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25 de agosto de 2017

Sara Hernández y la tabla de las brujas

Sara Hernández está o estaba de vacaciones. No desvelaremos el sitio, y no lo haremos bajo la excusa de la seguridad de la primera edila; sencillamente, y parece suficiente razón,  no lo sabemos, ni nos interesa para el  propósito de este pequeño relato de política ficción. La isla es un pequeño paraíso mediterráneo. Las islas son siempre el destino preferido de los habitantes del interior.

La alcaldesa de Getafe, imagine el lector,  pasa estos breves días alternando el mar y los paseos por  el interior, un paisaje de pinos y algarrobos, que confiere una peculiar  estampa al idílico lugar. Algo de ejercicio y un poco de lectura, un hábito abandonado por el poco placer que le ocasiona y por las múltiples ocupaciones políticas, razón suficiente para justificarse. No preguntaremos por su último libro. Eso es fácil de inventar. Ahora, sobre la mesilla de noche descansa, abierto como un abanico, 'Discursos sobre la primera década de Tito Livio', un libro editado por  Gredos que abre la puerta a la política moderna en tiempos de los Médici. Qué nivel. Sara quiere consejo y nadie mejor que él.  Sin confesarlo, se identifica con Niccolò di Bernardo dei Machiavelli; ambos, funcionarios de vocación, son republicanos, a pesar de la aporía que se suscita entre  la obra que  tiene de cabecera y su libro de más éxito, El Príncipe.

Muchos son los problemas que la acucian para acudir al escritor florentino. No será la falta de liderazgo en el PSOE-M la causa de su defenestración;  cuando Pedro Sánchez levantó su dedo federal para apoyarla  como lideresa de los socialistas madrileños, ya sabía que era una traidora. Sara había desertado de las filas de Tomás Gómez la misma noche de su cese, cuando aún era un político de cuerpo presente.   Tomás Gómez también sabía que era una traidora cuando la ayudó en su pelea con Pedro Castro.  «Yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla».  

Sin embargo, antes de anunciar su retirada en esa carrera de 'coches locos' en que se han convertido las primarias socialistas de Madrid, piensa que tiene que negociar con José Manuel Franco y el sector sanchista las condiciones de la rendición, una capitulación con honor... El verdadero peligro no está en perder el cargo del PSOE-M.  Dudan los sanchistas si repetirá como candidata a la alcaldía de Getafe; el fin del triunvirato. Algunos piensan que aceptará, para lo mal que lo está haciendo en todas partes, ser una diputada del montón.   «Cuando se hace daño a otro es menester hacérselo de tal manera que le sea imposible vengarse».

Además, por si fuera poco, además de la arisca y rebelde Mónica, la primera edil socialista de la historia de Getafe en pasarse al grupo de no adscritos,  tiene el problema de la imputación de Ángel por el tema de los 25 despidos de LYMA. El código ético firmado por todos los candidatos antes de las elecciones le obliga a dimitir y a renunciar a su acta... Y aquí el problema vuelve a no ser ese. La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Qué nos importa a nosotras el torpe de Ángel, el problema es que la siguiente en la lista es la misma de siempre, Ángeles Guindel. Y eso sí es un inconveniente según descubrió  el Cifu,  en el facebook cuando lo de Mónica podía acabar en un corrimiento en la lista y  no, como fue y sigue siendo, un grano en el culo.

Hoy ha fracasado en su intento de pescar un pulpo debajo de las aguas cristalinas aunque ha disfrutado de un día relajado. A la caída del sol, cuando las lagartijas verdes se solazan en la cerca de piedras ha organizado una cena fría para sus amigas y confidentes en el gobierno municipal de Getafe; ya saben, Cristina y Silvia. Y al final, incluso, podría acercarse Concha. Parecía que gobernar era más fácil cuando al frente de las operaciones estaba Pedro Castro ¡Qué fácil era ver, aunque en silencio, los errores,  y estudiar las soluciones! Sin embargo, ahora, los problemas  y los fallos en las decisiones tomadas durante los dos últimos años se acumulan a la puerta de la alcaldía.  ¿En qué se había equivocado? Los sanchistas acechan no solo en Madrid; también en Getafe. «Cuando se hace daño a otro es menester hacérselo de tal manera que le sea imposible vengarse». 
Hay que despejar el camino. Ya se han acabado las vacaciones; es el momento de empezar el tercer curso de la legislatura; el último no cuenta, es campaña. Y no solo no hemos hecho nada trascendente sino que arrastramos problemas internos y externos, judiciales y de mala relación con la fuerza que apoyó su elección como alcaldesa.

Después de la cena, las tres mujeres se toman unos chupitos de un licor 0,0 que había en la estantería. Quizás estaba 'aliñado' porque al momento empezaron a desvariar ligeramente. Ante el cúmulo de problemas y decisiones, una de ellas, cualquiera qué más da,  propone jugar un rato a la güija. ¿Sabes que en realidad se llama ouija? Sí, oui —sí en francés— y ja, sí en alemán. Aunque desde su invención se la denominó 'tabla de las brujas'. Ja, ja, ja... eso la tabla de las brujas.

Y para empezar,  las tres se han concentrado en convocar a alguien docto. Sara asegura que le gustaría conectar con Maquiavelo. Ojalá el escritor florentino estuviera de cuerpo presente para llevarlo de reunión en reunión como asesor.   La traidora y sus consejeras analizan la situación política intentando  concretar las preguntas más acuciantes. ¿Tendrá consejo el pensador florentino para los problemas de la política moderna?    Ya no valen los consejitos y las filtraciones de los dalton, esos asaltacaminos que van y vienen, mercenarios de la pluma o, inmejorablemente retratados por una de las que tiene la 'oreja caliente', prostitutos de la información. Así quedan retratados en su hábitat natural: dando vueltas y más vueltas en el pesebre con el dizfraz de periodistas. ¿A lo mejor, otro buen pellizco de dinero público podría salvar la imagen de la alcaldesa en los abandonados barrios de Getafe?

Sin embargo, y a pesar de la corrupta inversión en publicidad para los amigos,  ahora, las contingencias hacen necesario un asesor, no de confianza —eso sería impensable quizás para una traidora—, digamos solo de una cierta capacidad intelectual y con algunas lecturas políticas relevantes.  En los tiempos que corren, hasta vulgares y engreídos personajillos de la trampa adelante ejercen de analistas y consejeros políticos. Así le va a la primera edila, rodeada de una pequeña corte de lisiados morales, sacuartos y aprovechados. Como la de los Borbones en tiempos de María Cristina (la Regente).

Evidentemente, dejando a un lado  a los  inanes apátridas políticos, nadie mejor que Nicolás para tal misión. Conocedor de que la virtud no siempre triunfa, es el único que puede aconsejar a la jefecita de los socialistas madrileños en sus decisiones. Nadie duda de su próxima renuncia a  la secretaría general de los socialistas madrileños para no acabar como gallina sin cabeza. Se constata aquello de que los cobardes, del género que sean, ofenden antes al que aman que al que temen. N-e-g-o-c-i-a- ele-a-erre-ene-d-ic-c-i-ó-ene... La tacita se mueve con rapidez sobre la tabla. La condición para dar un paso atrás y apoyar a Franco ha de ser, sí o sí, que se comprometa a no apoyar a ningún candidato ni candidata en las primarias de Getafe. De lo contrario dará la batalla. Si ganó Pedro Sánchez sin el apoyo del aparato, no será ella menos, ¿no?. Sara quiere volver a presentarse a las elecciones municipales a riesgo, incluso, de volver a bajar el listón y batir su propio récord con los resultados más bajos del PSOE de los últimos cuarenta años...

Abandonado, aunque aún disimule, ese ilusorio liderazgo del PSOE-M, Sara Hernández podrá centrarse en los muchos líos que se le amontonan en la puerta de la alcaldía.  Al desbarajuste de una ciudad sucia e insegura, con una grupito de ediles incapaces de gobernar a pesar de los cargos de confianza, se le viene encima la cuestión del concejal imputado. No es baladí; sí, imputado, sin ambages en las notas de prensa. Y eso es un auténtico problema político y moral. Según el código ético firmado por los candidatos a ediles del PSOE antes de los últimos comicios, en el caso de estar imputados y abrirse juicio, todos se comprometían a dimitir. Y lo firmaron públicamente. Y ese es el caso que afecta a Ángel Muñoz, el concejal responsable de LYMA.  Tiene que dimitir.  Los hombres son tan simples, y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña encontrará siempre quien se deje engañar. De lo contrario, ¿qué valor se le concederá a las promesas de los socialistas getafenses? Solo hay una salida, o quizas dos: dimisión o... ¡Nicolás, aparece y dinos! T-i-e-n-e-q-u-e-d-i-m-i-t-i-r.

Por una parte, la imputación del edil es un auténtico despropósito que agrega otra mancha indeleble en la legislatura, pero, por la otra, la dimisión es imprescindible para seguir apretando [políticamente] a los ediles del PP imputados. ¿Y si no quiere dimitir, porque se ampara en la presunción de inocencia? Vaya, tenemos un problema. El ambiente de claroscuros incita a ver visiones. Quizás Niccolo está entre nosotras.

