo.

—Bien. Veamos Manuel. ¿Cuál es el problema?

—Como te dije ayer, se me ha planteado un conflicto entre el informe de los médicos forenses de Carabanchel, Lejárraga y Urquiola, y la opinión de los inspectores del Cuerpo de Vigilancia que tengo asignados al caso. Unos juran y perjuran, ratificándose en su primer informe, que los restos hallados son los pies de una mujer joven amputados cuando aún la infortunada estaba viva. Por el contrario, los agentes discrepan, y según ellos podrían ser los pies de un animal.

—Ya te comenté en el Casino que no es plato que apetezca a nadie el redactar informes que puedan ir contra la opinión de unos colegas…

 —En realidad, lo necesito de manera urgente. Si tengo que suplicarte… Reconozco mi error. Debí enviarlos al Instituto de Medicina Legal en cuanto aparecieron. Pero la evidencia, la aparente sencillez del caso, el informe rotundo de los dos médicos, las noticias aparecidas en la prensa a principios de la semana y la presión de Carlos Blanco, el director general de Orden Público, me aventuraron por este camino en el que ando perdido y ofuscado, sin brújula...

—Vale. Como no tengo más remedio, por lo visto, mañana lunes me pondré con los dichosos huesos. Y al día siguiente, el martes, tendrás el informe encima de tu mesa. Sin embargo, si mi estudio contradice el informe de los señores Lejárraga y Urquiola, me cargo a la espalda a dos enemigos. Y no es un buen asunto. Tú, además de tu trabajo como juez, tienes aspiraciones políticas. Lo entiendo. Para mí, sin embargo, puede ser un precio muy caro el que tenga que pagar, en un mundillo en el que lo más importante es el prestigio social y profesional; pero, sobre todo, no sumar adversarios y competidores maledicentes.

—Esto no tiene que ver con la política. Es muy posible que a estas alturas haya consumado el ridículo.

—Espero que no sean restos humanos, aunque casi me vendría bien que lo fueran. El pie humano, además de bello, es una maravilla de la ingeniería. No lo digo yo. Lo dijo en su día, hace casi quinientos años, el gran Leonardo da Vinci. Cada uno de los pies de esa infeliz e hipotética mujer está formado por una precisa maquinaria anatómica con treinta y tres articulaciones, más de cien ligamentos y numerosos músculos y tendones que mueven veintiséis huesos de manera adecuada y aseguran el desplazamiento y la mayor parte de las actividades del ser humano. Cada uno de los pies regula su temperatura y humedad de manera sencilla, como si fuera un botijo, a través de miles de glándulas sudoríparas. Hay, además, una red de vasos sanguíneos, nervios, y una capa de tejido graso que cumple con la función de absorber los golpes y la fuerza que se ejerce sobre el mecanismo al caminar. Todos esos componentes anatómicos trabajan a la vez para mover, sobre todo a la mujer, con esa gracia sin perder un ápice de su complejidad mecánica y su fuerza estructural. El estudio de los pies, desde una perspectiva forense, como es el caso que nos ocupa, exige profundos conocimientos en biología, química, física, anatomía, fisiología, microbiología, farmacología, biomecánica, ortopedia, patología general y especifica.

—Vale. De acuerdo ¿Se distinguen fácilmente los pies de una mujer de los de un gorila o de los de un oso, por poner un par de ejemplos?

—Perfectamente. Casi a primera vista. Aunque haya que hacer un análisis pormenorizado, contar los huesos por si faltara alguno, ver su tamaño, etcétera. En las clases de Medicina Legal que impartía mi maestro Tomás Maestre Pérez en la Facultad de San Carlos, pudimos observar con detenimiento, más allá del arte y del dibujo, el extraordinario estudio artístico y anatómico de los pies humanos realizado por Leonardo da Vinci. También tuvimos la suerte, al menos los de mi promoción, de observar la copia de una lámina ilustrada por el genio del Renacimiento sobre la anatomía del pie de un oso. El trabajo de Leonardo es sencillamente magnífico. La principal diferencia, además de las uñas o garras, es que los huesos carpianos del oso miden lo mismo. Todas sus falanges tienen el mismo tamaño. No se distinguen, en los plantígrados, el tamaño de los dedos, como sucede en el caso de los humanos. Además —el doctor Sánchez-Morate empezó a leer un pequeño pliego de papel que había recogido en su casa—, según la Historia Natural de los Animales, una enciclopedia francesa publicada en España a finales del siglo XVIII, «las piernas y los brazos de los osos son carnosos como los del hombre: el hueso del talón corto forma parte de la planta del pie, cinco dedos opuestos al talón en los pies, los huesos del carpio iguales en las manos, pero el pulgar está unido, y el dedo más gordo está hacia fuera, al contrario que en la del hombre que está hacia dentro; sus dedos son gordos, cortos, apretados unos con otros, así en las manos como en los pies, las uñas negras, etcétera».

—¿Y los gorilas o los monos?

—En los monos, los huesos son prácticamente los mismos, aunque hay numerosas diferencias. Los monos tienen un dedo largo o pulgar oponible, capaz de enfrentarse al resto para funcionar como una pinza con la función de agarrarse a las ramas de los árboles, igual que con las manos… Los monos tienen los pies planos. Bueno, no te quiero aburrir con una clase de anatomía animal comparada. El estudio nos lo dirá.

—¿Podría hacer algo para hacerte más llevadero el asunto? No puedo retirar del caso a los doctores de Carabachel, ni sería bueno a estas alturas de la historia. Tampoco puedo desautorizarlos sin ninguna opinión alternativa.

—Yo, Manuel  —dijo el médico—, en tu posición actuaría con mucho tacto. Creo que deberías aprovecharte de la necesidad de los periódicos para llevar el asunto a donde te convenga. No directamente, claro. Pero podrías hacer que hubiera alguna filtración a los periodistas que siguen el caso…

—¿Propones que adelantemos las informaciones para preparar los acontecimientos futuros o que adelantemos los acontecimientos para adaptarlos a las informaciones que necesitamos? De todas maneras quedaré mal…

—Entra en lo posible.


—¿A quién le encargo del asunto? ¿Al secretario? No parece la persona más adecuada para dirigir este tema con astucia ante los periodistas…

—Yo hablaría con alguno de los agentes del Cuerpo de Vigilancia que tienes asignados. Los periodistas se fiarán más de su versión que de la que pudiera ofrecer el secretario del Juzgado. Los policías están, estoy seguro de ello, acostumbrados a las mismas o parecidas encomiendas.

—Pero de esa manera, dejo de tener el control.

—No del todo. Debes andar con tacto. Si se hubiera cometido algún error, no es responsabilidad tuya, al menos totalmente. Tus males, de haberlos, tienen escaso remedio. Lo bueno es que aquí todo se olvida al instante. En este país, los problemas vienen tan rápidos como se van. Si por algo destaca el carácter español es por su falta de memoria. Demasiado pronto se olvida la Historia. Quizá por eso no aprendemos. Un error tras otro.

—Intentaré ser optimista ante esa debilidad.

—Te recuerdo que el martes nos vemos en el casino, si puedes. Por la mañana pasaré por el Juzgado para iniciar el expediente para la declaración de incapacidad total del padre de los Seseña. Los hijos sí que están locos por administrar las tierras y los bienes del viejo Eustaquio.

—Menudo tajo tenemos con tanto hijo de su madre como hay. Informe forense, declaración judicial y viejo con destino al manicomio. Hijos desnaturalizados que ni siquiera discuten los honorarios porque la conciencia se lo impide. Se saben culpables de lesa humanidad contra sus progenitores. Esta sociedad está escasa de valores morales ¿Cuántos llevamos a estas alturas de año? Cinco o seis ya, ¿no…? Aquí en el Partido de Getafe, digo…

10 de marzo de 2017

Los forenses se ratifican



Viernes 9 de marzo de 1923


Hacia el mediodía aparecieron en el Juzgado de Getafe los médicos forenses Lejárraga y Urquiola, con los rostros serios, exhibiendo una mueca de desagrado y hastío; y con su nuevo informe, se suponía, a buen recaudo en el maletín de cuero negro. Tras un una breve espera, llegaron también los dos inspectores del Cuerpo de Vigilancia, Rajal y Voyer. El secretario del Juzgado los hizo pasar al despacho del juez. La reunión empezó sin demora ni preámbulos.

—Señores, buenos días a todos. Seamos breves. Ustedes dirán —se dirigió a los doctores—, ¿han traído el informe que les pedí?

—Sí, por supuesto; sin embargo no llegamos a comprender las dudas surgidas. Tras mucho pensar y debatir entre nosotros, no llegamos a entender los motivos de esta petición. Ya habíamos emitido un informe suficientemente claro y conciso. ¿Hay algún experto que piense distinto a lo que hemos dicho? Nosotros, tras una detenida revisión, nos ratificamos totalmente en lo establecido en nuestro informe inicial. Los primeros restos son, sin lugar a dudas, los pies de una persona. Creemos firmemente, y así lo aseguramos, que no hay margen para el error. Uno de los fragmentos es un pie izquierdo de la talla 32 y perteneció de manera irrefutable —y recalcó Lejárraga, vocalizando de manera exagerada—, de manera in-con-tro-ver-ti-ble, a una mujer joven. Este pie está completo, con músculos, tejido adiposo y piel. Tiene las falanges algo viciadas hacia abajo debido, obviamente, al uso de calzado estrecho con tacón alto.

»El otro es, evidentemente, el pie derecho; le faltan el hueso astrágalo, el calcáneo y una falange de los dedos gordo, segundo y quinto. En cuanto al tercer resto, como ya dijimos el miércoles pasado, no podemos avanzar un parecer definitivo. Las deformidades que presenta nos hacen dudar que sea una mano como se afirmó en un principio. Los dedos aparecen unidos por tejidos celulares y el conjunto presenta la apariencia de pertenecer a un animal palmípedo. Ya lo hemos enviado al Instituto de Medicina Legal para que, con más medios, lo estudien, lo midan y emitan un juicio que a nosotros sin el material necesario para su observación minuciosa se nos escapa.

—Señores —dijo el juez, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a los agentes de la policía gubernativa—, ¿tienen algo que añadir?

Gregorio Rajal, sin levantarse de la silla, empezó su intervención intentando rebajar la tensión de la reunión. Los dos médicos arrojaban chispas en sus miradas.

—No crean, señores, que existe desconfianza. Pienso que ninguno de los presente tiene reticencias personales ni se duda de su profesionalidad. Ustedes lo han dejado claro. Evidentemente, y en eso sí estamos de acuerdo, el tercer resto no pertenece a un cuerpo humano. Solo pretendíamos, con esta reunión, dilucidar si los tres restos pertenecen al mismo ser. Quiero decir que, estando de acuerdo con ustedes en lo dicho, si el tercer resto perteneció al mismo cadáver, evidentemente, no estaríamos hablando de un crimen. Ni de una mujer.

—Por nuestra parte está claro. Los pies pertenecen a una persona joven del sexo débil.

—Esta mañana hemos podido leer en la prensa muchas tonterías. Sin embargo, hay un dato que nos ha sorprendido y que no hemos terminado de comprender. ¿En qué lugar de su informe, o existe algún anexo que desconocemos, se asegura que los pies tienen numerosos cortes de cirujano realizados por mano inexperta con un bisturí, como si esas extremidades hubieran servido, de manera repetida, para prácticas de los alumnos de medicina? Hasta esta mañana, este detalle era desconocido para nosotros. Y para colmo nos enteramos por la prensa.

—En ningún momento —contestó airado el doctor Lejárraga—, en ningún momento hemos asegurado tal extremo. Los únicos cortes que se han realizado en los dos pies, los hicimos nosotros durante su análisis. Dado que tal cosa publicada hoy es falsa a todas luces, inventada quizá sin mala intención aunque podría alterar la percepción que tienen las personas ajenas del caso, sí quisiéramos que se solicitara por parte del juez instructor una rectificación. Los pies se cortaron del cuerpo de un solo tajo y, estamos prácticamente convencidos, mientras la víctima estaba con vida.

—Eso es atroz; sin duda, la acción de un sádico… —comentó el agente Rajal con gesto incrédulo, como quien le sigue la corriente a un loco.

—Así se hará, señores —intentó zanjar la polémica el juez—. ¿Estamos, pues, de acuerdo con el informe?

—Nosotros, señores, tendrán que disculparnos. Aún mantenemos alguna incertidumbre sobre la identificación de los primeros dos restos. No pretendemos denostar el trabajo de los apreciados doctores de Carabanchel. Sin embargo, como saben ustedes, desde hace unos años, la técnica forense es una de las asignaturas más exigentes de la Escuela de la Policía Gubernativa. Albergamos ligeras dudas sobre el informe final, incluso aceptando que se trate de una talla 32 y que le falten algunas falanges. La morfología del pie que está completo nos impide sumarnos totalmente al diagnóstico o veredicto emitido. En todo caso, sí nos gustaría que se dejara abierta una línea en la investigación por si acaso todo este embrollo no fuera el resultado de un crimen y, si me apuran, ni siquiera hubiera un cadáver humano. ¿No es posible un informe del Instituto de Medicina Legal de todos los restos o de otro forense?

Los forenses se levantaron como dos resortes. Lejárraga, con la cara colorada, empezó a echar espuma por la boca; la saliva le borboteaba y le dibujaba en las comisuras de los labios un reborde blanquecino. Urquiola se volvió a sentar sin decir una palabra. El que llevaba la voz cantante era Lejárraga que contestó en tono áspero, casi ronco, a lo que consideraba una ofensa mirando al juez de instrucción. Era como un partido de tenis por parejas: Rajal y Voyer contra Lejárraga y Urquiola. El árbitro era el señor González, de la federación gallega.

—Señoría, esto es inconcebible. ¡Mala hora! Ahí tiene nuestro informe. Nos reiteramos en lo dicho y nos ratificamos en nuestro primer informe. Ustedes —miró de manera despectiva a los dos policías— podrán estudiar durante algunos meses, incluso un curso, nociones de medicina forense, pero de ahí a cuestionar nuestro trabajo va un trecho que sugiere no solo desconfianza, sino otras cuestiones que no queremos valorar… Señoría, si usted quiere otro informe, no se hable más, pero… Eso no hará que cambiemos de opinión y que nos bajen del burro por no se sabe qué intereses políticos o publicitarios.

—¡Señores, calma! Señores, haya paz. Aún no está resuelto el caso. Y deberíamos centrar todas nuestras energías en la búsqueda de pistas y no en discusiones estériles.

—Según consta en la Dirección General de Orden Público, a día de hoy, en los contornos del descubrimiento no ha desaparecido ninguna mujer joven, ni vieja, de modo misterioso; y  de otros lugares de España que coincida con las características que se indican tampoco se tiene noticia —precisó el agente Rajal.

—Señores, luego, a primera hora de la tarde —empezó a concluir la reunión el juez— quisiera volver al vertedero para realizar otra inspección visual, a pesar de los arduos y minuciosos trabajos de la Guardia Civil, por otra parte, del todo infructuosos.

—¿Nosotros...?

—Ustedes no se enfaden —intentó distender la expresión de los forenses—. No hace falta que nos acompañen esta tarde. Si les necesito, les avisaré. Ahora, vayámonos a almorzar.

Cada mochuelo a su olivo —pensó el juez—. Con esto del ayuno de los viernes de cuaresma tengo una gazuza del carajo. A esta hora, el vientre me aprieta, se encoge y me grita: Manuel, galleguito, mira compañero, deja esos huesos y piensa que desfallezco por unas berzas de vigía o unas papas con pescado y pimentón… Era, según se mire, pecado de gula o placer de dioses.

—¡Ea, señores! Lo dicho, a por la pitanza, sin tregua ni tardanza —se despidió Manuel González de los dos médicos de Carabanchel y de los dos agentes de policía.

Tras la comida, el titular del Juzgado de Instrucción de Getafe acompañado del juez municipal de Carabanchel, don Manuel de Lucas, del secretario del mismo Juzgado Señor Igartúa y del inspector don Enrique Voyer, se personaron en el vertedero del Blandón para la práctica de nuevos reconocimientos. La labor de verificación fue minuciosa pero, desgraciadamente, no dio ningún resultado satisfactorio.


****

A las seis y media de la tarde el juez de Instrucción dio por terminadas las diligencias, regresando a Getafe. Allí le esperaba el agente Gregorio Rajal. Entraron al despacho y el juez le disparó a bocajarro:

—Ahora que estamos a solas, usted y yo, me dirá cuáles son sus conclusiones del examen visual de los restos encontrados. A ver si me aclaro y cojo el hilo correcto para tirar de este condenado carrete.

—Si me lo permite, prefiero no adelantar acontecimientos.

—Carajo. Usted insinúa que los restos no son humanos y, sin embargo, mantiene una actitud aséptica, prudente, demasiado prudente.

—Voy a enseñarle una cosa, señoría —el agente Rajal extrajo de uno de los bolsillos de su chaqueta una gran lupa con el marco de latón dorado y el mango de nácar rosado; el policía hizo ademán de dirigirse hacia los botes que contenían los restos—.Tome y mire usted mismo, a ver qué le parece.

La lupa mostraba los restos gelatinosos de uno de los pies de la presunta doncella con tal detalle y blanquecina exactitud que provocaba un poco de grima y repugnancia. El juez repasó con la lente la parte visible durante unos breves instantes.

—¿Qué ha observado?

—Yo diría, por lo poco que sé de mujeres, que esta señorita no se depilaba. ¡Era una mujer peluda!

—A eso, precisamente, y a algo más nos referíamos el agente Voyer y yo. A poco que se observen los restos con detalle, cualquiera se percata de que tenemos tres extremidades con quince dedos, igual de largos, y que ninguno es pulgar. ¿Cómo es posible? Claro y en el botella. No son humanos. Más no quiero aventurar, de momento, ningún informe oficial. Para eso están los médicos forenses… Al menos los buenos, los que aprovecharon sus días en la Escuela de San Carlos.

A última hora, antes de abandonar las dependencias municipales y dirigirse hacia su casa, Manuel González dictó algunas providencias de carácter reservado que los periodistas no pudieron averiguar. También conferenció con el teniente de la Guardia Civil, D. Alberto García Fontanil, para transmitir y recibir las novedades del caso. De la larga conferencia también se guardó la reserva oportuna. Parece que nadie quería soltar prenda de un caso que alarmaba a la opinión pública. Sin embargo, los periodistas hacían cábalas suponiendo que la conversación giró en torno a los atestados realizados y a las citaciones de los traperos y buhoneros previstas para el lunes.



Luis de Sirval llamó por teléfono al Juzgado de Getafe desde la redacción del periódico La Libertad para intentar sonsacar alguna novedad o contrastar algunos detalles del caso. El secretario le aseguró que el juez ya se había ido a su casa, pero que tenía una información o, mejor dicho, una petición de rectificación que hacerle llegar de parte de los médicos forenses; igual que al resto de redacciones de Madrid. Por lo demás no había nada nuevo. El periodista insistió; de todas maneras pretendía una entrevista con el juez. La alarma social había empezado a extenderse con críticas, aún tímidas, a la labor policial, a la judicial, incluso a la periodística. España cenaba con un debate sobre los huesos del Terol.

—Ciertamente. Pero la entrevista, no podrá ser hasta la semana que viene —le aplazó el secretario—, yo se lo transmitiré en cuanto pueda, aunque el lunes es un día bastante complicado. Están llamados a declarar numerosos testigos del barrio del Terol y los interrogatorios nos ocuparán casi todo el día. Usted me llama a primera hora y le doy la respuesta de su señoría.

9 de marzo de 2017

Primeras noticias en la prensa del espantoso crimen que investiga el juez de Getafe

Getafe 1967. Ilustración realizada a partir de una fotografía publicada por  'Getafe al Paraíso'.

Jueves 8 de marzo de 1923

Al día siguiente los rotativos madrileños publicaban la misma noticia: «Se encuentran dos pies y una mano de una mujer». Tanto La Libertad como La Correspondencia de España dedicaban extensas crónicas al suceso dando cuenta de la actividad judicial y policial de manera objetiva y ecuánime, sin alardes, sin inventar nada ni provocar sensacionalismo... La información de los dos periódicos era exactamente igual, letra a letra, punto por punto, y había sido contrastada —por lo que el juez supo después de leer los periódicos— con la Dirección General de Orden Público. Los hechos se narraban, afortunadamente, sin alarmismo, descartando la relación con el pecho de Prado del Rey, dando cuenta del morbo y del cotilleo que el suceso había desatado en el barrio del sur de Madrid.

Los vecinos, según el autor de la primicia, no recordaban ningún hecho que tuviera relación con el macabro descubrimiento, ni habían visto nada sospechoso por aquellos parajes. La expectación era extraordinaria. Y pondría los pelos de punta al común de los mortales si la opinión pública no se hubiera insensibilizado con los horrores de la Gran Guerra y con el pistolerismo y los frecuentes asesinatos que se producían en Zaragoza y Barcelona. Sin embargo, el vecindario de Carabanchel Bajo se hallaba intrigadísimo, y se hacían muchos comentarios sin base, sin fundamento, puras fantasías que el periodista se había abstenido de reproducir. «Desde luego —acababa el plumilla—, la creencia general es que se trata de un crimen rodeado del mayor misterio».

El ‘Heraldo de Madrid’ iba más allá de la estricta información e intentaba desmontar la teoría de que fueran restos de otra operación quirúrgica. A finales de febrero se había encontrado, en la carretera que une Pozuelo y Carabanchel, un trozo de carne perteneciente, según el dictamen de los médicos que lo examinaron, a un seno de mujer.

El Heraldo, que se intentaba apropiar de una truculenta exclusiva, aseguraba que el resto de la prensa erraba y que el pedazo de carne era un despojo procedente de una operación quirúrgica. La opinión del diario se basaba en que los cortes parecían ejecutados por una mano experta con un bisturí afiladísimo. El vecindario de Pozuelo, la Guardia civil y el Juzgado de dicho pueblo, rechazaban esa posibilidad aunque el hecho aparecía poco claro. Las primeras pesquisas llevaron a los investigadores a buscar a unos individuos descubiertos cuando se disponían a quemar el pecho, huyendo al instante en un automóvil negro que, según se supo luego, había realizado más incursiones por aquellos campos.

Se suponía, en el improbable caso de ser el resto de una operación, que el cirujano de la operación se habría presentado en el Juzgado para explicar los hechos. Y no siendo así, se abría la posibilidad de que se tratase de un horrendo crimen, cuya víctima hubiera sido descuartizada, para ir arrojando o enterrando los trozos en diversos lugares a fin de borrar toda huella. Una versión que se mostraba igualmente verosímil.
Y ahora, se encontraban en Carabanchel dos pies y una mano cercenados, de la misma manera, a base de escalpelo y finísima sierra.

Era fácil rechazar la versión o teoría del Heraldo. Nada más absurdo que la porción encontrada fuera el despojo de una operación quirúrgica, ya que los médicos tienen el justo concepto de su misión. ¿No sería más fácil desprenderse del pecho enfermo a través de los métodos habituales de los hospitales?

Y además, si el pecho y los pies pertenecían al cuerpo de la misma mujer, ¡complicada era la dolencia de esta!, ya que hubo que amputarle todas las extremidades.

Convendría que los profesionales médicos hicieran público el protocolo que siguen para desprenderse de los despojos de una operación; sería importante para restar credibilidad a los que, para vender periódicos, faltando al respeto y ausentes de escrúpulos profesionales, atribuyen esas prácticas a los cirujanos.

La inexistencia de un análisis del Laboratorio de Medicina Legal y los escasos resultado de la Policía, que aún no había localizado al famoso automóvil, estimulaba las habladurías del vecindario de ambos pueblos, expectantes por saber si se trataba de un asesinato —la opinión más extendida y creíble— o si, por el contrario, eran el resultado de esas operaciones quirúrgicas clandestinas cuyos despojos se abandonaban por campos y cunetas como un regalo inaceptable.

Desde primera hora de la mañana el juez estuvo en el Juzgado organizando el trabajo y recibiendo llamadas telefónicas. La primera, tras el reparto de la prensa matutina, fue la del director de Orden Público, Sr. Carlos Blanco. El Gobierno pretendía que este tipo de sucesos tuvieran una solución rápida y satisfactoria. Para colaborar en ese objetivo, los dos agentes que había destinado a la investigación, los señores Rajal y Voyer, quedaban asignados como policía judicial a tiempo completo bajo sus órdenes. También le sugirió que manejara cordialmente el tema con la prensa. El día anterior, según le confió el general Blanco, no hubo más remedio que confirmar oficialmente la noticia a Luis de Sirval. Este periodista se acreditó como colaborador de La Libertad y como representante de una nueva agencia de prensa. Era muy importante, en los tiempos que corrían, según el Gobierno, atemperar las críticas de los periódicos más cercanos a los círculos republicanos y antialfonsinos.