La situación de Ángel Muñoz es la consecuencia de la política aplicada por el gobierno presuntamente de izquierdas (PSOE-IUCM) tras el escándalo desatado en Lyma por el cobro (otra vez presuntamente) fraudulento de las ayudas sociales que establece el convenio colectivo del Ayuntamiento y de sus empresas públicas con facturas falsas. Una pillería de la que no se ha conocido el alcance total ni el trasfondo. La alcaldesa optó por dar un escarmiento en la figura de los barrenderos; no en la de su amiga y consejera Cristina González que se ha aprovechado más de los recursos públicos que los despedidos de Lyma. Hay que recordar que Sara Hernández lleva toda su vida laboral chupando del bote municipal, salvo un pequeño periodo que lo hizo como becaria en UGT. No aprendió ni siquiera el sitio en el que se tenía que ubicar, al lado, no en contra de los trabajadores. En fin, ya había comprado una de las máximas del pensador florentino: «un gobierno eficaz no debe tener piedad»;  y así ha sido, eso sí con los más débiles. Maquiavelo se repite: «Castigar a uno o dos transgresores para que sirva de ejemplo es más benévolo que ser demasiado compasivo».

Ninguno de sus inanes o inanas, estériles, aficionados y engañabobos consejeros acertó en el diagnóstico o en la solución al problema. Y ahora los tribunales andan dando la razón a los trabajadores... Si se readmitiera a todos y esa quisiera quitar la querella contra el 'escobas',... todo se arreglaría fácilmente; igual que pasó con la querella de Ángel Torres contra ella, contra Vico y contra el papanatas de Santos.  Si no llega a ser por el fabuloso convenio que Pirri puso encima de la mesa, estaríamos fuera de juego político. H-a-y-q-u-e-s-e-r-z-o-r-r-o...—la güija dicta la sentencia, aunque Cristina añade las disyuntivas de género— bueno o zorra, p-a-r-a-c-o-n-o-c-e-r-l-a-s-t-r-a-m-p-a-s-y-l-e-ó-n —o leona— p-a-r-a-e-s-p-a-n-t-a-r-a-l-o-s-l-o-b-o-s —y lobas.

Cada vez que se prevé tormenta con los ediles electos [en cualquier partido], como ya pasó en el PSOE esta legislatura con la insurrecta Mónica Cerdá, los más rápidos del lugar acuden a las listas presentadas para saber quién sería el  sustituto del edil o edila en cuestión. Ese es el problema que se plantea con el edil de la limpieza de Getafe. La siguiente en la lista sigue siendo la misma; Mónica Cerdá no dejó el acta, solo adquirió la condición de  no adscrita. La que aparece en el umbral, a la puerta del salón de Plenos, en caso de baja de alguno de sus compañeros, es Ángeles Guindel, número nueve de la lista del PSOE, colocada precisamente detrás de Ángel Muñoz. Una candidata que no es precisamente de la misma cuerda de Sara Hernández, sino todo lo contrario. El orden de la lista se presenta como una cuestión  más  del incierto crucigrama de problemas planteado.
Así, entre las brumas de la noche, las tres mujeres se durmieron en compañía del espíritu de Maquiavelo.

Al asomar los primeros rayos de sol por la ventana del este, Sara llamó a sus amigas y, alborozada, las abrazó. Habéis visto, era fácil. Nicolás nos ha dado la solución. La Guindel no puede entrar de concejala; ya nos valdría, como si no tuviéramos suficientes problemas. Es mejor, como ha sugerido Maquiavelo, que Ángel no dimita, que se muestre arrogante y ofendido. Él es inocente hasta que se demuestre lo contrario. En esa tesitura, solo podremos abrirle un expediente y... Y  Ángel se va [temporalmente] al grupo de no adscritos con Mónica. Pero, eso sí, todo pactado; tendrá que seguir votando igual que ahora, con la misma disciplina. Él se siente socialista, no hay duda. Hará lo que digamos. Si sale absuelto, —ya nos lo trabajaremos con la fiscalía—, alabado, lo reincorporamos y listo; si, por el contrario, lo condenan, allá él, que haga lo que quiera, aunque hay que intentar que no entregue el acta. «La política es el arte de engañar». Maquiavelo.




20 de agosto de 2017

Adéu Ripoll, adéu


La investigación de los recientes atentados en Barcelona y Cambrils ha conducido hasta Ripoll, donde vivían los jóvenes terroristas y donde fueron  reclutados y adiestrados en pocas semanas por el imán de la localidad. Ripoll es noticia por ser el epicentro, cuna y escuela, de un buen puñado de serpientes asesinas, quizás víctimas también, envenenadas ellas mismas por el odio y la radicalidad religiosa.

La noticia me ha provocado, además de la consternación por lo inesperado y por la crueldad de los terribles sucesos, el recuerdo de esa zona enclavada en el corazón del Pirineo oriental donde residí dos años, poco más o menos, repartidos entre Ripoll y el cercano Camprodón, oportunidad funesta  para exhibir un pequeño fragmento, quizás distorsionado por los años, de mi vida en Cataluña.

Como miembro de una familia nómada, en diez años había vivido en  Alcalá la Real, Almuñécar, Pedro Martínez y El Centenillo, todos ellos de Andalucía.  El primer curso del bachillerato  elemental, el mismo año que el hombre pisó la Luna,  lo pasé como estudiante interno en los Escolapios de Getafe. Al acabar las clases, me reuní con mi familia en Camprodón, a donde habían destinado a mi padre tras uno de sus ascensos.



Camprodón era distinto a todo lo que había visto en mi primera década de vida; el idílico paisaje estaba teñido por el verde.  Camprodón, en estío,  era muy verde, y en invierno, blanco,  recubierto por el manto de la nieve. Allí, cuando llovía, llovía de verdad,  se desbordaba el Ter y subían las aguas torrentosas casi hasta el primer piso de algunas viviendas, incluso caían ranas del cielo; cuando hacía sol, los montes y los bosques se ofrecían al excursionista en todo su esplendor;  las fuentes destilaban abundante agua pura y helada; las truchas lucían sus iridiscentes escamas, remoloneando entre las piedras, dejándose llevar o luchando contra la transparente corriente del río. Camprodón era un pequeño pueblo que olía a galletas  y adonde, en verano, se trasladaba la burguesía barcelonesa  para disfrutar de sus encantos naturales y del fresco de las noches pirenaicas. Era el mismo escenario de las interminables idas y venidas con mi primera bicicleta: del aserradero hasta la plaza , y vuelta hacia arriba.

Las aguas cristalinas del Ter dejaban Camprodón en su camino hacia Joan de las Abadesas y Ripoll brincando, chorreando y haciendo pequeños remolinos bajo el puente romano, estampa y símbolo del lugar.  Y nosotros, también. Cuando acabó el verano, mi padre me matriculó en los PP. Salesianos de Ripoll y pidió el traslado al cuartel de ese municipio. Si en Camprodón  conocí dos viviendas, en Ripoll no serían menos. La primera era un lóbrego y húmedo bajo. El zaguán de entrada tenía las paredes ennegrecidas por culpa del carbón que se acumulaba allí para alimentar la estufa en los fríos meses de invierno. Poco habitable, en fin. La segunda vivienda era un quinto sin ascensor, pero sin humedades,  luminoso y céntrico. Ripoll era  el monasterio románico donde escuchábamos la misa todos los domingos, eran las excursiones en vespa con mi padre a buscar 'rovellons', rebollones o níscalos en los frondosos bosques otoñales; eran las tardes de los domingos viendo las tres o cuatro películas de la 'sesión continua' del cine  comiendo pipas.

Los Salesianos no eran un mal colegio, aunque —en mi caso—, no pudo, ni quiso, compensar el dinero que le costó a mis padres; en él cursé segundo y tercero. Los curas enseñaban todas las asignaturas en catalán: matemáticas, francés, física, química o  castellano; y por supuesto, el propio catalán. Y he de confesar que al principio, la única que conseguí aprobar fue, paradójicamente, el catalán. Así que la polémica por el uso discriminatorio de ese idioma no es  de ahora, ni forma parte de un novesoso programa político de secesionistas y rabiosos nacionalistas, claro.

En aquella época no existía el debate exacerbado que han provocado las redes sociales con respecto a algunos temas como la obsesión por el nacionalismo conservador que propugna la independencia ni la mala educación que denosta, sin conocimiento, la cultura del otro. Pero, el problema era que yo, entendiendo el lenguaje coloquial de los catalanes,  no era capaz de entender la geografía, la química o, menos aún, la  historia de España en aquel idioma.

Y así, eso que parecía un serio inconveniente, y de hecho lo fue para las calificaciones finales del segundo año, me motivó a utilizar el tiempo lectivo en otras disciplinas como el dibujo, la caricatura, la escritura, y la ingeniería, una fallida  e infantil vocación por la inventiva. Lo libros eran un catálogo de esquemas, dibujos y retratos de los curas y de mis colegas. Allí en Ripoll, al lado del río Ter, construí y lancé al espacio mi primer y único, diminuto, cohete propulsado por pólvora que había fabricado artesanalmente. Aquel artilugio subió escasamente dos metros antes de derretirse, pero aún lo recuerdo con la emoción del niño que cree haber logrado una hazaña tecnológica. Sin embargo, la luna estaba demasiado lejos...

Dando un repaso a las últimas noticias de Ripoll,  tendré que considerar seriamente que aquel mundo mío está muerto o agonizando. Conste que la nostalgia hace daño y que han pasado, no en valde, cuarenta y cinco años. Al final de la imagen de ese mundo que yo atesoraba,  han contribuido —claro está—, los terroristas; pero también los líderes políticos, religiosos, incluso los ciudadanos, permanentemente enfrentados en la calle, en las redes sociales, agrupados en bandos, defendiendo principios, sean cuales sean, irreconciliables, ajenos a los verdaderos valores humanes.  Lo importante, se ha establecido, es que nosotros, solo nosotros, llevamos razón; los que no están con nosotros ni piensan igual son unos... lo que sea.