Las dependencias del Juzgado de Instrucción y Primera Instancia del Partido Judicial de Getafe ocupaban dos lóbregos y húmedos despachos y una antesala de la planta baja del edificio consistorial de este municipio. Tras un otoño y un invierno lluviosos, las gruesas y descascarilladas paredes mostraban manchas de humedad y de moho que no desaparecerían hasta finales de la primavera, si esta última estación era seca; de lo contrario, el agua rezumaría de los paramentos verticales y entre las juntas de las viejas y desgastadas losetas del suelo, hasta el día de San Juan. La Corporación ya había decidido derribar aquel viejo e inhóspito edificio y construir uno más moderno y funcional. Incluso se rumoreaba con malicia sobre la elección a dedo del arquitecto del proyecto; así era siempre el método, por el porcentaje prometido bajo cuerda para los que partían el bacalao o por puro y simple nepotismo. Sólo faltaban, y no era poco, los cientos de miles de pesetas que costaría su construcción. Mientras tanto, el juez, el secretario y dos escribanos judiciales, se habían acostumbrado a los lúgubres conciertos de silbo y percusión que provocaba el viento al pasar por las rendijas que el tiempo y las inclemencias térmicas había producido en la madera y entre los junquillos que malamente sujetaban los vidrios que había en los ventanucos de las tres dependencias.

Los dos inspectores esperaban fuera, en el pasillo del Ayuntamiento. Tras el delegado gubernativo, llamó el teniente de Línea de la Guardia Civil. El teléfono negro del Juzgado echaba humo. El juez empezaba a tener la oreja caliente.

—¿Señoría? Soy Alberto García Fontanil, ten…

—Buenos días, teniente. Me complace saludarle. ¿Alguna noticia de la inspección del vertedero y de los alrededores?

—Le dimos tantas vueltas a la basura que hasta los vecinos, a cientos de metros, empezaron a taparse la nariz. Aquello es una auténtica porquería, el paraíso de las ratas del Terol. Francamente, es un lugar malsano e insalubre para la población cercana. Tras un buen rato removiendo la inmundicia, uno de los agentes encontró un hueso largo, en concreto parecía un fémur, con bastante carne adherida aún. Rápidamente envié el descubrimiento a los médicos forenses para comprobar si tenía relación con el caso que nos ocupa. A primera vista podía ser, aunque estaba algo putrefacto, un muslo del mismo cuerpo que los pies encontrados. Los dos médicos aseguraron que se trataba, efectivamente, de un muslo, pero no de una persona sino de un puerco, de un marrano o de otro animal, tras lo cual volvimos a arrojarlo de nuevo al vertedero. Imagínese usted el hedor y el asco… Esa ha sido la única incidencia y lo poco que le puedo contar. No hay pistas, huellas, ni indicios…

—Hace un momento me ha telefoneado el director de Orden Público, el general de brigada don Carlos Blanco, y me ha urgido a la resolución del suceso apoyándome en ustedes, en la Guardia Civil, y en los agentes que han asignado de manera exclusiva al caso, los señores Rajal y Voyer. Es importante que algunas parejas y algunos suboficiales del cuerpo visiten de manera inmediata y urgente a todos los traperos del barrio del Terol y del resto de los Carabancheles, incluso de Villaverde.

—Eso nos va a llevar tiempo… En los tres barrios hay más traperos, buhoneros, mercachifles y quincalleros que vecinos, aunque parezca imposible.

—Bien, veamos. En el suceso que nos ocupa, habrá que tener presente dos posibilidades; una que se trate de algún médico o estudiante, que no precisando esas partes del cadáver utilizado para las prácticas las hubiera arrojado a la basura.

—¿Y la otra?¿El crimen que…?

—También es posible, por desgracia, aunque de momento no hay noticias de personas desaparecidas. Esta línea de la investigación se la encargaré a los agentes Rajal y Voyer, en coordinación con ustedes, claro. Por tanto, no deben esquivar el interrogatorio de los vecinos que crean o que hayan visto algo sospechoso; estar atentos a los habitantes de la barriada del Terol declarados prófugos en los últimos meses por asesinato o por heridas de arma blanca, incluso agudizar el oído en las peleas conyugales que hayan traspasado las ventanas de las casas y sean pasto de la curiosidad de chismosas y correveidiles. En realidad, ahora mismo, no podemos descartar nada.

—Al momento doy las instrucciones precisas para que empiecen los registros, las inquisitorias y cuantas indagaciones podamos llevar a cabo con las parejas que tenga disponibles. El cabo primero Redondo coordinará todas nuestras tareas y le transmitirá a usted los resultados.

—Una última cosa, don Alberto. Quiero, además, que realicen atestados de cuantas intervenciones tengan y que citen, el lunes día 12 a las diez de la mañana en mi despacho de Getafe, a todos los traperos y buhoneros que viven en el Terol y que, por tanto, serán los que visiten de manera más regular ese vertedero; igualmente a los moradores de las casas que se levantan allí que hayan visto u oído algo extraño. Cuando tenga la relación de los requeridos, le agradecería que me la hiciera llegar. Adiós, y de nuevo gracias.
El juez colgó el teléfono y llamó al secretario.

—¡Señor Murias!

—¿Si? Señoría…

—Que pasen los agentes.

Gregorio Rajal y Enrique Voyer, los agentes Cuerpo de Seguridad y Vigilancia asignados por la Dirección General de Orden Público se encargarían de la investigación criminal. Eran una pareja dispar. Uno era flaco y joven; el otro, viejo y entrado en carnes. Uno, afeitado con largas patillas; el otro, con una barbita canosa de chivo, al estilo de las que se habían puesto de moda con la revolución rusa.

—Partiendo del lugar del hallazgo y suponiendo que los forenses estén en lo cierto, que se trata de un espantoso asesinato, habría, primero, que confirmar que no existan denuncias de personas desaparecidas que se pudieran ajustar a la descripción de la víctima; segundo, investigar en los alrededores de la calle Santa Isabel y Atocha los despachos de compraventa de cadáveres para fines didácticos de los alumnos o profesores de la Facultad de Medicina de San Carlos, por si hubiera alguna transacción desde las Navidades hacia acá del cuerpo de una mujer joven con los pies pequeños; y por último, girar visita a las casas de lenocinio más frecuentadas para averiguar, en esos ambientes, la existencia, o no, de alguna pupila desaparecida, incluso de algún escándalo marital o asunto de cuernos reciente.  Dedicación a tiempo completo, se llama eso. Coge la gaita: camina y sopla.

Tras despachar con los dos agentes de paisano del Cuerpo de Vigilancia, Manuel González dictó una providencia para que los huesos que no se habían enviado al Instituto de Medicina Legal se conservasen en alcohol o cualquier otra sustancia, para reservarlos por si fuesen necesarias ulteriores comprobaciones y, además, ordenó su traslado al Juzgado de Getafe.

Antes de la hora del almuerzo, interrogó otra vez a los muchachos que habían encontrado los huesos. No aportaron nada nuevo salvo que en un primer momento, antes de entregar los restos al alcalde de barrio, habían acudido a la abuela de uno de los zagales que jugaban la tarde del martes en el vertedero de El Blandón. La abuela de Perico aconsejó al atemorizado batallón infantil que no contasen a nadie el descubrimiento. Según la declaración y las palabras exactas de Jacinto, la vieja les dijo «que los pedazos de gente que habían encontrado eran asuntos del mismo demonio y que lo mejor era no meterse en embrollos ni cuitas que tuvieran que ver con muertos y criminales».

La declaración de los niños era pura anécdota, una vía que no llevaba a ninguna conclusión. La vieja chocheaba. ¡Carajo!


***


A primera hora de la tarde acudieron los agentes del cuerpo de Vigilancia, señores Rajal y Voyer. Trabajaban juntos desde hacía solo unos pocos meses. Gregorio Rajal era un hombre instruido en gramática y ciencias, con nociones de criminalística y criminología, leyes, psicología criminal, antropometría, dactiloscopia y toxicología entre otras materias. Era uno de los miembros más destacados de la nueva escuela de la policía científica. Su compañero, el señor Enrique Voyer, era más joven y parecía que estaba recién salido de la Escuela de Policía gubernativa, aún en proceso de prácticas. Uno era el maestro y el otro el pupilo. Rajal llevaba la voz cantante, y Voyer miraba y callaba.

—Señoría, buenas tardes.

—Buenas nos las dé Dios. ¿Ya están aquí, tan pronto?

—Es muy extraño. Tras dejarle a usted y planificar nuestro trabajo, a última hora de la mañana realizamos una inspección visual a los restos encontrados. Ha de saber que el tercer trozo, el que debería haberse enviado a Medicina Legal, según dispuso usted mismo, aún está en el Ayuntamiento de Carabanchel; eso sí, dentro de un bote de cristal con alcohol. No hay demasiada prisa ni agilidad por parte de los médicos de Carabanchel.

—¿Algo más más? Cualquier cosa ¿Una pista, un rumor…?

—Después de unas sencillas consideraciones y una observación superficial de los restos depositados en Carabanchel, nos tememos que podría haber algún error en la identificación de los huesos…

—Digan.

—No somos, en el momento actual de la investigación, los más indicados para avanzar una teoría alternativa. Lo repetimos, el tercer resto ya debería estar en el Instituto de Medicina Legal. Así, posiblemente, no tendríamos la sensación de que trabajamos en vano.

—Pero, ¿dudan ustedes del informe de los doctores Lejárraga y Urquiola?

—A simple vista hay indicios suficientes, por supuesto según nuestro análisis, que darían un giro inesperado a este caso… Creemos, con todo el respeto señoría y sin que transcienda esta opinión, que debería solicitar a los dos médicos titulares que vuelvan a estudiar los restos y que emitan un nuevo informe, ratificando o rectificando su primer dictamen.

—Carajo… ¿Y no me pueden adelantar sus conclusiones? Mañana exigiré a esos dos matasanos que se pronuncien de nuevo. Pero, demonios…

—Preferiríamos no adelantar acontecimientos, señoría. Pero si el tercer resto, el que parece una mano, pertenece al mismo cuerpo que los dos pies, sin duda alguna, no se trataría de una persona. Perdone usted la reserva de nuestras observaciones mientras los doctores realizan su informe. Pero es mejor así. Aún se puede apreciar, a pesar del deterioro, que los dedos de lo que parece una mano están unidos por una especie de membrana interdigital…

—¿Es un acertijo, tal vez? ¿Una adivinanza? ¿Y si la mano fuera de otro cuerpo…? ¿Qué? ¿Quieren decir que sería de un animal, de un pato o de qué…? ¿Cómo se podrían confundir los huesos de una persona con los de un animal? Bueno —terminó la disquisición el Juez—, ahora mismo llamaré a los señores Lejárraga y Urquiola para que ratifiquen o rectifiquen su informe. Ustedes, tomen con celeridad el procedimiento y las tareas que les encomendé esta mañana.

—De acuerdo, señoría.

—Antes de que se vayan, insisto, mañana viernes, a última hora de la mañana, con el nuevo informe de los dos matasanos, mantendremos una pequeña reunión. Ustedes, los doctores y yo para zanjar las dudas que ahora se ciernen sobre los huesos y el cuerpo del que formaron parte. Les espero. Si antes de esa hora tienen alguna noticia relevante sobre el caso, les ruego que me la comuniquen.

8 de marzo de 2017

Zapato pequeño, tacón alto


CAPÍTULO 14

Miércoles, 7 de marzo de 1923. Carabanchel

Tras el almuerzo se personaron los dos médicos titulares de los Carabancheles. El informe de los galenos era concluyente: en él se dictaminaba, tras un minucioso análisis y sin ningún tipo duda, que los restos correspondían a una mujer joven, de unos dieciocho años. Así lo hace suponer el tamaño, forma, estado de la piel y otras particularidades, que «desde luego —concluían los dos médicos—, el examen microscópico y un análisis detenido comprobarán plenamente». Por el estado de descomposición en que se encuentran, suponían, que las extremidades llevaban enterradas aproximadamente un mes. Según los dos facultativos, la deformación de los pies se debía al uso frecuente y prolongado de zapatos pequeños con los tacones muy altos. De esta primera inspección, dedujeron que fueron cercenados cuando la víctima estaba aún viva. Con respecto al tercer trozo, semejando una mano del mismo cuerpo pero no atreviéndose a certificar este extremo, recomendaban su envío al Laboratorio de Medicina Legal de Madrid.

Tras ordenar esta última diligencia con el trozo no identificado suficientemente, siendo las seis y media de la tarde, el juez instructor dio por terminados sus trabajos en Carabanchel regresando a Getafe. Estaba anocheciendo cuando el juez y el secretario, tras devolver el automóvil en el cuartel de Artillería, se despidieron hasta el día siguiente.