Por cierto, la vida sigue a pesar de los muertos. Este próximo sábado, 26 de agosto, se celebra en Ripoll, «la festa de la tapa i la cervesa». Muy original, no es; pero eso sí, la cerveza no es Mahou como en Getafe. Variedad para elegir, todas artesanas, una mexicana, una aragonesa y el resto con 'pasaporte catalán': Calavera, Minera, Santa Pau Ale, Sant Jordi, Seelen, Vip. Mientras degustamos las 'cervesas',  ponemos flores, encendemos velas y alabamos la diversidad, nos apuntamos por unas horas al movimiento buenista, suspiramos por el amor universal y todos esas paparruchas de cura hipócrita o político falsario, las culebras se inoculan más veneno para morder con odio a una sociedad enferma o adormecida. ¿Ya vienen los bárbaros? —habrá que preguntar remendando el poema de Kavafis— ¿Y si no vienen? —se cuestionan los ciudadanos impacientes—Los bárbaros ya están aquí.

10 de junio de 2017

El peregrino de las estrellas



1

Suena una música antigua en la cabina de la nave, tal vez 'Hermoso planeta Tierra' de Vangelis, mientras el piloto aguanta el tedio de universo infinito y, de vez en cuando, los efectos de la aceleración de los motores espaciales de última generación que le impulsan en su viaje hacia un destino ineludible. Cada día que pasa siente más cercano el fin de los días, de las cosas y de las gentes, de ese universo posible. La última frontera. Siente dolor, nostalgia y miedo; hace una noche pespunteada de estrellas que se acercan y se alejan.

En un segundo, a la vuelta de un planeta sin nombre, un chorro de luz penetra en el pequeño habitáculo, se descompone en cientos de estrellas amarillas, naranjas, azuladas, violetas y rojas que chisporrotean sobre la luna de cristal y se reflejan mil veces sobre las brillantes aleaciones. Sube la temperatura de color en el interior. A pesar de la inyección de optimismo, el hombre se siente vigilado.

Desde una estrella, alejada muchos años luz, un observador piensa, en consonancia con las leyes universales de la materia, que todo es relativo, que nada es absoluto, infinito o eterno; ni siquiera perdurable. Es más, en ese mismo instante, aquello ya pasó. El hombre y su nave no existen. Son pura y nítida ilusión. Imágenes del pasado. Esa reflexión, por más que sea obvia y conocida, le procura esa emoción que nos embarga el pecho y los ojos antes de romper a llorar por lo que se antoja inasumible.

El piloto, ajeno a la reflexión del observador, se regocija con el festival lumínico, y sonríe  mientras se repite una y otra vez la máxima de la supervivencia. Amanece, que no es poco....





2

Una jornada sigue a otra; cuánto durará esta sucesión anómala de días y noches iguales, se preguntó el pilotó mientras se quitaba el casco y lo dejaba en el asiento vacío del segundo de a bordo. Sin el caudal de oxígeno fresco, el receptáculo olía a rancio. Estaba cansado de escudriñar el vacío sideral en busca de una señal, una luz o un mensaje cifrado que le diera esperanzas. un planeta nuevo, un hogar verde donde volver a plantar tomates, alcachofas o perejil, un sitio fresco y cálido en el que lloviera a cántaros para curarse de la monotonía. Aún desconocía si el universo era infinito. 85 años luz era una distancia fabulosa pero no suficiente; claro, minúscula. Trescientos mil kilómetros por segundo, por sesenta segundos, por sesenta minutos por veinticuatro horas, por 365 días... La tierra y su vida eran solo un recuerdo. Atravesó el pasadizo agrisado de luces blancas en dirección a la pequeña cúpula con vistas al universo,  pensada como zona de descanso para la tripulación.

Accionó el sistema de ingravidez y se dejo flotar hasta el panel de suministros. Líquidos o gaseosos. Agua mineral de las montañas más exóticas, café, té, borgoña, jerez, oporto, ron cubano, whisky escocés y americano, vodka,... Hoy prefería algo más etéreo: ambiente de bosque húmedo, aroma de campos con la mies recién segada, marihuana, gas de la risa, del amor, de la tristeza,... El que diseñó el panel era un imbécil. Perdido y desolado como un vagabundo estelar, tenía necesidad de un chute de los buenos, una inyección de,.. lo que más quería era futuro; pero de eso no había. Era, quizás, la única ausencia. Cogió la mascarilla y apretó al botón de felicidad. Bastaban tres segundos para engañar al cerebro con la química. Ya era feliz, o casi. Volvió a presionar la misma tecla; uno, dos tres,... No estaba satisfecho. Buscó otra opción. Amor, amor. Hacía mucho tiempo que no lo tomaba a granel ¿Qué poder tenía la química para incitar a ese sentimiento en soledad? Uno, dos, tres. Poco a poco, vencido por el sopor, se colocó en posición fetal mientras las drogas hacían su efecto.

El observador, volvió a dirigir su mirada a aquel pobre ser. Desde su planeta, aquello solo era una película grabada muchos años antes y protagonizada por un hombre solo, un simple mortal; anacoreta a su pesar, desamparado ante lo inevitable e inminente. Le sorprendió. Aquel ser sonreía y las arrugas de su rostro iluminado dibujaban pequeñas muecas de felicidad o tal vez era una mezcla de burla y afecto, de zalamería y dulzura. Soñaba. Su madre lo rociaba de besos a la vez que lo acariciaba y le lanzaba pellizquitos como saetas. Su mirada reflejaba la candidez, la inocencia y la felicidad de un niño amado...

A ratos le abandonaban los momentos de bienestar y sufría episodios de terror y locura; quizás se había pasado con la dosis. No sentía el dolor, pero su cerebro se ponía en guardia y batallaba con la entereza de siempre las amenazas que le acechaban; roedores que trepaban por las paredes y volaban, quizás por la falta de gravedad, aves funestas y negras, arañas gigantes... El sudor empezaba a correr por su frente y por su nuca. No podía pedir ayuda... Tenía la garganta seca.  Fatal enfermedad de previsible y aciago final. El mundo giraba loco a su alrededor por culpa del azúcar y de las drogas contra el dolor. Solo se tranquilizaba cuando al fin aparecía el rostro de su hija... ¿Era una fantasía o la realidad?





3

Poco a poco fue retornando del reino de morfeo. Arriba, la cúpula seguía mostrando el mismo o parecido paisaje; cientos, miles, millones de brillantes lucecitas tejían el tapiz del universo sobre fondo negro. Los paneles de energía del exterior de la nave aparecían extrañamente amarillos sobre el fondo azul. Tenía sensación de hambre. Lentamente, como quien no tiene prisa, se impulsó con imperceptibles movimientos de los pies hasta el panel de suministros y eligió un batido de vitaminas, proteínas, hidratos de carbono, ácidos grasos de cadena media, y una retahíla de compuestos bioquímicos esenciales para la vida con sabor a vainilla.

Se acerco al suelo y desconectó el sistema de ingravidez. Era una sensación parecida a la que se experimentaba al salir de la piscina, pero multiplicada por dos o por tres. Era menester cruzar de nuevo aquel horrible pasillo y regresar al puente de mando. Los vidrios reflejaban su aspecto envejecido. Una espesa y blanquecina barba de dos o tres días con los pelillos duros como púas de acero le conferían aspecto de enfermo. Solo los pómulos, la frente y la quijada tensaban la piel. Las arrugas le recordaban, como los anillos de los troncos de los árboles, los años de existencia. El no era un viejo; aún pensaba que estaba en lo mejor de la vida. El recuerdo de su madre había sido nítido, real. Quién pudiera viajar en el tiempo y volver a vivir solo las épocas más felices.

Entre las sombras de la memoria se precipitó clara y brillante la imagen de aquella mujer a la que amó toda la vida desde que ambos eran mozos. Morena y espigada, de talle frágil, inteligente y curiosa. ¿Se volverían a encontrar? Él no creía en un ser supremo. La ciencia, estaba convencido, descartaba esa posibilidad. Pero, ahora daría la vida a cambio de unas horas, solo unas horas con ella.

¿Sería posible regresar, viajar en el tiempo para ello? La teoría lo daba por cierto pero en la práctica los materiales no soportaban los cálculos matemáticos. Había que superar la velocidad de la luz para retroceder en el tiempo y la nave, a máxima potencia, se acercaba pero no conseguía seguir a los fotones. Solo existía una posibilidad.

Al llegar al puente de mando tomó la decisión que le rondaba por la cabeza. Ya lo sabía.  Unas pequeñas operaciones le confirmaron que a la velocidad de la nave le faltaba un impulso considerable que solo podría añadir con una formidable fuerza de gravedad. La enorme atracción que necesitaba solo la podía conseguir en algunos puntos del cosmos. Seria posible al acercarse a un agujero negro, una zona del universo con una masa y una densidad enorme, como un pequeño universo que traga fragmentos de otros universos,...

Podía intentarlo. Valía la pena probar. Solo por ella; además, ¿qué podía perder, la vida?


4

Pasó suavemente el dedo por el panel táctil para recuperar el control manual. Se dirigió al supercerebro de la nave.

—Hola, buenos días Isabelle. Muestra el cuadrante espacio del universo conocido desde nuestra posición, velocidad y dirección relativa a origen.

Sobre la pantalla gigante de cristal que separaba su pequeño mundo del resto del universo, apareció la retícula de 100 por 100 que dividía la parte visible en pequeños cuadrados de 10 millones de años luz de lado; un puzle imposible de recorrer de un extremo a otro en mil vidas. Y eso suponiendo que, llegados al final, no apareciera otro cuadrante más; y otro, otro,... En la parte inferior aparecían los datos de navegación. Velocidad de crucero: 140.000 kilómetros por segundo, menos de la mitad de lo que necesitaba.

—Isabelle, aumentamos la velocidad al máximo.

—En quince minutos la 'Peregrina' alcanzará los 230.000 kilómetros por segundo—, respondió con voz aterciopelada el robot de la nave. —Póngase, por favor, el equipo y prepárese para los efectos de una aceleración constante.

—Añade la dimensión tiempo y busca señales y focos de energía negra calculado masa, densidad y trayectoria a la más cercana.

Sobre el panel, un círculo rojo señalaba el agujero negro. Medio año luz, o días quizás, para entrar en su campo de influencia. Aquel objeto no tenía nombre, ni siquiera una signatura alfanumérica.

—Bien Isabelle, a esa estrella la llamaremos 'Manuela', simplemente Manuela, sin números, ni raros algoritmos,..

Manuela era una estrella que emitía una luz negra y brillante. Con una masa equiparable a 10.000 sistemas solares de la tierra, tenia el tamaño de uno solo; parecía suficiente densidad para obtener la aceleración necesaria. Con la atracción de su fuerza de gravedad y la potencia de los motores de partículas, la Peregrina alcanzaría, y sobrepasaría, la velocidad de la luz.

—¿Nos dirigimos hacia Manuela?, preguntó la maquina inteligente.

—Calcula la curva y cambia el rumbo, Isabelle. Allá vamos.

—No lo entiendo. Eso podría ser peligroso... Pondrá en riesgo la nave y su vida... Va en contra de las leyes naturales.

—Sí Isabelle, vamos a volver atrás, a mi juventud, aplicando los cálculos de la teoría de la relatividad... No quiero morir aún, amiga.

—Debería saber comandante que eso es imposible. Para usted y para mí. Pura fantasía derivada de las teorías matemáticas sobre los limites del espacio tiempo y la materia... La inmortalidad no existe, a pesar de los intentos vanos de los científicos.

—Vale, estoy de acuerdo contigo, seguro... pero quiero vivir. Enfila la nave hacia allí con los chorros de partículas a todo trapo.

—Esa orden no es lógica, señor. He realizado el calculo exacto. En unas pocas semanas, aproximadamente para el día 12 de octubre entraremos en el campo de influencia de esa estrella negra, sin posibilidad de regreso, sin marcha atrás. Manuela nos tragará.

—De acuerdo. Estoy loco, pero solo por ver de cerca a Manuela. Isabelle, no tengo más remedio. He de partir, y tú conmigo, en busca de Manuela. Un viaje al futuro de mi pasado. Tengo frío y miedo. No quiero que esta pesadilla del tiempo acabe y me separe definitivamente de mi familia. Allí los esperaré. Es el final del trayecto.




5

Isabelle, cambia la música. Pon algo apropiado. La resurrección de Häendel, Los Planetas  de  Holst, algo de Bach... Quiero sentir la música celestial al paso de las estrellas dobles,  quiero ver el azul sideral más allá de lo que muestra el panel. Quiero, a pesar de todo, sentir la vida. Luchar. Intentar lo imposible.

El observador miró perplejo al único astronauta. La nave había cambiado el rumbo y la velocidad. Desde su posición en aquella lejana galaxia no comprendía la decisión de aquel peregrino de las estrellas. ¿A dónde se dirigía? Ya había pasado pero aún no habían llegado las partículas de los últimos instantes del viajero, los últimos fotogramas de su existencia, el último aliento, el tacto tibio que poco a poco remite tras la ausencia de vida.



6

Efectivamente, como había calculado Isabelle de forma precisa, la nave entró en la influencia de aquella poderosa e inextinguible estrella negra en los primeros días de octubre. La velocidad era de vértigo. El viaje estaba acabando. Ni la ciencia ni la fuerza de las máquinas podrían llevarlo hacia atrás. No había elección. El destino estaba allí y lo afrontaba como todos los miembros de la especie humana: solo y asustado.

De repente, algo más rápido de lo previsto, el viajero se desplazó ingrávido y. quizás, inerme, acurrucado en posición fetal, deslizándose hacia el centro de gravedad de aquel agujero sin vuelta, sin salida. Era 12 de octubre de 2016, festividad de la Virgen del Pilar, patrona de la Guardia Civil, uno de esos días que jalonaron su calendario anual de celebraciones inexcusables. Lo último que notó fue un fogonazo negro que llegó a los observadores del resto de galaxias a la velocidad de la luz. Un rayo más entre los miles que cada segundo atraviesan el espacio conocido.

El observador, al que sí le importaba el pequeño resplandor que despedía el final de aquel insólito y extraordinario caminante, le acompañó durante esos terribles momentos, con la sensación funesta de perder algo más, incluso, que el mismo peregrino. Él iba a perder la vida —reflexionaba el observador—, pero ¿y él?, se preguntaba sin esperar respuesta alguna mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, incontenibles, como un chorro de zumo de unos ojos glaucomatosos y enrojecidos, prensados por la emoción.


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A  mi padre,  Juan Alcalá Civantos, que este diez de junio hubiera cumplido 86 años. 

26 de abril de 2017

La Legión Cóndor ensayó en Getafe el bombardeo de Gernika




Este 26 de abril de 2017 se cumplen ochenta años del bombardeo que arrasó la villa  de Gernika-Lumo. Y se ha recordado con noticias y homenajes, como es justo. Aquí, en la Capital del Sur, sin embargo, —como no tenemos memoria histórica— no se hizo ningún recordatorio de los bombardeos que sufrió Getafe, auténtico laboratorio de guerra para llevar a cabo con terrible éxito lo que casi seis meses después horrorizaría al mundo.

Los Junkers alemanes también arrasaron Getafe los días 23, 27 y 30 de octubre de 1936.

Viernes 23 de octubre de 1936. Los bombarderos alemanes sobrevuelan Getafe con su diabólico ronroneo, al principio tenue, luego claramente ronco con el triple zumbido de sus motores BMW girando y, tras pasar, un pronunciado silbido que afortunadamente al cabo de unos segundos se hacía imperceptible. Ese día, la Legión Cóndor dejaba caer su carga mortífera sobre la población civil en uno de los primeros ensayos de una práctica militar que más tarde se haría famosa en Guernika, y habitual en la segunda guerra mundial. El poeta Nikos Kazantzakis, tras observar aquellos aparatos con unos prismáticos, se atrevió a definirlos como «graciosa, atrevida, maravillosa creación de la mente satánica'.

El griego no había comprobado aún el terror que los diabólicos aparatos esparcían sobre los pobres y desamparados mortales que deambulaban a ras de suelo. Demasiada poesía para un acto tan cobarde y miserable. Las bombas se lanzaban de manera indiscriminada sobre los pueblos, sin importar algo o nada si allí abajo había escuelas, hospitales o sencillas viviendas, aplastando a la gente entre los escombros y abriendo agujeros en sus carnes y en los tejados de las casas de sus pocos y horrorizados habitantes. El ejército de Franco buscaba  desmoralizar a la población para que diera la espalda al Gobierno de la República y forzar la rendición de los milicianos que defendían Madrid.

Martes 27 de octubre de 1936. El áspero sonido de los aviones alemanes rajó el brillante sol de la mañana, dejando abajo, donde se cruzan la carretera de Toledo y el Arroyo Culebro, a medio camino entre Parla y Getafe, algunos bancos de niebla que resitían al avance del día. Desde la cuesta de la Cantueña se divisaban con claridad los Cerros de Buenavista y de los Ángeles, el pueblo de Getafe con sus dos torres, la capital de España y, al fondo, como en una postal, los azules oscuros y claros, los verdes, blancos y grises de la sierra de Guadarrama.

Los vigías instalados en las torres de las dos iglesias, en los Escolapios y en la Magdalena, empezaron a redoblar las campanas en señal de alerta. Al instante ulularon las sirenas del Ayuntamiento y del cuartel de artillería.  Se acercaba una escuadrilla de cinco aviones alemanes con su carga de fuego y metralla. Los corazones de los vecinos se encogieron de temor. Hacía cuatro días que  ya habían sembrado el terror con esa especie de lotería macabra que caía del cielo.

Los pocos ciudadanos  que aún quedaban en Getafe, se refugiaban en sus casas, y los que tenían cueva descendían a ellas con el mismo miedo del condenado que baja a los infiernos. Conversaciones nerviosas, espasmódicas; gritos, sollozos,  rostros polvorientos salpicados por el barro de las lágrimas, encogidos como animales temerosos.

Al llegar sobre la posición de Getafe, aquellos cuervos metálicos y desalmados, inventos del demonio, dejaron caer su carga mortífera de bombas incendiarias sobre las primeras trincheras, el aeródromo, ahora prácticamente vacío, y sobre las primeras casas del pueblo. El cielo claro se enturbió, las banderas rojas se agitaron, la tierra retumbó y los estallidos levantaron una cortina de polvo  y sinuosas hilachas rojas y negras provocadas por el fuego y el humo que subían hasta el cielo de Madrid.