Miércoles 7 de marzo de 1923. Getafe

Manuel González se dirigió a su casa, desviándose de la calle Madrid, la calle principal del pueblo a fuerza de ser el camino obligatorio entre la capital y Toledo, en la misma Plaza del General Palacio. Dejó a un lado la Iglesia Chica mientras caminaba con paso rápido hacia la plaza de Canto Redondo y la calle de la Magdalena. Al llegar a su domicilio, el juez titular de Getafe besó a su esposa Mariña y a sus tres hijos, dos hembras y un varón, que le esperaban, como todos los días de diario, aseados y listos para la cena familiar. Manuel y Mariña se habían casado hacía diez años en la iglesia vieja de Ginzo bajo la advocación de la mártir Santa Mariña cuya fiesta se celebra, santo y cumpleaños de su mujer, el día 18 de julio. A él, sin embargo, le gustaba llamarla Maruxa.

Rápidamente se cambió el estricto traje negro que solía vestir fuera de su domicilio por una cómoda y alegre bata de seda china. La casa olía de maravilla, casi como la de su madre, allí en la aldea. Hoy tocaba el exquisito guisado de pulpo con arroz y papas de su tierra, una receta andaluza que cerca de Granada se cocinaba con boquerones y azafrán y que en la particular versión de los González se habían sustituido por el pulpo y el pimentón, recuperando, de manera casual, la esencia y el alma de la gastronomía gallega.

Cuando el juez entró en la cocina, su mujer estaba de espaldas; se quedó callado observándola de arriba abajo. Mariña se volvió suavemente, con un ligero movimiento de cintura, y encontró a su marido mirando fijamente hacia sus zapatillas, con la vista anclada en el suelo, absorto.

—No son nuevas. Ya deberías haberte dado cuenta. Las tengo desde la última Navidad. Y no fueron los Reyes Magos de Oriente...

—Ya, ya… No es eso. Estaba pensando en los pies pequeños de las mujeres…

—No seas picarón…

—Todo lo contrario. Es el trabajo. Ayer por la tarde me comunicaron el hallazgo de unos restos humanos en Carabanchel.

—¡Qué horror!

—Hoy tuve que desplazarme hasta ese barrio para dar inicio a las diligencias del caso. Por eso no he venido a almorzar. Se trata de dos pies y acaso una mano de una mujer joven, al parecer cercenados en vida, no imaginamos siquiera el cómo ni el porqué, suponemos solo que de manera atroz. Bueno, el caso es que los restos encontrados estaban excesivamente arqueados y desarticulados. Los médicos de Carabanchel achacan las deformidades de los dos pies al uso frecuente de zapatos demasiado pequeños, quizá una talla o dos menos que lo necesario, y con el tacón muy alto. Como a ti te gustan tanto los zapatos con tacones altos y finos, observaba…

—¿El qué? ¿Es posible que ellos puedan saber que esa desgraciada usaba zapatos pequeños y con tacón alto solo con ver unos huesos desarticulados? Puede que sea un crimen terrible, una ferocidad propia de algún demente, pero de ahí… a aprovechar el crimen para criticar la moda y la vestimenta femenina, va un trecho. Más parece que a esos medicuchos tuyos de tres al cuarto les molestan las mujeres elegantes, con bonitos, altos y afilados zapatos. Ya sabes cuál es mi prenda favorita y la que elegiría cualquier mujer antes que un traje, incluso antes que un sombrero, en un bonito día de compras. ¿Cómo se podría acudir al teatro o a la zarzuela sin un par de excitantes zapatos? Es ahí donde empieza la percepción masculina de lo femenino, y de ahí, subiendo despacio, con avidez, intentando prolongar las curvas estilizadas del zapato a las piernas y al cuerpo de la mujer, hasta el sombrero. ¡No sin mis zapatos preferidos! No es vanagloria ni presunción. Hay algo que va más allá de lo puramente llamativo, del reclamo, de la coquetería. El alma de una mujer tiene forma de zapato, con la punta roma o aguda, tan altos que producen vértigo, o bajitos, a ras de tierra, con el tacón afilado como un estilete, o anchos como la torre del oro de Sevilla, grandes como albarcas de pastor o pequeños como zapatillas de geisha. Esos médicos son… ¡tontos!, cariño. Dejemos este tema y vayamos a la mesa. Dejemos para mañana esos horrores, a los asesinos, a sus jóvenes y pobres víctimas y a lo que podría ser un crimen pasional por culpa de un par de zapatos seductores.

—¿Te burlas?...

—A lo mejor de tus sagaces doctores. Pero no del suceso. Rezo, desde ahora, para que descubras al asesino, lo juzgues y lo mandes lo más rápido que puedas al garrote; eso sí, después de cortarle los pies y las manos en vida y arrojarlos a un estercolero para que los devoren los perros.

—¡Carallo, Maruxa! No creo que podamos llegar a tanto, pero vayamos a la mesa, pues, y dejemos para mañana ese truculento asunto.


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Capítulo 14 de Las Muecas de los días

7 de marzo de 2017

El arte de la palanca

Fuente de la Plaza Carretas en 1939. Foto de Nandi Guisado Palacios publicada por cortesía del grupo De Getafe al Paraíso. Al fondo, casa del médico José Sánchez Morate



  
Getafe. Martes 6 de  marzo... de 1923

Manuel González y José Sánchez-Morate se dirigieron por la calle Madrid en dirección al Ayuntamiento. Era hora de recogerse. El doctor vivía en un chalecito de la calle Jardines, a tiro de piedra del Consistorio, frente a la plaza de Marcos Cádiz, un ensanchamiento al que daban las fachadas de varios caserones de arquitectura manchega, propiedad de algunos de los más ricos agricultores del pueblo. Entre ellos destacaba el que ocupaba íntegramente la arista norte de la plaza y que era propiedad del que fuera alcalde en 1915, Jacinto Cervera; una enorme casona con las fachadas pintadas en un color cálido, entre ocre y amarillo, con nueve ventanas contorneadas en blanca cal, rejas de forja negra, una puerta de nogal y un portón de cuatro metros de ancho. La plazuela, a la que todo el mundo conocía como de Carretas, debía su nueva denominación al cura párroco fallecido en 1911. Los concejales del Ayuntamiento, influidos por el secretario municipal, Felipe de Francisco, acordaron homenajear al cura otorgando su nombre al céntrico ensanchamiento y colocando dos placas de mármol blanco. Ligeramente desplazada del centro del espacio abierto, hacia la casa del exalcalde, se había construido una fuente con cuatro caños que servía a la vez para la recogida de agua de uso doméstico y como alberca para abrevadero de las caballerías, un remanso de aguas verdosas que emitía en las tardes de verano su rumor continuo de agua corriente, su cuádruple y poderoso borboteo como la música que mana de los jardines árabes.

El juez vivía en la calle Magdalena, la vía con más solera del pueblo, aunque en declive, pues en los últimos tiempos la travesía de la carretera de Madrid a Toledo a su paso por el municipio se imponía como calle residencial y comercial. La calle de la Magdalena, que además daba nombre al barrio, comunicaba la plaza homónima de la patrona del pueblo bajo cuya advocación estaba consagrada la iglesia parroquial con la plaza de Canto Redondo, cerca del límite donde empezaba el barrio de San Eugenio. La casa del juez estaba adosada a la de Concepción Recio, que poseía uno de los talleres de moda y sastrería con más prestigio de la villa. Cerca de allí, en la misma calle Magdalena, había otra pequeña fuente semicircular a la sombra de dos enormes árboles, dos recias y vigorosas moreras, adonde acudían las mujeres con sus peroles, cántaros, pequeñas ánforas y sus carretillas de una sola rueda para llenar las dos tinajillas de barro con las que iban equipadas. En sus proximidades se fundía el rumor del agua de la fuente y el murmullo de las conversaciones y los cotilleos de las mujeres que los días soleados y calurosos revoloteaban como las avispas en torno al frescor del agua y la sombra de los árboles. El trayecto hasta su domicilio hubiera sido más corto de haber torcido directamente desde la calle Madrid hacia la calle del Hospitalillo de San José que conducía, un poco más allá de la calle principal, al lavadero municipal. Sin embargo, prefirió dar el rodeo a la gran manzana en uno de cuyos lados estaba incrustado el centro de beneficencia, para acompañar a su amigo el médico y así, de camino, dar un paseo a esa hora del crepúsculo en el que la luna empieza a derramarse por los tejados.

Retomaron la charla mientras pasaban por delante del escaparate de la moderna pastelería de Amalio Martínez Izquierdo, y por las principales casas del pueblo, adosadas en los primeros números de la calle Madrid, hasta llegar a la lujosa y magnífica mansión propiedad de la familia del que fuera abogado insigne y alcalde de la Villa, Gregorio Sauquillo, asentada en la misma plaza del Ayuntamiento y que se había construido a principios de siglo con un estilo modernista sin renunciar al sabor de la arquitectura autóctona a base de filigranas de ladrillos de dos colores. Era, del Casino a la Casa de los Sauquillo, el único trayecto que estaba adoquinado como Dios manda. La calle Madrid y la de la Magdalena competían por ser las más importantes del municipio. Una en su vejez y otra en su juventud radiante. Durante el siglo XIX, la más señera había sido la de la Magdalena, antigua travesía hacia Toledo desde la calle Villaverde y que frente la iglesia se bifurcaba hacia Toledo y hacia Pinto. En ella estaban algunos de los comercios e industrias más importantes, como la fábrica de juguetes de Filiberto Montagud, las pompas fúnebres Benavente, modistas, cacharrerías, la casa de los párrocos; una calle que era recorrida por las más de treinta procesiones que se celebraban a lo largo del año. Desde los primeros años del siglo XX, sin embargo, fue la de Madrid la que asumió el papel de travesía del camino real arrebatando a la Magdalena el honor de arteria de la máxima categoría; además de la confitería de Izquierdo, en ella se habían instalado varias panaderías, dos hojalaterías, dos barberías, un taller de zapatería, un cedacero, una guarnicionería, una carpintería, una tienda de ultramarinos, una taberna y dos bares con pretensiones. Cada día era más caro y difícil instalar un negocio en la transitada calle de Madrid.

Caminaban el médico y el juez despacio, degustando el aire que bufaba la sierra de Guadarrama sobre el sur de la capital en los estertores del invierno. Era la suya una conversación recurrente en los últimos meses, vehemente y, a la vez, tediosa por estar más sobada que el culo de la Zurda. La situación del país parecía no tener arreglo, por doquier se divisaba un panorama desolador, sin apenas soluciones perceptibles. Los periódicos eran el reflejo de una nación fracturada con un sistema social caduco en el que el pueblo estaba cada vez más empobrecido y los ricos, cada día más ricos, cresos, inmunes a la situación del país, casi idiotizados en el cuidado de sus fortunas. A pesar de ello, al margen de las locuras anarquistas y las utopías socialistas, aún había vida, aún había esperanza. El juez empezó a hablar, si cabía, con más sigilo, bajando el tono de voz y deteniendo sus pasos en la misma plaza del Ayuntamiento, justo en la esquina desde la que se vislumbraba la plaza de las Carretas y se oía el borboteo de los cuatro caños y el vertiginoso rumor del agua que se vertía de la pileta al abrevadero.

—Me ha gustado lo que ha dicho Tiburcio. España no existe: ¡españoles reconstruyámosla! Es un joven muy avispado. Muy intuitivo. Tengo que confesarte que ya se ha iniciado esa tarea. Es cierto que algo importante se cuece por arriba, menos mal. A Dios gracias que hay quien se ha empecinado en construir de nuevo la patria, para renovar su antiguo esplendor, dar brillo y reverdecer los antiguos laureles. La España actual se refleja en los charcos de este pueblo. Las eternas disputas políticas, sin dar una solución a los problemas, la alternancia adormecedora de los gobiernos para aprovecharse de la misma podredumbre y corrupción, acabarán sin remedio con la convivencia pacífica. Las peleas pueblerinas entre la Piña, el gremio de Labradores y la Unión Obrera son el reflejo de lo que pasa en este país. El sistema se sostiene con los secretarios, que son en realidad los que mandan en los municipios, y con el refuerzo de la Guardia Civil. Los alcaldes y ediles figuran tan solo, por regla general, como representación de la aristocracia del arado y, como tales, qué más se podría esperar de ellos, ignorantes labradores. Nada por aquí, nada por acá —se señaló las dos partes de la cabeza el juez, negando a la vez con el gesto y con el vaivén de la cabeza—. Ya viste el reciente decreto del Gobierno regulando el sueldo de los secretarios y prohibiendo la percepción de ninguna cantidad más a la fijada, en ningún concepto. Ellos son la correa de transmisión del sistema, pero hay que poner límite a sus ambiciones y, sobre todo, a su codicia y a su deseo inmemorial e irrefrenable de aprovecharse de lo público a cambio de ser garantes del orden establecido y de mantener a raya a obreros, jornaleros, desventurados y miserables.