Kazanzakis llegó a Getafe el día 5 de noviembre de 1936 tras el avance del ejército rebelde; el día anterior, el General Varela anotó en su diario de operaciones la toma del pueblo.  Los regulares y los legionarios arrasaron las posiciones de los soldados leales a la República a base de granadas de mano y bayonetas caladas. El cretense encuentra un paisaje devastado. Algunos moros entran y salen de las pocas casas que aún  se mantienen en pie saqueando lo poco que hay. Todas las puertas están abiertas.

—¡Cuatro pesetas! —relata Kazantzakis que le gritó un marroquí enseñándole un par de zapatos nuevos de mujer—. ¡Cuatro pesetas!
—No quiero.
—¡Tres pesetas! ¡Dos pesetas, —gritaba el moro corriendo detrás del escritor.

Kazanzakis sigue describiendo Getafe después de la batalla. Los muros estaban llenos de pintadas con hoces y martillos, enseñas  y logotipos de la CNT y de las Juventudes Comunistas, banderas rojas en los balcones, olor a incendio y, de vez en cuando, un cadáver boca arriba, con la cara rígida, los ojos vidriosos mirando inmóviles al cielo con horror.

¿Puede haber gente que sienta alegría al ver una ciudad saqueada, todavía caliente por el abrazo violento? Así yacía Getafe bajo el sol del mediodía, pocas horas después de su conquista. Calles desiertas, aceras llenas de colchones, ropa interior, muebles destrozados, fotografías rotas. Las bodegas abiertas de par en par, con la harina, la gasolina, el aceite derramados. Solo se salva, colgado en lo alto de la pared, el letrero 'Ventas solo al contado'.

En los cafés, los espejos están rotos; las sillas, presas del pánico, han subido hasta el techo. En las casas, todos los armarios están abiertos y completamente vacíos. Alguien revuelve los papeles en la notaría y los arroja por la ventana, quizás en un intento inútil de encontrar acciones o billetes. Los contratos, las herencias, los poderes y las propiedades revolotean por la calle Madrid, dibujando una alegoría sobre la desolación y  la inseguridad jurídica.

En las tabernas han estallado los barriles y todos los rincones huelen, alegres y borrachos, a vino malo derramado. «En una zapatería de la calle principal, L'Elegante, las hormas se mantienen todavía cuidadosamente ordenadas en los estantes, pero los zapatos literalmente se han ido...».

Kazantzakis entra en las casas, trata de  retener en su memoria los detalles de la catástrofe.

Una vieja camina entre la basura. Hace calor pero la viejecita está envuelta en una colcha amarilla y tiembla como una azogada. Es muy vieja. Kazantzakis intuye que detrás de esa estampa poética, hay una historia humana. Al escritor griego no le importan tanto los datos, las bajas o los detalles sobre la batalla,  como las sensaciones y el ambiente. Los héroes o los personajes más siniestros, anónimos todos —rojos y negros—, roban, aman, odian, sufren y mueren sobre la piel de toro.

—¿Tuvo miedo, señora? —le pregunta el escritor griego.

—Dios lo sabe, hijo ¿Qué diablo fue el que descubrió, hijo mío, estas máquinas voladoras? ¡Maldito sea! Los muchachos y las muchachas del pueblo se habían reunido en un sótano para salvarse. En los sótanos, —le aseguraba la vieja getafense— hay seguridad. Pero cayó del cielo una bomba y mató a veintisiete. Entre ellos a Pilar y José. ¡Ay, ay, ay!

—¿Qué Pilar? ¿Qué José?

—Los recién casados. Todo el mundo los conoce. Los que tiene la casa de tantos balcones en la plaza.




El viernes 30 de octubre, los Junkers alemanes  bombardearon el colegio situado al sur del pueblo, quizás en la calle Rojas o Sierra, con el resultado de 60 niños muertos. La imagen es terrible. Existe la polémica sobre la historia, aunque nos inclinamos por concederle verosimilitud. Es muy posible que no fueran hijos de ese pueblo, sino muchachos en tránsito, huérfanos de los muertos de uno y otro bando. Los cuerpos de los niños son trasladados al depósito de Madrid. Allí se les fotografía.   Muchos dudan que se haya producido el suceso en Getafe aunque el jefe de la censura republicana, Arturo Barea, lo tiene claroy así lo describe en su trilogía 'La forja de un rebelde'. Los niños estaban en Getafe. Y las fotografías tomadas en el depósito de Madrid había que utilizarlas como propaganda contra los fascistas... También hay testimonios verbales que acreditan la veracidad del  hecho. El bombardeo de La Legión Cóndor en Getafe de aquel funesto viernes causó, al menos, 60 muertos, la mayoría niños que  permanecían en la escuela.

Y así se hizo. Las fotografías, guardadas por Arturo Barea se convitieron en vallas publicitarias en Valencia; luego se difundieron en Londres y París. A primeros de diciembre de 1936, desde Burgos, los golpistas emitieron una nota de prensa denunciando que se trataba de propaganda. (La Labor. Periódico católico de Soria. 3 de diciembre de 1936).

Cartel editado en Valencia con las fotos de los niños muertos en el bombardeo de Getafe


Algún tiempo después, el poeta inglés Herbert Read escribirá el poema 'Bombing Casualties in Spain' dedicado a los niños muertos, aunque no cita en ningún momento que fuera a causa  del bombardeo de  Getafe. Nosotros lo reproducimos en una traducción casera realizada a base del poco inglés que sabemos y del mediocre poeta que pudiéramos ser. La imagen trágica de la sangre remite, por lo que opina algún experto, a una supuesta y remota influencia goyesca. Artificios intelectuales. Finalmente, en la edición definitiva del libro, aparecerá el original para que el lector lo disfrute en el idioma en que fue escrito. Esperemos una mejor traducción de algún buen poeta que domine la lengua y las metáforas de las tragedias de Shakespeare; lea, de momento el lector, con  disposición a  mostrar indulgencia por mi atrevimiento.

«Las caras de las muñecas son rosadas, pero estas eran de niños
sus ojos no son de cristal sino de cartílago reluciente,
lentes oscuras en cuyas miradas plateadas
la luz del sol temblaba. Estos labios pálidos
estuvieron calientes y brillantes con sangre,
pero sangre
retenida en una burbuja húmeda de carne,
no derramada ni esparcida en el pelo despeinado.

En estas trenzas oscuras
pétalos no siempre rojos
coagulan y ennegrecen desordenados una cicatriz.

Estas son caras muertas:
avisperos de cera
ascuas de madera no tan cenicientas

Están dispuestos en filas
como linternas de papel caídas
tras una noche de algarabía
extinguidas con el aire seco de la mañana».



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Fragmento de 'Si me quieres escribir. 21 días de la guerra civil en Getafe',  de Juan Manuel Alcalá Perálvarez

FOTOGRAFÍA DE LA IGLESIA: Aunque está etiquetada como Getafe, según el estudioso e investigador de temas getafenses José María Real Pingarrón, la imagen se corresponde con el estado de  la Iglesia de San Esteban Protomártir, en Torrejón de Velasco, en esos últimos días de octubre de 1936

12 de marzo de 2017

La misa de doce en la Parroquial de Santa María Magdalena







Domingo, 11 de marzo de 1923

Manuel González se levantó temprano el domingo, como todos los días. Desde la ventana del pasillo de la planta superior de la casa observó los primeros síntomas de la nueva jornada. No parecía que fuera a llover aunque seguían los dichosos vientos de cuaresma. Los cipreses que asomaban por la derecha, desde la parcela de los Valtierra, se mecían nerviosos, azotando el firmamento. El alba empezaba a escanciar pinceladas de naranja, rosa y azul clarito, que resaltaban en el cielo oscuro tras los tejados que se adivinaban en torno al descampado interior de la manzana del Hospitalillo de San José. La enorme higuera del patio trasero de la casa mostraba su desnudez en un contraluz fantasmagórico; tenía las ramas llenas de jóvenes y viejos gorriones, vencidas por el peso de tantas ‘brevas con alas’ como le gustaba calificar a los pájaros que tenían en el árbol su lugar preferido para esperar apretados, unos junto a otros, el resplandor de la mañana y aterrizar en bandada, inconstante y miedosa, hasta el suelo para desayunar. El juez, aún en pijama, bajó hasta la cocina y se preparó un café con leche que degustó con un par de rosquillas fritas. Tenía necesidad de esa sensación de soledad que solo se obtiene al filo de la madrugada para aclarar sus ideas.

Era la hora en la que inician su canto los mirlos. Una música dulce y armoniosa. Una canción de amor. Un mirlo llama a una mirla. Le contesta. Como el dueto de una ópera mágica. El barítono y la más vistosa de las vicetiples, vestidos para la ocasión de negro fulgente, se lanzan silbiditos lujuriosos. Estaba a punto de amanecer.

Las dudas expresadas por el agente del Cuerpo de Vigilancia habían logrado arraigar en su cabeza. Era posible que los restos no fueran humanos, con lo que el problema se reducía a buscar una explicación razonable al abandono de los restos. De golpe desaparecía el problema de orden público que, en estos momentos, era lo más importante. El escándalo y el miedo de la población a un asesino de mujeres se disiparía en un abrir y cerrar de ojos.

Lo más probable es que se tratase de algo así. Las patas de algún animal cercenadas y abandonadas en el vertedero. Entonces solo habría que preocuparse del ridículo hecho durante estos pocos días. Una disculpa ante en director general de Orden Público y listo. A otra cosa. El problema estaba en el dictamen de los dos médicos forenses de Carabanchel. Su problema es que, si no había mujer, habría cometido un grave error por no enviar esos restos a analizar al Instituto de Medicina Legal desde un principio y fiarse de la evidencia y de la opinión de los dos matasanos de Carabanchel.

Cuando su mujer bajó vestida para la misa de doce tuvo que contener un pequeño silbido. Se había puesto un vestido verde oscuro con brillos iridiscentes, sin escote, y de manga larga como mandaba la buena costumbre y el cura párroco, claro. El remate del vestido era un volante rizado a juego con el tocado de la cabeza. Medias y zapatos negros de tacón alto. Lucía como una estrella del cine más castizo y español.

—Caramba. ¡Qué guapa estás! —le susurró constatando las curvas de la silueta de su mujer en un recorrido de abajo a arriba. Volvió a admirar la sensualidad de su contoneo, la delicadeza con que caminaba empinada en en aquellos tacones de vértigo y el ritmo de las caderas…

—¿Qué? ¿Te parece bien? No me digas nada de los zapatos, eh… ¿Ya sabéis a quién pertenecían los pies de Carabanchel?
—Aún estamos a oscuras. Nada más que suposiciones y teorías. Sin embargo, bueno..., dejémoslo. Es hora de que nos vayamos. Luego, tras la misa, he quedado con el doctor Sánchez-Morate.

—¿Solo con él o también con María y con sus hijas?

—Supongo que vendrán todos, él y sus mujeres… Cuatro niñas, imagínate la de zapatos que tendrá que comprar hasta que las case a todas. Menos mal que este pueblo se rejuvenece con las escuadrillas de jóvenes y apuestos cadetes de la escuela de aviación. Las señoritas, las bellas y las feas, ellas y sus madres, de Getafe o de Leganés, suspiran por cazar a cualquiera de esos pardillos de tiernos alerones que andan pavoneándose con sus uniformes azules de piloto por la calle Madrid, por la iglesia chica o por la iglesia de la Magdalena. ¡Pum, pum… pum! y otro pajarito, al suelo.

—¿Qué es eso Manuel?

—Esa es la verdad Maruxa ¿No te has fijado —empezó a hablar en tono de sorna el juez— en los vicios de los aviadores modernos? Su visión del mundo se deforma por el mismo entrenamiento, siempre mirando desde arriba, desde su posición cenital con respecto a la tierra y a las personas. Los jóvenes cadetes, desde que son simples alumnos de la academia, tienen la obsesión de transitar por el mundo como si estuvieran embarcados en sus aparatos, siempre mirando hacia abajo. Así que cuando, oteando el paisaje, divisan a alguna hermosa campesina de este pueblo o sus alrededores apenas pueden despegar su vista del escote… Seguro que has reparado que la moda impone, cada día con mayor amplitud, los vestidos más cortos o más altos y los escotes más pronunciados o más bajos… Esos jóvenes pajarillos acabarán estrellados, sin duda, en algún fragante y oscuro pajar. Y además, sin que tenga que intervenir la autoridad judicial, salvo que el muchacho no cumpla a lo que le obliga el honor de la dama…

—Anda, Manolín… tontín, dame un beso, con cuidado de no estropearme el colorete ni el crayón de labios. Déjate de gracias y vámonos a la iglesia. ¡Niños! ¡Vámonos!

La misa de los domingos a las doce era el acto social más importante de la villa. En las celebradas durante las últimas semanas se percibía la proximidad de la Semana Santa. Aparecían nuevos y desconocidos clérigos que oficiaban junto al cura párroco, don Eugenio Nedea, sucesor del famoso Marcos Cádiz al que no había conocido.

La Parroquial de Santa María Magdalena se llenaba. Los pocos asientos de la nave central tenían las plazas asignadas por la costumbre y a él le correspondía, como una de las máximas autoridades, situarse en los primeros bancos. Manuel González calibraba siempre las dimensiones extraordinarias del templo. Más de cincuenta metros de largo por unos trece o catorce de ancho, y quizás diecinueve o veinte de alto. El impresionante espacio diáfano de la planta solo era interrumpido por las espectaculares y gruesas columnas que desembocan en una delicada bóveda con arcos y nervios de inspiración renacentista. Al cura párroco se le llenaba la boca con la arquitectura de la iglesia y zanjaba su deterioro, el penoso suelo, sus paredes siempre necesitadas de pintura y unas obras de acondicionamiento para las que nunca había presupuesto, con aquello de que ya querrían muchas ciudades con más historia y población tener una catedral como esta modesta iglesia parroquial.

Mientras el oficiante recordaba aquel domingo a los fieles la próxima celebración de la Semana Santa, Manuel González observaba abstraído el retablo central y sobre todo, allá en lo alto de su calle central, la imagen del Cristo crucificado con los pies traspasados por el clavo. Qué crueldad. Más abajo, una de las pinturas del retablo representaba la unción de los mismos pies de Cristo por María la Magdalena, la pecadora. Ella misma tenía al descubierto unos delicados pies que surgían de la habilidad del pintor.

Sacristía de la Parroquuial de Santa María Magdalena después de una solemne función religiosa. Apunte del natural por Vicente Urrabieta
Cuando acabó el oficio religioso el juez y su mujer pasaron a la sacristía donde tenía lugar el protocolario saludo entre las autoridades del municipio. El párroco oficiaba de anfitrión. Si la iglesia era una joya arquitectónica, la sacristía era una perla que los maestros de obras engarzaron en su estructura. Desde que llegó al pueblo de Getafe, se enamoró de ese espacio. Era un recinto casi mágico, divino. Era impresionante la cajonera de madera noble y los cuadros que colgaban de las paredes. Saludó al cura y al resto de las autoridades civiles y militares, entre ellos al alcalde de la villa, don Juan Gómez de Francisco, al coronel del regimiento de artillería, don Salvador Orduña, al jefe del Aeródromo Militar, don José González Stefani, y al director de la Escuela Militar de Pilotos, capitán don Julio Ríos, al comandante de puesto de la Guardia Civil, y a otros pocos elegidos, burócratas y campesinos venidos a más, que venían a mezclarse con la flor y nata de la sociedad getafense.

Observó uno de los cuadros colgados sobre el armario. Representaba el descendimiento de la cruz. Nunca se había fijado en el detalle de los pies. Una María de Magdala, con aspecto de trastornada, se acercaba a los pies de Cristo con la intención, seguramente, de besarlos. El pelo alborotado de la mujer rozaba los dedos del Señor. El resto de los personajes del cuadro miraban hacia arriba, implorando algún milagro, o hablaban entre ellos. Ninguno prestaba ni la más mínima atención al cuerpo de Cristo tendido en el suelo del Gólgota, junto a un par de calaveras y a la tablilla en la que estaba escrito su delito y condición: Jesús, rey de los judíos. Solo la extraviada, la arrepentida, le lloraba y miraba hacia los pies traspasados por los clavos. El juez pensó que empezaba a padecer una cierta obsesión por los pies humanos, derivada del caso que le ocupaba.

Las dos familias, los González y los Sánchez-Morate se dirigieron primero a la casa del médico para luego, tras recoger unos papeles, acabar en la del juez. Atajaron por la plazuela del Reloj y por la calle Empedrada, acorde a su solado aunque nadie imaginara tanto canto quebrado y puntiagudo. Era el lugar donde los chiquillos se rompían los calzones y, tras ellos, las rodillas, donde el que llevaba prisa se torcía los tobillos o se lastimaba la planta del pie; el infierno de una mujer con zapatos de tacón. Las quejas por el estado de la vía por su parte estaban justificadas.

—A ver si le decís al alcalde que arregle un poco esta calle  y que, al menos, aplaste estos pedruscos mal encarados y afilados.

—Aquí, como en cualquier lugar de España, el problema es que cada alcalde que llega arregla el trozo de calle donde vive. Y en esta desolada y áspera callejuela, al parecer, no ha vivido ninguno desde los tiempos de las guerras carlistas…. Hace poco, como sabéis, se adoquinó un trozo de la calle Madrid y los vecinos se quejaron, no sin cierta razón, que en ese trozo de la travesía tenía casa el alcalde y uno de los concejales más influyentes.

—Bien. ¿Y qué hubiera hecho cualquiera, siendo alcalde y vecino de la calle San José, de la calle Escaño o de la carretera de la Torre.

Al llegar a la plazuela de Carretas, el doctor se acercó a su casa para recoger unos papeles mientras el resto de la comitiva se encaminó al domicilio de los González en la calle Magdalena. Los niños, a excepción de Sagrario, la última de las hijas de Pepe y de María, aún una niña de pecho, se dirigieron sin pérdida de tiempo al patio trasero para dar rienda suelta a la energía acumulada en la larga misa de doce. Se antojaban pequeñas fieras liberadas, corriendo y persiguiéndose alrededor de la higuera. Hasta el gato huyó por la pared del fondo hacia las corralizas y huertos que se extendían más allá de la linde de la casa. La criada del juez, una mujer pequeña, enjuta y huesuda, cosa extraordinaria para una gallega, sirvió un vino de la tierra, un albariño, y unas aceitunas.