—¿Por qué dices que se cuece algo? ¿Qué es?

—El mes pasado tuve la ocasión de mantener una conversación privada con Carlos Vergara... Cailleaux.

—¿El juez?

—Sí bueno, es magistrado de sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo. Fue a finales de enero, durante un banquete en Madrid con motivo de la jubilación de su hermano mayor Marcelo como jefe de Administración de primera clase del Cuerpo de Abogados del Estado.

—Sí, lo leí en la prensa hace poco. Creo recordar que fue en algún número de El Globo del pasado mes de febrero en el que se hacía eco del decreto publicado en La Gaceta sobre su jubilación.

—Supongo que sabes que los dos hermanos nacieron aquí en Getafe...

—Su padre fue el que vendió los terrenos a las Ursulinas para la construcción del colegio de la calle Madrid. Por esa razón, supongo, la calle que comunica la de Olivares con la de Sevilla y llega hasta la puerta del convento se denomina Vergara. Eso tengo entendido. ¿No?

El juez asintió con la cabeza e interrumpió un momento su argumento para explicarle a su amigo el tema de las monjas. Las Ursulinas pertenecen a la Sagrada Familia de Burdeos, una Congregación fundada hace algo más de cien años, exactamente en 1820, por el sacerdote Pedro Bienvenido. Las hermanas llegaron a Getafe desde Madrid en 1857 de la mano de Manuel Vergara, el hermano mayor de la Congregación de San José. Instaladas desde un principio en el Colegio Virgen de Loreto de Madrid, acordaron con la junta de beneficencia del Hospitalillo de San José hacerse cargo de la atención a los enfermos por la respetable cantidad de 6.600 reales anuales de la época con la condición de atender los gastos de manutención, vestido y lavado de ropa, la sacristía, la cocina y la alimentación de los hospitalizados. Ese contrato duró un par de años. Los terrenos sobre los que empezaron a levantar un nuevo colegio de señoritas fueron adquiridos por la orden a la misma familia Vergara. El negocio era redondo. Por aquí sale de una Congregación hacia otra Congregación y por aquí, entre misa y misa, entra a la talega de los Vergara. Hasta la beneficencia y las obras pías civiles están manchadas por el velo negro que oculta el latrocinio, el envilecimiento y la deshonestidad.

—¿Quién controla las cuentas de esas guaridas de curillas y beatos meapilas? —remató Sánchez-Morate con cierta sorna la disquisición sobre los terrenos de las monjas.

—Exacto. Volviendo al tema que nos atañe, me extrañó —continuó el juez con la confidencia que estaba a punto de revelar a su amigo— que en el homenaje a don Marcelo solo estuviera el secretario del Ayuntamiento. De hecho, los secretarios municipales de la provincia de Madrid estaban casi todos. Ellos son las columnas en las que descansa la estructura del Estado español, la red de gobierno que propugnan liberales y conservadores; desde el presidente García Prieto, seguidor de las ideas de su suegro y paisano mío, Montero Ríos, que en paz descanse, al jefe de la oposición, Sánchez Guerra. Y el de todos los gobiernos, sean del signo que fueren, que quieran subsistir, lo que los socialistas califican, no sin cierta razón, con el adjetivo de clientelar y caciquil. Y no es peyorativo. Es la realidad más cruda de la España rural. Lo sorprendente es que no estuviera Juanito, el alcalde, pues había muchos ediles y jueces de la provincia. Hablamos un buen rato y me confió que se está preparando un cambio de timón. Un golpe de autoridad contra la política decadente que nos desgobierna, sin que importe mucho el futuro de la Monarquía. Eso me produce una cierta desazón pero es inevitable. La Corona se ha ganado el rechazo popular a pulso.

—Los Vergara y los Gómez de Francisco no son, que digamos, buenos amigos; ni tienen relaciones cordiales, y diría que ni siquiera se llevan. Lo de siempre, rencillas rusticanas, discordias y desavenencias sobre las lindes y la propiedad de las tierras. Y gracias a Dios que se saludan, al menos en la iglesia con las devotas imágenes como testigos.

—Bueno, a lo que vamos, Pepe, que se nos hace tarde. Resumo. Los militares están preparando un golpe, un puñetazo en la mesa. El ejército está cansado del deterioro de su imagen desde que se perdieron las colonias hasta la dichosa guerra de África; sobre todo tras las críticas de la prensa más cercana a posiciones liberales, socialistas y anarquistas que han tomado como referencia para su ataque el informe elaborado por el general Picasso. Por lo poco que ha trascendido, en ese documento se determinan las responsabilidades del alto mando por los sucesos de Melilla, concretamente de los generales Silvestre y Navarro, muertos en el desastre de Annual, y también del alto Comisario en Marruecos el General Berenguer; incluso se deja entrever los intereses económicos de la Corona. Negligencia y negocios por los que han derramado su sangre más de 14.000 soldados, la mayoría mozos de reemplazo sin formación militar, sin una alimentación adecuada, sin el apoyo de la intendencia, sin sanidad militar... ¡Y eso si no  son más!; se habla de veinte o treinta mil muertos, ¡quién sabe! El debate del Parlamento a finales del año pasado sobre las presuntas responsabilidades y el suplicatorio para procesar al General Berenguer han sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia militar. Artera y maliciosamente se filtró en el momento justo a la prensa para desprestigiar al Ejército y al Rey. Es una locura. A Alfonso XIII que le den, se ha dicho. Su tiempo se ha acabado.

—Sí, creo que algún periódico ha lanzado el rumor de que «el Africano» estaba dispuesto a abdicar, transfiriendo el trono a su hijo.

—Eso es una mentira interesada. En todo caso, desde algunos diarios se está preparando socialmente el golpe. ¡Apañados estaríamos! ¿A cuál de sus hijos podría dejar al frente de los destinos de España? ¿Al príncipe de Asturias, Alfonso, un imberbe hemofílico de 16 años del que se dice que es impotente, un muchacho, además, con una formación insuficiente? ¿Al infante Jaime, un año menor que el otro y sordomudo de nacimiento? ¿A alguna de las dos infantas, Beatriz o María Cristina, dos niñas? ¿Al infante Juan, de 10 años? ¿A Gonzalo, del que se dice que también es hemofílico? Los Borbones están podridos. Si España fuera monárquica, que empiezo a dudarlo, parece que está condenada de nuevo a buscar entre los príncipes extranjeros un candidato ideal. La dinastía de los Borbones Battenberg está débil, como la rama seca de un árbol a la que apenas llega savia que la nutra; muerta, putrefacta. Lo mejor que podríamos hacer los españoles, antes de que la Monarquía nos aboque a un precipicio sin salida o nos lleve a un nuevo desastre como el del 98, a un cataclismo político, a una desgracia nacional, es podarla. Eliminar la rama.

—¿Y, adónde nos dirigimos? ¿Cuál es el destino de la Patria? ¿Qué se pretende imponer, un régimen fascista copiado de la nueva Italia? ¿Hará Alfonso como el rey Víctor Manuel, que ha entregado todo el poder a Mussolini? Si se mira lo que ocurre a lo largo de los Apeninos surgen los chistes sobre la imperiosa necesidad de adquirir la correspondiente camisa negra. ¡Y que sea de once varas!

—Dejemos las gracias —casi le susurró Manuel González a su amigo José Sánchez-Morate.

—¿Tal vez se piensa girar hacia un régimen comunista como la Rusia de Lenin? ¿España necesitaría organizarse en sóviets? No creo que sea bueno, ni que seamos capaces…

—En efecto, entre la montaña y la llanura no se vislumbra un paisaje amable. Desde el renacimiento y, luego, durante la revolución francesa, la Montaña agrupaba a la gente selecta, a la aristocracia y a la gran burguesía, y la Llanura se llenaba con la muchedumbre o proletariado, como está de moda decir ahora; debajo de la Llanura estaba el Pantano. Imagina un estanque sucio lleno de ambiciosos, egoístas, corruptos, oportunistas y aventureros que votan en función de oscuros intereses, siempre a caballo ganador, o se mueven siempre en la misma dirección que sopla el viento de los acontecimientos. ¿Esa es la alternativa?

—No creo que sea bueno atender solo a la codicia de los privilegiados ni a las necesidades de los obreros y campesinos. Y menos, seguir el juego a los tahúres del pantano.

—¿Crees que las elecciones generales convocadas para el próximo 29 de abril serán la solución al problema de España? Según Carlos Vergara estas serán los últimos comicios de la restauración borbónica. Ahora, el presidente del Gobierno es Manuel García Prieto, del partido liberal. En la oposición está José Sánchez Guerra del partido conservador. El próximo, tras las elecciones, será José Sánchez Guerra o Manuel García Prieto. ¡Qué más da!

—¿Y quién es nuestro Benito Mussolini?

—El movimiento está liderado por el capitán general Primo de Rivera, el único que se ha manifestado públicamente en contra de la absurda guerra de África, aunque detrás de él hay numerosos sectores sociales que consideran acabado el sistema político actual. Su ideología es simple y pura actitud patriótica.

—¿Habrá nuevas elecciones o, por el contrario, estamos abocados al partido único como en Italia o en Rusia?

—Vergara me aseguró que el nuevo Gobierno será una especie de directorio que solo estará al frente de los destinos del país durante unos meses, los necesarios para apartar de la escena a los políticos que arruinan a España y constituir un Gobierno de técnicos, juristas y economistas honrados que dé término a la conflictividad social, al nacionalismo regional exacerbado, al pistolerismo empresarial o sindical y al anticlericalismo galopante. Se trata de profundizar en las ideas de un cierto regeneracionismo como el que se extendió tras el desastre de la pérdida de las colonias, que acabe con el caciquismo y restablezca el orden social. Dios, Patria y Rey, aunque este último desaparezca o sea una mera figura decorativa.

—¿Qué papel juega Vergara en todo ese tejemaneje?

—Carlos Vergara, y su hermano Marcelo, dependen políticamente de José Calvo Sotelo, quien como sabes es uno de los jóvenes valores del maurismo. Destacó en la secretaría de don Antonio. Tras un primer fracaso en las elecciones de 1918, y comprobar en sus propias carnes cómo funcionaba el caciquismo gallego, resultó elegido diputado en 1919 por el distrito de Carballino, en Orense. Sus intervenciones en el parlamento contra la tiranía de los caciques fueron notorias, aunque hace dos años le hicieron volver a perder el escaño. Al igual que los dos hermanos Vergara, Calvo Sotelo aprobó las oposiciones para abogado del Estado, aunque mi paisano lo hizo con el número uno de su promoción y una puntuación nunca antes obtenida por candidato alguno. Es en ese ambiente de la abogacía del Estado y del maurismo donde se forja la confianza personal y política. Calvo Sotelo es hijo de juez. Este joven es el alma ideológica del movimiento. Desde hace años boga por aprobar una reforma imposible de la administración local.

—¿Calvo Sotelo es un fascista? ¿Es monárquico o republicano? ¿Es primorriverista?

—Don José firmó hace un par de años el manifiesto de la Democracia Cristiana que en España promovió inicialmente Se¬verino Aznar. Asegura que sus convicciones son democráticas, pero por eso mismo, creo yo, que abomina del régimen político imperante. Sobre todo se muestra como enemigo de la decadencia y la corrupción de la clase política, del gobierno tácito de los caciques en el mundo rural y, por ello mismo, partidario de una profunda reforma de la administración municipal.

—Bueno, ahí sí que hay tela que cortar y enemigos que batir, reticencias y fuerzas ocultas que harán todo lo posible para que fracase. ¿Qué quieren los Vergara?

—Calvo Sotelo le ha prometido a Carlos Vergara, una vez que se produzca el cambio, un cargo importante en la nueva estructura del Estado; podría ser que tuviéramos aquí un secretario de estado, imagina un ministro nacido en Getafe o, llegado el caso, algún otro cargo importante. Los Vergara son una familia poderosa que ha llegado hasta lo más alto del escalafón jurídico de este país.

—Se trata de una buena palanca ¿No? Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo... —el médico sonrió mientras dejaba en el aire un suspiro lanzado al futuro. De sobra conocía el anhelo íntimo de su amigo el juez de triunfar en la política.