Mariña y María tomaron una copita de moscatel y se apartaron de sus maridos sentándose en el cuarto de bordar junto a la ventana que daba al patio; era el lugar idóneo para vigilar a los niños y, con el ambiente propicio, el que incitaba a la luz de las confidencias a concentrarse en la cualidad más intrascendente de las modistas: cortar trajes a medida a cada una de las más ostentosas y empingorotadas vecinas que habían asistido a la misa; comparaban sus vestidos con los patrones aparecidos en las últimas revistas de moda o se referían las últimas murmuraciones que azotaban los mentideros del villorrio.

—Fíjate en la última. A mí me parece casi mentira, imposible, un chisme del tamaño de la torre de la iglesia, aunque… El cuento me ha llegado por la gallega que me cumple. Ella lo escuchó en la carnicería entre el cacareo y las puñaladas que asestan el rencor y la envidia de las palurdas de este pueblo. Allí se cuecen, entre cotilleo y cotilleo, las más increíbles patrañas de las campesinas venidas a señoronas. Ya te puedes imaginar. A ese, a José Luis el contratista, tan presuntuoso, tan puro, tan cumplidor que se le suponía, su mujer lo pilló en la cama con un jovencito de Leganés… ¡En su lecho conyugal! ¿Tú te lo crees?

—Ave María purísima —se santiguaron las dos mujeres bajando los rostros para intentar, aún sabiendo que ninguna lo conseguiría, disimular la expresión de sorna y cachondeo ante el tamaño del chisme o de la injuria—. Por Dios bendito. Cada día está peor el mundo. Como estas modernidades y la falta de vergüenza vayan a más, Mariña, no casaremos a nuestras hijas, ni siquiera con los que ahora disimulan su hombría… La verdad es que resulta imprescindible que alguien ponga orden en este país.

—Lo que no comprendo es como algunas tienen tan poca vergüenza para ponerse el velo, la mantilla, sus medallas de la Virgen y sus escapularios y exponerse a la vista de todos en la mismísima Santa Iglesia, como si no pasara nada. Mira a esa, a ‘la Zurda’, exhibiendo orgullosa su poderío, con un arte que no deja títere sin menear; o a esa, a la panadera, tan poquita mujer, aunque campeona en cazar maridos ajenos y colgar cornamentas en los comedores de la aristocracia del arado. No sé qué ven en ella esos estúpidos carneros… ¿Lo tendrá horizontal?

—Por Dios, Mariña, cómo se te ocurren esas cosas… Yo quiero que mis hijas, cuando terminen la instrucción, se casen con alguno de esos apuestos aviadores, tan guapos y tan distinguidos, o tal vez con algún médico que continúe la tradición familiar… No me gustaría que acabaran en el catre de uno de estos paletos de pueblo. Imagínate a los tal y cual. Allá ellos con sus heredades, sus casas y sus miserias.

Manuel González y José Sánchez-Morate se encerraron en el gabinete de la planta baja.

—El vino es excelente, Manuel —exhibió la copa levantándola suavemente contra la ventana y mirándola para regocijarse con el color amarillo pálido que exhibía, intenso y brillante en todos sus matices frente la luz del norte. Luego, con un movimiento suave, la llevó hasta la nariz para percibir los aromas de flores, uvas ácidas y aroma de mar…

—Un placer de Galicia. ¿Sabes que es un bien escaso que se cultiva desde hace cientos de años en pequeñas bodegas? No hay nada comparable a un albariño fresco para acompañar pescado blanco o, incluso, un buen plato de pulpo.

—Bien. Veamos Manuel. ¿Cuál es el problema?

—Como te dije ayer, se me ha planteado un conflicto entre el informe de los médicos forenses de Carabanchel, Lejárraga y Urquiola, y la opinión de los inspectores del Cuerpo de Vigilancia que tengo asignados al caso. Unos juran y perjuran, ratificándose en su primer informe, que los restos hallados son los pies de una mujer joven amputados cuando aún la infortunada estaba viva. Por el contrario, los agentes discrepan, y según ellos podrían ser los pies de un animal.

—Ya te comenté en el Casino que no es plato que apetezca a nadie el redactar informes que puedan ir contra la opinión de unos colegas…

 —En realidad, lo necesito de manera urgente. Si tengo que suplicarte… Reconozco mi error. Debí enviarlos al Instituto de Medicina Legal en cuanto aparecieron. Pero la evidencia, la aparente sencillez del caso, el informe rotundo de los dos médicos, las noticias aparecidas en la prensa a principios de la semana y la presión de Carlos Blanco, el director general de Orden Público, me aventuraron por este camino en el que ando perdido y ofuscado, sin brújula...

—Vale. Como no tengo más remedio, por lo visto, mañana lunes me pondré con los dichosos huesos. Y al día siguiente, el martes, tendrás el informe encima de tu mesa. Sin embargo, si mi estudio contradice el informe de los señores Lejárraga y Urquiola, me cargo a la espalda a dos enemigos. Y no es un buen asunto. Tú, además de tu trabajo como juez, tienes aspiraciones políticas. Lo entiendo. Para mí, sin embargo, puede ser un precio muy caro el que tenga que pagar, en un mundillo en el que lo más importante es el prestigio social y profesional; pero, sobre todo, no sumar adversarios y competidores maledicentes.

—Esto no tiene que ver con la política. Es muy posible que a estas alturas haya consumado el ridículo.

—Espero que no sean restos humanos, aunque casi me vendría bien que lo fueran. El pie humano, además de bello, es una maravilla de la ingeniería. No lo digo yo. Lo dijo en su día, hace casi quinientos años, el gran Leonardo da Vinci. Cada uno de los pies de esa infeliz e hipotética mujer está formado por una precisa maquinaria anatómica con treinta y tres articulaciones, más de cien ligamentos y numerosos músculos y tendones que mueven veintiséis huesos de manera adecuada y aseguran el desplazamiento y la mayor parte de las actividades del ser humano. Cada uno de los pies regula su temperatura y humedad de manera sencilla, como si fuera un botijo, a través de miles de glándulas sudoríparas. Hay, además, una red de vasos sanguíneos, nervios, y una capa de tejido graso que cumple con la función de absorber los golpes y la fuerza que se ejerce sobre el mecanismo al caminar. Todos esos componentes anatómicos trabajan a la vez para mover, sobre todo a la mujer, con esa gracia sin perder un ápice de su complejidad mecánica y su fuerza estructural. El estudio de los pies, desde una perspectiva forense, como es el caso que nos ocupa, exige profundos conocimientos en biología, química, física, anatomía, fisiología, microbiología, farmacología, biomecánica, ortopedia, patología general y especifica.

—Vale. De acuerdo ¿Se distinguen fácilmente los pies de una mujer de los de un gorila o de los de un oso, por poner un par de ejemplos?

—Perfectamente. Casi a primera vista. Aunque haya que hacer un análisis pormenorizado, contar los huesos por si faltara alguno, ver su tamaño, etcétera. En las clases de Medicina Legal que impartía mi maestro Tomás Maestre Pérez en la Facultad de San Carlos, pudimos observar con detenimiento, más allá del arte y del dibujo, el extraordinario estudio artístico y anatómico de los pies humanos realizado por Leonardo da Vinci. También tuvimos la suerte, al menos los de mi promoción, de observar la copia de una lámina ilustrada por el genio del Renacimiento sobre la anatomía del pie de un oso. El trabajo de Leonardo es sencillamente magnífico. La principal diferencia, además de las uñas o garras, es que los huesos carpianos del oso miden lo mismo. Todas sus falanges tienen el mismo tamaño. No se distinguen, en los plantígrados, el tamaño de los dedos, como sucede en el caso de los humanos. Además —el doctor Sánchez-Morate empezó a leer un pequeño pliego de papel que había recogido en su casa—, según la Historia Natural de los Animales, una enciclopedia francesa publicada en España a finales del siglo XVIII, «las piernas y los brazos de los osos son carnosos como los del hombre: el hueso del talón corto forma parte de la planta del pie, cinco dedos opuestos al talón en los pies, los huesos del carpio iguales en las manos, pero el pulgar está unido, y el dedo más gordo está hacia fuera, al contrario que en la del hombre que está hacia dentro; sus dedos son gordos, cortos, apretados unos con otros, así en las manos como en los pies, las uñas negras, etcétera».

—¿Y los gorilas o los monos?

—En los monos, los huesos son prácticamente los mismos, aunque hay numerosas diferencias. Los monos tienen un dedo largo o pulgar oponible, capaz de enfrentarse al resto para funcionar como una pinza con la función de agarrarse a las ramas de los árboles, igual que con las manos… Los monos tienen los pies planos. Bueno, no te quiero aburrir con una clase de anatomía animal comparada. El estudio nos lo dirá.

—¿Podría hacer algo para hacerte más llevadero el asunto? No puedo retirar del caso a los doctores de Carabachel, ni sería bueno a estas alturas de la historia. Tampoco puedo desautorizarlos sin ninguna opinión alternativa.

—Yo, Manuel  —dijo el médico—, en tu posición actuaría con mucho tacto. Creo que deberías aprovecharte de la necesidad de los periódicos para llevar el asunto a donde te convenga. No directamente, claro. Pero podrías hacer que hubiera alguna filtración a los periodistas que siguen el caso…

—¿Propones que adelantemos las informaciones para preparar los acontecimientos futuros o que adelantemos los acontecimientos para adaptarlos a las informaciones que necesitamos? De todas maneras quedaré mal…

—Entra en lo posible.


—¿A quién le encargo del asunto? ¿Al secretario? No parece la persona más adecuada para dirigir este tema con astucia ante los periodistas…

—Yo hablaría con alguno de los agentes del Cuerpo de Vigilancia que tienes asignados. Los periodistas se fiarán más de su versión que de la que pudiera ofrecer el secretario del Juzgado. Los policías están, estoy seguro de ello, acostumbrados a las mismas o parecidas encomiendas.