—Ya veremos… —el juez dejó en el aire la frase, sin poder ocultar tras los vidrios de las gafas un pequeño brillo de esperanza y ambición en el fondo de su mirada. Habían llegado a la puerta del chalecito del doctor Sánchez-Morate—. Los sueños están hechos de una materia frágil y traslúcida, nebulosa. El futuro es inescrutable, no está escrito para nadie. De momento, lo que tengo, aquí y ahora, es un crimen por resolver. Es hora de recogernos en casa.

—Sí, claro. Bueno, Manuel, hasta mañana. ¿Nos veremos en el Juzgado?

—No creo. Mañana, este asunto de los huesos me ocupará casi todo el día en Carabanchel.

Oscurecía. Espesos nubarrones ennegrecían, aún más si cabe, el cielo de Getafe. El juez de instrucción siguió caminando pensativo por la calle Jardines hacia la calle Magdalena donde tenía su domicilio, una buena casa de dos pisos que había alquilado cuando llegó al pueblo y que en el siglo pasado había pertenecido a la familia del Intendente de la Armada Ignacio Negrín, fallecido en Getafe en 1885 y que había destacado por su versos marineros, con viento en popa, salpicados de espuma, sal y brea al estilo romántico de la época. Curioso, pensó el juez con una cierta desazón e intranquilidad: el poeta del mar, varado en este puerto sin mar.


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Capítulo 7 de la novela Las Muecas de los días. Fotografía superior publicada por cortesía de su propietaria y del colectivo De Getafe al Paraíso

4 de marzo de 2017

Getafe 1923: un lío de huesos

Parroquia y eras de Getafe. Fotografía desde la manga de la Base Aérea. Colección particular de Manuel de la Peña. Postal del periódico Acción Getafense editada con motivo de Expo Getafe '96.



Crimen y seducción

Martes 6 de marzo de 1923

El secretario del Juzgado de Instrucción de Getafe entró en el Casino La Unión de manera impulsiva, azorado, con la expresión llena de pavor, llamando la atención de casi todos los presentes. Subió rápidamente las escaleras que conducían al salón de recreo y, con la respiración fatigada, se paró delante de la mesa. Miró fijamente a Manuel González Correa intentando desviar hacia sí el interés del juez, sin decir ni una sola palabra, mientras se agitaba inquieto. Cuando el juez levantó la vista y captó la expresión de aquel pequeño y sibilino burócrata con sus ojos de comadreja adivinó que algún suceso grave venía a alterar la tranquilidad de aquella tarde de finales del invierno de 1923. Aquel hombre era, cabalmente, un ave del mal agüero. El responsable del partido judicial de Getafe dejó las cartas boca abajo sobre el tapete verde y se levantó de la mesa donde solía pasar la tarde de los martes jugando con algunos de los más destacados vecinos de la villa, como eran el doctor José Sánchez-Morate, el escultor y empresario Filiberto Montagud y el procurador e hijo del que también fuera procurador del Juzgado de Getafe, Tiburcio Crespo.

En la mesa de al lado, el alcalde de la villa, Juan Gómez de Francisco, el procurador Luis Sanz y dos de los destripaterrones más ricos del pueblo levantaron la vista de sus jugadas y azuzaron las orejas como lebreles intentando cazar la noticia. Un teniente y dos suboficiales del 2º regimiento de Artillería Ligera fumaban cigarros y bebían aguardiente mientras le tiraban los tejos a María la zurda, la camarera, en forma de piropos, requiebros u ocurrencias, que ella esquivaba con gracia, por la izquierda y por la derecha, mientras movía sus caderas entre las mesas de los parroquianos, con picardía y ritmo de marcha militar, en un desfile de va y viene tan poco marcial como excitante.

El magistrado leyó de un vistazo la nota que le había alargado el secretario. El mensaje estaba escrito con torpe caligrafía: «Carabanchel, a seis de marzo de 1923. A la atención del señor don Manuel González, Juez de Instrucción del Partido Judicial de Getafe. A primera hora de la tarde de hoy, unos niños han encontrado unos huesos semienterrados en un campo de labor cerca de sus casas en el barrio del Terol, en Carabanchel, que al parecer se corresponden con los pies de una persona. A primera vista parecen humanos. Los huesos, algo descompuestos, están depositados en las dependencias del Ayuntamiento de Carabanchel, según han convenido el alcalde del barrio y el juez municipal. Quedamos a la espera de sus noticias y de lo que decrete en sus primeras diligencias. Ignacio Igartúa. Secretario del Juzgado municipal de Carabanchel».

—¿Quién ha traído este aviso?

—El Cabo Deleito, señoría. Parece que el alcalde del barrio de Carabanchel, don Claudio Hernández puso los hechos en conocimiento del cabo de la Guardia Civil del puesto de allí, Teófilo Redondo. Este llamó por teléfono al comandante de puesto de aquí y él mismo me lo acercó hasta mi domicilio. Es el inconveniente de vivir cerca de la casa cuartel. Al parecer, y dada la urgencia del tema, aunque sea tarde, esperan instrucciones de usted.

—Bien, acérquese a las oficinas del Juzgado, por favor, y llame por teléfono a los dos puestos de la Guardia Civil para confirmar que el mensaje me ha llegado y que mañana a primera hora, en cuanto tengamos a nuestra disposición un automóvil, esperemos que nos lo preste el Regimiento de Artillería como en otras ocasiones excepcionales, nos personaremos en Carabanchel para iniciar las actuaciones. Localice también al juez municipal de Carabanchel para que cite al alcalde del barrio, don Manuel Lucas, al médico titular y a su colega, el secretario del Juzgado municipal, señor Igartúa, a quien corresponda de la policía gubernativa y al teniente de línea de la Guardia Civil de Carabanchel, don Alberto García Fontanil. Habrá que llamar también al Regimiento de Artillería Ligera para solicitar un automóvil con un conductor todo el día de mañana.

—Ahora mismo me acerco al Ayuntamiento y telefoneo a los interesados. No se preocupe por lo del coche —tranquilizó al juez—, yo me encargo de tramitar la solicitud con el oficial de más alta graduación que esté disponible a estas horas en el cuerpo de guardia del Ligero. Esperemos que el Coronel lo autorice lo más temprano posible. Bueno, estoy seguro de que no habrá ningún problema.

El 2º Regimiento de Artillería Ligera, destinado en las dependencias del acuartelamiento de Getafe, estaba comandado desde el año anterior por el coronel don Salvador Orduña Odriozola, una persona agradable. El cuartel de Artillería se había construido en Getafe gracias a la influencia y a la intervención del director general de la Guardia civil Romualdo Palacio ante el Ministerio de la Guerra. El acantonamiento ocupaba un enorme solar al final de la calle Madrid, en las últimas estribaciones del casco urbano donde el trazado nuevo de la travesía de Toledo a Madrid se bifurcaba dejando a la derecha el antiguo camino a la capital del reino, justo enfrente de la fábrica de cartuchos metálicos y de la hermosa finca Villa Rafael que había sido propiedad del bravo general.

El que fuera Capitán General de Puerto Rico había atesorado, además de una fortuna ingente, bastante prestigio en las altas instancias militares y cortesanas. Sin embargo, las lenguas más pícaras y maliciosas del pueblo malmetían en los corrillos de cafés y tabernas con insinuaciones sobre la honestidad de sus negocios y propagaban murmuraciones indeterminadas sobre presuntas corruptelas. Los pequeños infundios se divulgaban de tal manera que acabaron por ciertas todas las patrañas que se inventaban, llegando a cifrar en una buena comisión su intermediación en la venta de los terrenos destinados al cuartel de Artillería. ¡Quién sabía! De lo que no cabía duda era que Palacio se distinguía como uno de los vecinos ocasionales más influyentes de la capital del partido judicial.
Además de la finca frente a los terrenos destinados al acuartelamiento, el que fuera director de la Guardia Civil tenía una casa de veraneo cerca de la antigua Plaza de la Feria, hoy llamada Plaza del General Palacio, que durante algunos años, y tras la muerte del mítico y heroico general, albergó la casa cuartel del cuerpo en la localidad. El militar supo aprovechar su crédito, su fama y su honor.

La relación entre el cuartel de Artillería y los habitantes del pueblo se había ido ajustando y acomodando en buena vecindad; todos los jefes y coroneles al mando de las distintas unidades de Artillería destinadas en Getafe desde 1904, el cuarto Ligero, el quinto Montado, el décimo Montado, el primero Ligero y, hasta este último, el segundo Ligero, mantenían una actitud amable con el pueblo, sin rechazar la colaboración generosa cuando la necesidad apretó, ayudando en lo posible al municipio cuando los problemas superaban la capacidad del Ayuntamiento y a los vecinos de la Villa en época de calamidades, desastres y hambrunas. Como contrapartida, el pueblo recompensaba a los artilleros con su simpatía. De hecho, en ese destino tan próximo habían cumplido el servicio militar numerosos quintos del pueblo y también, de manera recíproca, algunos de los militares destinados en él acabaron rindiéndose a la simpatía de las getafeñas. Vecinos al fin.

El secretario del Juzgado de Getafe giró su cuerpo delgado y flexible dando la espalda a Manuel González y, a paso rápido, desapareció tras la puerta acristalada del casino en dirección al Ayuntamiento en cuyos bajos se alojaban las exiguas, tristes y lóbregas dependencias del Juzgado, el calabozo y la minúscula vivienda del alguacil. Todos los clientes que a esa hora de la tarde permanecían en el saloncito del Casino supieron que algo grave había pasado en la demarcación del juez González, sin conseguir captar, ni adivinar siquiera, la naturaleza del suceso. Quizás algunos sospecharon que se había producido un altercado de orden público, una pelea con navajas o un robo, como los que se venían denunciando en los almacenes instalados cerca de la estación del tren; incluso, dada la gravedad del rostro del secretario judicial, realizaron conjeturas sobre alguna eventualidad o siniestro de carácter político: un atentado anarquista o, llegado el caso, un asesinato.

Manuel González regresó a su mesa y recogió las cartas. Las volvió a mirar. Levantó la vista y percibió la mirada inquisitoria de sus tres amigos. Relajó los hombros y volvió a dejar los naipes sobre el fieltro verde, sin mostrar su suerte.

—¿Algo grave? —se atrevió a indagar el joven Tiburcio Crespo.

—Así parece. Les ruego discreción sobre este asunto. Ya sabe de lo que hablo, don Filiberto —se dirigió con la mirada al escultor barcelonés afincado en Getafe—. Hace tiempo que usted abandonó la prensa, pero cualquier comentario sobre este asunto puede conducir a noticias alarmantes, incluso tendenciosas y preocupantes. No tengo ninguna duda que correrá la tinta en los próximos días, pero, aun así, pienso que es necesario que sucesos como el que me acaban de comunicar, de una gravedad criminal, se administren al público en general una vez que estén prácticamente resueltos y cocinados, aclarando los posibles misterios y deteniendo a los presuntos culpables con celeridad; y sea así más fácil su digestión social. No soy partidario de la excesiva transparencia, ni de facilitar el trabajo en demasía a sus amigos de la prensa; cada día que pasa los lectores están más cansados de la falta de profesionalidad, de la tendenciosidad y del partidismo de la prensa. Sin fuentes informativas fiables, y la mayoría de las veces sin necesidad de contrastar los sucesos, para así modelar sin límites ni cortapisas las historias que demanda un cierto público, sádico y morboso, incapaz a estas alturas del siglo de escandalizarse con nada, una legión de plumillas emborrona todos los días el áspero y amarillento papel prensa con sus horrendos crímenes, sus críticas simplonas, populistas, y sus falacias.

—Tiene mi palabra —aseguró Filiberto Montagud llevándose la mano al lugar del pecho que encierra el corazón—, desde hace tiempo no me interesan los periódicos como actividad creativa ni empresarial. Solo mi familia, mi mujer y mi hija Luisita, el arte, el football y la fábrica de juguetes.

— Si, pero...

—Desde 1918 —continuó Filiberto—, el mismo año que llegó usted a Getafe, no tengo ningún interés por la prensa ni por la política. Ninguno de esos dos negocios, por lo visto, está hecho para alguien como yo que tiene la manía de pensar por su cuenta, criticar lo que creo que está mal y llevar la contraria. Me considero una persona honesta, discreta cuando hace falta y cabal, aunque en los ambientes más populares prevalece la opinión, extendida por algunos de nuestros más exquisitos y cuerdos vecinos, de que estoy como una cabra. Antes de volver a dedicarme a la política, menudo oficio ese de concejal, o editar otro periódico, instalaría una fábrica de botones con pasta de paja y jabón. ¿No tiene gracia? Sería la séptima u octava industria que montase en este pueblo… Aunque si tengo que elegir, prefiero alejarme de la multitud y concentrarme en mi familia, en la pintura y en la escultura.

—Yo… —intentó justificarse Tiburcio—, ya sabe usted, don Manuel, que lo de la prensa era una iniciativa de mi padre, en gloria esté, una vocación que no he heredado. Ya no le interesa ni a su socio, el procurador Luis Sanz, que también ha acabado con su escarmiento particular a costa de la prensa local.

—Ya sé, ya sé, bueno… Parece que unos rapaces, ¡qué carajo!, unos muchachos... —empezó su confidencia el juez, haciendo pequeñas pausas y bajando el tono de la voz aunque sin disimular su acento gallego— han desenterrado unos huesos mientras jugaban en un terruño de labor de la parroquia de Carabanchel Bajo, en concreto unos pies cercenados que podrían pertenecen a una mujer.



—¡Qué atrocidad! ¿Será el resto de algún estudiante de medicina? O, quizás, este hallazgo podría estar relacionado con el pecho de la mujer que encontraron hace unos días en la carretera de Pozuelo a Carabanchel, cerca de Prado del Rey… —se aventuró de nuevo el curioso Filiberto Montagud.

—En estos momentos no podría asegurar ni desmentir nada. Podría ser un resto de una de esas prácticas que realizan los alumnos de la facultad de Medicina. Yo aventuraría, en una primera reflexión, casi una intuición, que no hay relación alguna entre el hallazgo de Pozuelo y este de Carabanchel; pero habrá que esperar a la inspección ocular que realizaremos mañana y al informe del forense de Carabanchel. Parece que estos nuevos restos que se han encontrado hoy están bastante descompuestos, al contrario que el resto hallado en Prado del Rey.

—¿Se sabe algo más del caso de la mama? —requirió Montagud.

—Según las conclusiones preliminares de la policía —continuó el juez—, el resto arrojado junto a la carretera de Pozuelo podría ser el despojo de una operación en la que se extirpó el órgano a una víctima de esa terrible enfermedad que afecta a las mujeres en los senos. Los investigadores creían haber identificado a la mujer, aunque por las últimas noticias que tengo aún no se ha confirmado; todavía se desconoce quién, cómo, dónde y el porqué. Nadie entiende el episodio. Suponiendo que el residuo hallado fuera un mero apéndice quirúrgico, ¿por qué arrojarlo a la cuneta de un camino de mala muerte? Los investigadores están perplejos, no encuentran una explicación lógica al suceso. No hay sospechosos, ni motivos, ni víctima. No hay caso. ¿Para ocultar una mala praxis, un error médico? La única certeza de los agentes de Vigilancia asignados al caso, en base a los testimonios recogidos, es que se arrojó desde un automóvil negro. Y poco más.

Manuel González Correa se quedó mirando a su amigo el doctor José Sánchez-Morate, esperando que añadiera algo, que confirmara su discurso, o incluso que avanzara alguna hipótesis que aportase algo de luz al misterioso caso de la teta de Pozuelo. Al fin, él era el médico titular forense de Getafe.

—¿Tu qué piensas, Pepe?

—Coincido contigo. Personalmente creo que no puede ser el resto de una operación quirúrgica realizada en un hospital o clínica. Nadie de la profesión se atrevería a arrojar eso a un barbecho.

—¿Y lo de los pies de Carabanchel? Mañana podrías venir conmigo hasta allí para inspeccionar los huesos…

—No. No debo ni siquiera ir, y menos interferir en una demarcación que no es la mía. Es una noticia espeluznante pero seguro que mañana, a la vista de los restos, tendrás una idea clara de los hechos. Con el estudio de mis colegas de Carabanchel será suficiente para que empieces la investigación. En Carabanchel hay dos médicos, titulares forenses a la vez; dos mejor que uno para contrastar opiniones. Se trata de un informe fácil, aunque la piel y la carne estén descompuestas y los huesos desarticulados. No creo que haga falta ni tan siquiera mandar los restos al Instituto de Medicina Legal para su examen.

—¿Alguna cosa más que deba tener en cuenta?

—Es conveniente, eso sí, que los forenses, además de estudiar los restos con detenimiento y cuidado, habiliten su adecuada conservación, por si finalmente hubiera que enviarlos al… En estos casos hay que aplicar escrupulosamente el método y extremar la prudencia.
—Sí, sí, claro; conservar los restos en formol.

—Sin embargo —intervino Tiburcio Crespo—, muy a pesar suyo, de sus lógicas reticencias con la prensa, no creo que un hallazgo de este calibre tarde mucho en circular por las redacciones de los periódicos. Lo más probable es que esta misma noche los tipógrafos compongan un fantástico texto sobre la mujer asesinada y hecha trocitos, una historia al infame gusto de una parte del público más idiota y cruel —sentenció el joven procurador.

—Esa es, me atrevería a confesar, mi mayor preocupación. Es increíble la rapidez con que se filtran todas estas noticias a la prensa. Los intereses políticos, económicos y la línea editorial de esos periodiquitos, generalmente de tendencia socialista y republicana, no dejan títere con cabeza, no respetan nada. Ni a dios ni al rey. Cada vez que se produce un episodio de estas características, allí están como pájaros de mal agüero. Espero que el asunto no haya llegado tan pronto a oídos de una de esas maliciosas salas de plumillas y mañana desayunemos con las primeras informaciones del suceso, sin rigor alguno ni fundamento, sin contrastar la información, o con alguna versión fantástica de unos hechos inventados: una historia trágica de amor imposible, como dice usted Tiburcio, una mujer joven y bella, un crimen terrible por despecho y, finalmente, un cuerpo ensangrentado y despezado para condenarlo al infierno de los sumarios no resueltos.


—¿Cree usted que podríamos estar ante un nuevo caso Landrú? El caso del pecho de Pozuelo, los pies de Carabanchel… ¿Un Landrú español? —indagó Tiburcio Crespo.

—¿El Barba Azul francés? No, creo que no; vamos, espero que no amigos. De momento solo tenemos los pies de una sola víctima. Y espero que así se confirme. Con una muerta tengo bastante. De momento y definitivamente, aunque a los periódicos sí les convendría un asesino en serie, un enfermo mental como el Landrú ese, pero español, un ‘Don Juan’ criminal que fuera incluso más astuto, y capaz, semana tras semana, de asesinar a sus numerosas y fáciles conquistas, hacerlas desaparecer y, así, gracias al suspense y a la ineptitud de la policía y de los jueces, aumentar las ventas de los diarios. ¡Carajo, un encantador, viril y castizo Landrú! Solo eso nos faltaba…

—Un crimen como el que nos ocupa tiene esa atracción morbosa —intervino con aplomo Tiburcio Crespo—, que incita y desata las lenguas de las viejas, provoca el sensacionalismo de la prensa y extiende el miedo por los padres de las niñas... Imagine usted, don José —se dirigió al doctor Sánchez-Morate antes de volverse hacia el juez con su habitual alegato político—, comentarios y publicidad que hay que evitar para que el sistema no sea blanco de las críticas burdas y anticipadas de los socialistas. En estos asuntos urge la discreción, luego la resolución y, al final, la divulgación del trabajo bien realizado y el reclamo de los méritos contraídos…

—Pero, bueno Tiburcio, no se salga usted de la linde, ya se aleja otra vez como la tangente... —le recriminó amistosamente Filiberto Montagud.

—Vale Filiberto, lo reconozco, ‘touché’. Sin embargo, don Manuel lleva razón con lo que sostiene de esos panfletos. España necesita disciplina. Y creer. Los políticos, los sindicalistas, los periodistas, incluso los jueces, la sociedad en su conjunto, todos caminamos hacia el abismo. Cada día nos impresiona menos el asesinato, la bomba o el último tiroteo de Barcelona. Un día son los sindicalistas y otro los patronos. Ese es el pan nuestro de cada día en este país. Y si no hay guerra en Marruecos, peor. Desde el asesinato de Dato esto marcha hacia un destino fatal. Se rumorea que es posible que cambie de una vez por todas, y pronto. El sistema se desintegra. La mayoría de la clase política, provista de una moral escasa, destila el nauseabundo olor de lo putrefacto. Nuestros políticos son la representación cabal de la decadencia. Cada vez son más numerosos los ciudadanos para quienes la restauración de la monarquía borbónica ha sido… —Tiburcio bajó ligeramente el tono de voz al darse cuenta de lo aventurado de su discurso—, un error histórico de primera magnitud. Los casos de corrupción, incluso con la implicación o, al menos, la connivencia de la misma Corona, están a la orden del día. Desde el Desastre de Annual, la organización política del Estado no cumple con los objetivos previstos. Avanzamos hacia el desastre. El Gobierno, del color que sea, se mantiene gracias al caciquismo, la corrupción que infecta a la clase política y las tramas clientelares de las que se nutre el raquítico capitalismo ibérico; mientras, solo de momento, los obreros, los campesinos y los pobres se mueren de hambre protestando contra el inalcanzable precio del pan. Es una situación explosiva, un disparate casi irremediable. Alguien tendrá que decirle a nuestros compatriotas: españoles, el estado no funciona. España no existe. Reconstruidla. Delenda est monarchia.

—Bueno, bueno, Tiburcio, ¡calle, por Dios! Dejemos la política de lado y los problemas irresolubles de la pobre España, sobre todo teniendo en perspectiva un terrorífico asesinato o una serie, quién sabe. Recordad, amigos, que el famoso caso Landrú está reciente. Aún gotea la cuchilla de la guillotina tras cortarle el pescuezo a ese engendro humano, esa criatura diabólica —volvió a retomar la conversación Filiberto Montagud sobre el caso del homicida francés—. Tal ha sido la notoriedad, la huella o la impresión social que ha dejado el suceso, que aún hoy es frecuente la representación de obras de teatro en Madrid y Barcelona con argumentos extraídos de la sanguinaria y cruel vida de este uxoricida múltiple.

—¡Muy bueno Filiberto! Uxoricida: el asesino de su esposa. Hace ahora poco más de un año —aseguró el procurador Tiburcio mientras intentaba recordar con más exactitud—, creo que en la madrugada del 25 de febrero de 1922, Henri Désiré Landrú, que así se llamaba el monstruo, fue ejecutado en Versalles con el instrumento favorito de los franceses: la terrible, inapelable y silbante guillotina. Landrú ha pasado a la historia como uno de los más terribles asesinos en serie de mujeres. La propia prensa del país vecino le denominó el Barba Azul de Gambais, por la pequeña población situada a unos cincuenta kilómetros de Paris donde instaló su fatídico nido de amor. Lo cierto es que los franceses tienen esa elegancia y esa finura que les hace únicos, ya sea en los lances de amor o en la ejecución de los reos. En España habría hecho falta un poco más de guillotina y menos garrote vil; un poco de democracia, al menos, en la pena máxima. Quizás, si en el momento histórico adecuado se hubiera utilizado la cuchilla para limpiar la corrupción y la degeneración de la Monarquía, como en Francia, no estaríamos desahuciados como pueblo o como nación.

—No siga por esa senda, Tiburcio, ya se vuelve a desviar del tema otra vez. ¿Se ha empeñado en convencernos con su prédica antiborbónica? Sea bueno… Volvamos al famoso criminal gabacho. La verdad es que seguí de cerca el caso por la prensa —afirmó el juez mientras movía la cabeza, no se sabía si afirmando o dudando—. El tal Landrú fue condenado, tras más de dos años de proceso, por el asesinato de diez mujeres con las que se había casado para desplumarlas y por el del hijo de la primera de ellas. Los periódicos trataron el tema con demasiada indulgencia hacia el incriminado, que se permitía hacer bromas y contestar de manera irrespetuosa a los testigos y a los miembros del jurado. Recuerdo que la prensa hablaba del «encanto» de Landrú. En una de las noticias, ya con el juicio muy avanzado, se aseguraba que seguía teniendo centenares de enfervorecidas damas que pretendían desposarse con él. No se concibe mayor estupidez. Con frecuencia decepciona la condición humana, no por las pobres infelices sino por el papel de la prensa al elevar la estatura moral de cualquier asesino.

—La leyenda de Barba Azul deriva de un cuento de Perrault —añadió el joven Tiburcio Crespo en un ejercicio de ilustración y buena memoria—, un escritor francés del siglo XVII. En la narración, la última de las siete mujeres del rico y aristócrata Barba Azul consiguió entrar en un cuarto al que tenía prohibida la entrada, poniendo en peligro su vida, y se encontró con un espectáculo siniestro. El suelo estaba ensangrentado y los cadáveres de sus antecesoras en el lecho del asesino pendían de ganchos anclados en las paredes, El cuento tiene, a pesar de su terrorífico tema, un final feliz. Parece que Perrault se basó en la historia real de un noble bretón del siglo XV llamado Gilles de Rais.

—Es una hipótesis fabulosa, poco probable, pero sí —dijo el doctor Sánchez-Morate—, podría haber alguna relación, lejana en todo caso, entre ambas historias. Las víctimas son, en los dos casos, mujeres. En el caso del homicida francés, tras su detención, la policía descubrió en su casa de Gambais varios kilos de cenizas en las que los forenses del caso encontraron restos de cuatro esqueletos distintos de los once crímenes que se le imputaban. Entre los huesos que los forenses señalaron en sus investigaciones había fragmentos de cráneos, dientes y un fémur que el perturbado caza viudas quemaba en una estufa.

—¿Reconoció los asesinatos? —le pregunto Filiberto al médico de Getafe.

—El asesino no confesó ninguno de los crímenes y declaró, intentando despistar al jurado, que los huesos pertenecían a varios animales, entre ellos algunos perros y gatos. Presumía que había conquistado a cientos de mujeres, que se había casado con diez de ellas y que, eso sí lo reconocía, las había robado y estafado, pero de ahí a matarlas… La psicología criminal tiene pendiente aún, en el caso del Barba Azul francés, y en otros parecidos, un riguroso trabajo que desvele el misterio que suscita esa mente desequilibrada, fría y egoísta.

—Henri Désiré Landrú era solo un estafador y un asesino impío, sencillamente —intentó zanjar el juez—, con una motivación puramente económica. Sus víctimas respondían al mismo perfil: viuda, bien situada económicamente, sola y necesitada de protección y cariño. Fíjense —recalcó—, que la historia de ese enfermo mental, hijo del mismo demonio, empezó en torno al año 1914, cuando la gran guerra empezó a desolar a Europa y a llenar los países contendientes de viudas y solteras sin expectativas de matrimonio. La policía francesa estimó que entre 1914 y 1919, cuando fue detenido, había engañado y posiblemente asesinado a casi trescientas mujeres. Aunque eso último nunca se pudo demostrar. Además de los huesos —se dirigió a su amigo el doctor Sánchez-Morate—, los fiscales basaron gran parte de su acusación en un cuadernillo donde el muy imbécil y tacaño Landrú anotaba todos los gastos que le ocasionaban sus conquistas, relacionando, incluso, el precio y las fechas de los billetes de ferrocarril entre París y Gambais que utilizaba solo o en compañía de sus amantes.

—Pero Landrú, haciendo gala de su nombre de pila —quiso avivar el debate el pintor, escultor, escritor y empresario Filiberto Montagud—, a pesar de su aspecto de hombre endeble, calvo y de mirada diabólica, fue un hombre deseado por las mujeres, con fama de conquistador y de hombre encantador que le duró hasta el mismo momento de su ajusticiamiento. Incluso se podría pensar que dio, si no amor, al menos felicidad a aquellas mujeres desesperadas. ¿Saben cómo conseguía las citas con sus víctimas el demente?...

Los tres compañeros de mesa miraron expectantes a Filiberto no sabiendo si se trataba de una pregunta o de una formalidad retórica previa a la inminente continuación del relato. A pesar de las dudas que provocó con su pausa el artista barcelonés, fue otra vez el joven Tiburcio el que contestó a la pregunta.

—Recuerdo que se publicó en algún diario. El primero de mayo de 1915 publicó un anuncio por palabras en el periódico Le Journal que decía algo así: «Señor de 45 años, sin familia, y con una situación de tantos mil francos, desea casarse con una señora de edad y situación análogas». Recibió más de 5.000 cartas. Era una obra maestra del novísimo arte de la publicidad. ¡Cinco mil señoras ansiosas de acompañar hasta el altar a aquel caballero distinguido y rico! Viejas, jóvenes, viudas y solteras, guapas y feas. Las francesas suspiraban por aquel personajillo con barba de profeta, perfil de pájaro y ojos achinados que las enamoraba. ¿El amor es ciego, doctor?
—Más que eso, Tiburcio. El amor es un diosecillo estúpido —aseguró José Sánchez-Morate.
—¿Y cómo seleccionaba a sus víctimas el astuto y lunático Landrú —requirió Filiberto intentado esclarecer algunos recovecos de la asombrosa historia—, con esa ingente cantidad de pretendientes por hacerse merecedoras de sus favores?

—Rechazó, ciertamente, muchas peticiones. No le importaba la belleza ni la edad, estudiaba sus perfiles psicológicos y, sobre todo, fijaba su atención en la posición económica de las víctimas: sus propiedades y su renta; a la mayoría las desechaba marcando sus cartas con una SF…

—¿SF?

—Sin Fortuna… Pobres, de rentas exiguas, viudas menesterosas más necesitadas que él mismo. Era un repugnante enfermo mental, un depravado asesino de mujeres.

—Esos enfermos morales no están locos en la acepción más popular de la palabra, no les falta ninguna tuerca, no es un problema físico —aseguró el doctor Sánchez-Morate—. Son personas que mantienen sus funciones intelectuales en perfectas condiciones, pero con una clara disfunción en su conducta social, quizás provocada por dañinas y nefastas influencias durante la infancia, y acrecentadas por un ambiente familiar disgregado y con evidentes ausencias afectivas. No sienten remordimientos. Utilizan a las personas como cosas, como objetos, para satisfacer sus deseos o para obtener sus intereses, sin importarles lo más mínimo las normas de la sociedad, las buenas costumbres o el bien común.

Con respecto a esa cierta altanería del personaje —continuó el galeno getafense—, hay que pensar que esta patología moral, por decirlo de alguna manera, una acepción de la psyco pathos que dirían los griegos, les lleva a una sobrevaloración de su persona, a una cierta idea de superioridad intelectual sobre los demás miembros de la sociedad a fuerza de saber captar con habilidad las necesidades de los demás. Están dotados, en general, de un cierto encanto, se muestran inteligentes y no sufren depresiones ni crisis nerviosas.

—¿Un asesino de estas características deber ser imputado por la justicia y ejecutado o, por el contrario, habría que mandarlo a Leganés o a Ciempozuelos?

—Hay un cierto debate sobre ese tema, yo creo que los franceses hicieron lo correcto. Juzgarlo y ejecutarlo. No se debe justificar el asesinato, la violación, la estafa, o cualquier otro delito cometido por estos enfermos morales, por la ausencia de control de sus actos. En general, estos sujetos se muestran proclives a mentir de manera compulsiva y manipuladora. Una personalidad como la de Landrú mantiene la conciencia de sus actos, y podría haberlos evitado, aunque luego se muestre incapaz de aceptar responsabilidad alguna sobre ellos. Están exentos del sentimiento de culpa y del razonamiento moral al que nos debemos como parte de la sociedad. Y ello no debe ser un atenuante. Esta enfermedad se manifiesta en la esfera de los sentimientos, del carácter o de las costumbres.

—Pero, ¿cuál era su secreto como seductor? ¿Ninguna de las mujeres sospechó de sus fines últimos? ¿No percibieron esa desviación o enajenación moral?

—La seducción es el principal instrumento de estos perturbados; es, por decirlo de alguna manera, el mecanismo, la herramienta que les facilita sus afrentas o delitos. Es una relación que va y viene. Landrú enviaba su mensaje y recibía el eco con las apetencias de sus víctimas. El degenerado encantador necesitaba, para cumplir sus fines, el acuerdo y la complacencia de las mujeres a las que luego asesinaba. Ellas, quizá, necesitaban vivir engañadas, aun sabiendo que aquel hombre no era todo lo sincero y amoroso que aparentaba.

Durante unos instantes los cuatro integrantes de la partida quedaron absortos, recordando el fantástico caso de Landrú.

Esto se ha acabado —pensó el juez de Getafe—. Ahora tenía en perspectiva un caso de verdad para investigar, aquí, en su distrito. Los pies de una mujer muerta y, a lo peor, un Landrú español, unas pesquisas que le librarían durante unos días de los tediosos edictos, las diligencias burocráticas y de otras tareas propias de secretarios venidos a más. Por fin —pensó el juez, mientras se levantaba de la mesa y recogía su abrigo y su sombrero—. Habrá que actuar con diligencia, rapidez y eficacia, para anotarse el mérito en la trayectoria profesional. Manuel González, en sus deseos más íntimos, no descartaba abandonar la judicatura y aventurarse en la política, algo para lo que necesitaba, además de algunos apoyos (que ya había empezado a labrarse), una relación de méritos perfectamente documentada. Un trabajo bien hecho podría llevarle al ascenso hasta una buena audiencia provincial y, desde allí, catapultado por los resortes de la amistad y del dinero, a algún cargo con más enjundia, como diputado, gobernador civil o, incluso, ministro. ¡Quién sabe!

—Señores, permitan que me retire…

—Por supuesto —respondió Filiberto Montagud abriendo ligeramente los brazos intentando expresar la pena que sentía y lo irremediable de la partida del magistrado al comprobar que ya había empezado a levantarse de la silla.

—Mañana tendré un día largo y complicado. Si el caso que abordo hoy, y el resto de las ocupaciones me lo permiten, volveremos a reunirnos el próximo martes. En caso contrario, es muy probable que no retomemos nuestra tertulia hasta después de la Semana Santa. De todas formas, si Dios quiere, nos veremos en la misa de doce, en los oficios y en la procesión del Viernes Santo. Buenas noches señores.

El doctor José Sánchez-Morate aprovechó la retirada del juez y se levantó de la mesa casi a la misma vez.

—Se disuelve la reunión señores. Adiós —se apresuró el médico a despedirse de Tiburcio y de Filiberto mientras acompañaba al juez hasta la puerta de salida.

—Adiós —se despidieron a dúo los dos contertulios. Mientras observaban al médico y al juez alejarse hacia la puerta, apuraron sus bebidas, sendas copas de coñac Sorel, y encendieron pausadamente dos brevas de contrabando de las que llegaban de Orán, elaboradas por Juan March, el gran pirata del Mediterráneo, mejores y más baratas que las suministradas por la Arrendataria a los estancos. Durante un buen rato, mientras consumían sus cigarros, Tiburcio y Filiberto continuaron en el Casino enfrascados en una manida e interminable conversación sobre los males de la nación.

El Casino, situado en la céntrica y comercial calle Madrid, era el lugar donde se reunían los personajes más liberales del municipio, oficiales y suboficiales del regimiento de Artillería y algunos de los más destacados miembros del Gremio de Labradores. El Casino era la alternativa más democrática y liberal a la aristocrática y masónica Nueva Piña. La tercera opción era la Unión Obrera, por el contrario, lugar de reunión de los jornaleros del campo y trabajadores de las incipientes industrias asentadas en el municipio. Antes y, sobre todo, después de regresar del tajo, se repletaban de vino barato o de aguardiente mientras soñaban con un mundo sin pobres, intentando olvidar por unas horas la dura realidad y el precio del pan. Allí, la crítica al patrón y la idea de la revolución prendían como el fuego en el pecho de los miserables haciendo crecer el descontento como la espuma de la cerveza en un vaso estrecho; un campo para sembrar el comunismo y, a su vez, caladero donde los anarquistas captaban a los elementos más radicales.

Getafe era aún, aquel año de 1923, la frontera de la urbe y el agro español; puerta de entrada a la árida llanura y, salvadas las vegas de Aranjuez, anticipo del páramo manchego. Desde finales del siglo XVIII había existido un reflujo de grandes personajes, pintores, militares, dramaturgos, poetas y escritores que instalaron su residencia permanente en Getafe o que adquirieron hermosas casonas para disfrutar largas temporadas en busca de sus famosos aires sanos que describiera el diputado y escritor Pascual Madoz en su famoso Diccionario Geográfico Estadístico Histórico de los Pueblos de España editado en 1847.


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NOTA.— Capítulo 6 de la novela Las muecas de los días


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EN BIBLIOTECAS: En Bibliotecas públicas de Getafe, Leganés, Fuenlabrada y Parla.

VENTA EN PAPEL+: Las muecas de los días. 254 páginas. Encuadernado en rústica con solapas y cosido con hilo. Apéndice con fotografías. Depósito Legal: M-36456-2015. ISBN: 978-84-940059-3-0. PVP: 18 euros. Distribuye: directamente el autor.