—Pero de esa manera, dejo de tener el control.

—No del todo. Debes andar con tacto. Si se hubiera cometido algún error, no es responsabilidad tuya, al menos totalmente. Tus males, de haberlos, tienen escaso remedio. Lo bueno es que aquí todo se olvida al instante. En este país, los problemas vienen tan rápidos como se van. Si por algo destaca el carácter español es por su falta de memoria. Demasiado pronto se olvida la Historia. Quizá por eso no aprendemos. Un error tras otro.

—Intentaré ser optimista ante esa debilidad.

—Te recuerdo que el martes nos vemos en el casino, si puedes. Por la mañana pasaré por el Juzgado para iniciar el expediente para la declaración de incapacidad total del padre de los Seseña. Los hijos sí que están locos por administrar las tierras y los bienes del viejo Eustaquio.

—Menudo tajo tenemos con tanto hijo de su madre como hay. Informe forense, declaración judicial y viejo con destino al manicomio. Hijos desnaturalizados que ni siquiera discuten los honorarios porque la conciencia se lo impide. Se saben culpables de lesa humanidad contra sus progenitores. Esta sociedad está escasa de valores morales ¿Cuántos llevamos a estas alturas de año? Cinco o seis ya, ¿no…? Aquí en el Partido de Getafe, digo…

10 de marzo de 2017

Los forenses se ratifican



Viernes 9 de marzo de 1923


Hacia el mediodía aparecieron en el Juzgado de Getafe los médicos forenses Lejárraga y Urquiola, con los rostros serios, exhibiendo una mueca de desagrado y hastío; y con su nuevo informe, se suponía, a buen recaudo en el maletín de cuero negro. Tras un una breve espera, llegaron también los dos inspectores del Cuerpo de Vigilancia, Rajal y Voyer. El secretario del Juzgado los hizo pasar al despacho del juez. La reunión empezó sin demora ni preámbulos.

—Señores, buenos días a todos. Seamos breves. Ustedes dirán —se dirigió a los doctores—, ¿han traído el informe que les pedí?

—Sí, por supuesto; sin embargo no llegamos a comprender las dudas surgidas. Tras mucho pensar y debatir entre nosotros, no llegamos a entender los motivos de esta petición. Ya habíamos emitido un informe suficientemente claro y conciso. ¿Hay algún experto que piense distinto a lo que hemos dicho? Nosotros, tras una detenida revisión, nos ratificamos totalmente en lo establecido en nuestro informe inicial. Los primeros restos son, sin lugar a dudas, los pies de una persona. Creemos firmemente, y así lo aseguramos, que no hay margen para el error. Uno de los fragmentos es un pie izquierdo de la talla 32 y perteneció de manera irrefutable —y recalcó Lejárraga, vocalizando de manera exagerada—, de manera in-con-tro-ver-ti-ble, a una mujer joven. Este pie está completo, con músculos, tejido adiposo y piel. Tiene las falanges algo viciadas hacia abajo debido, obviamente, al uso de calzado estrecho con tacón alto.

»El otro es, evidentemente, el pie derecho; le faltan el hueso astrágalo, el calcáneo y una falange de los dedos gordo, segundo y quinto. En cuanto al tercer resto, como ya dijimos el miércoles pasado, no podemos avanzar un parecer definitivo. Las deformidades que presenta nos hacen dudar que sea una mano como se afirmó en un principio. Los dedos aparecen unidos por tejidos celulares y el conjunto presenta la apariencia de pertenecer a un animal palmípedo. Ya lo hemos enviado al Instituto de Medicina Legal para que, con más medios, lo estudien, lo midan y emitan un juicio que a nosotros sin el material necesario para su observación minuciosa se nos escapa.

—Señores —dijo el juez, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a los agentes de la policía gubernativa—, ¿tienen algo que añadir?

Gregorio Rajal, sin levantarse de la silla, empezó su intervención intentando rebajar la tensión de la reunión. Los dos médicos arrojaban chispas en sus miradas.

—No crean, señores, que existe desconfianza. Pienso que ninguno de los presente tiene reticencias personales ni se duda de su profesionalidad. Ustedes lo han dejado claro. Evidentemente, y en eso sí estamos de acuerdo, el tercer resto no pertenece a un cuerpo humano. Solo pretendíamos, con esta reunión, dilucidar si los tres restos pertenecen al mismo ser. Quiero decir que, estando de acuerdo con ustedes en lo dicho, si el tercer resto perteneció al mismo cadáver, evidentemente, no estaríamos hablando de un crimen. Ni de una mujer.

—Por nuestra parte está claro. Los pies pertenecen a una persona joven del sexo débil.

—Esta mañana hemos podido leer en la prensa muchas tonterías. Sin embargo, hay un dato que nos ha sorprendido y que no hemos terminado de comprender. ¿En qué lugar de su informe, o existe algún anexo que desconocemos, se asegura que los pies tienen numerosos cortes de cirujano realizados por mano inexperta con un bisturí, como si esas extremidades hubieran servido, de manera repetida, para prácticas de los alumnos de medicina? Hasta esta mañana, este detalle era desconocido para nosotros. Y para colmo nos enteramos por la prensa.

—En ningún momento —contestó airado el doctor Lejárraga—, en ningún momento hemos asegurado tal extremo. Los únicos cortes que se han realizado en los dos pies, los hicimos nosotros durante su análisis. Dado que tal cosa publicada hoy es falsa a todas luces, inventada quizá sin mala intención aunque podría alterar la percepción que tienen las personas ajenas del caso, sí quisiéramos que se solicitara por parte del juez instructor una rectificación. Los pies se cortaron del cuerpo de un solo tajo y, estamos prácticamente convencidos, mientras la víctima estaba con vida.

—Eso es atroz; sin duda, la acción de un sádico… —comentó el agente Rajal con gesto incrédulo, como quien le sigue la corriente a un loco.

—Así se hará, señores —intentó zanjar la polémica el juez—. ¿Estamos, pues, de acuerdo con el informe?

—Nosotros, señores, tendrán que disculparnos. Aún mantenemos alguna incertidumbre sobre la identificación de los primeros dos restos. No pretendemos denostar el trabajo de los apreciados doctores de Carabanchel. Sin embargo, como saben ustedes, desde hace unos años, la técnica forense es una de las asignaturas más exigentes de la Escuela de la Policía Gubernativa. Albergamos ligeras dudas sobre el informe final, incluso aceptando que se trate de una talla 32 y que le falten algunas falanges. La morfología del pie que está completo nos impide sumarnos totalmente al diagnóstico o veredicto emitido. En todo caso, sí nos gustaría que se dejara abierta una línea en la investigación por si acaso todo este embrollo no fuera el resultado de un crimen y, si me apuran, ni siquiera hubiera un cadáver humano. ¿No es posible un informe del Instituto de Medicina Legal de todos los restos o de otro forense?

Los forenses se levantaron como dos resortes. Lejárraga, con la cara colorada, empezó a echar espuma por la boca; la saliva le borboteaba y le dibujaba en las comisuras de los labios un reborde blanquecino. Urquiola se volvió a sentar sin decir una palabra. El que llevaba la voz cantante era Lejárraga que contestó en tono áspero, casi ronco, a lo que consideraba una ofensa mirando al juez de instrucción. Era como un partido de tenis por parejas: Rajal y Voyer contra Lejárraga y Urquiola. El árbitro era el señor González, de la federación gallega.

—Señoría, esto es inconcebible. ¡Mala hora! Ahí tiene nuestro informe. Nos reiteramos en lo dicho y nos ratificamos en nuestro primer informe. Ustedes —miró de manera despectiva a los dos policías— podrán estudiar durante algunos meses, incluso un curso, nociones de medicina forense, pero de ahí a cuestionar nuestro trabajo va un trecho que sugiere no solo desconfianza, sino otras cuestiones que no queremos valorar… Señoría, si usted quiere otro informe, no se hable más, pero… Eso no hará que cambiemos de opinión y que nos bajen del burro por no se sabe qué intereses políticos o publicitarios.

—¡Señores, calma! Señores, haya paz. Aún no está resuelto el caso. Y deberíamos centrar todas nuestras energías en la búsqueda de pistas y no en discusiones estériles.

—Según consta en la Dirección General de Orden Público, a día de hoy, en los contornos del descubrimiento no ha desaparecido ninguna mujer joven, ni vieja, de modo misterioso; y  de otros lugares de España que coincida con las características que se indican tampoco se tiene noticia —precisó el agente Rajal.

—Señores, luego, a primera hora de la tarde —empezó a concluir la reunión el juez— quisiera volver al vertedero para realizar otra inspección visual, a pesar de los arduos y minuciosos trabajos de la Guardia Civil, por otra parte, del todo infructuosos.

—¿Nosotros...?

—Ustedes no se enfaden —intentó distender la expresión de los forenses—. No hace falta que nos acompañen esta tarde. Si les necesito, les avisaré. Ahora, vayámonos a almorzar.

Cada mochuelo a su olivo —pensó el juez—. Con esto del ayuno de los viernes de cuaresma tengo una gazuza del carajo. A esta hora, el vientre me aprieta, se encoge y me grita: Manuel, galleguito, mira compañero, deja esos huesos y piensa que desfallezco por unas berzas de vigía o unas papas con pescado y pimentón… Era, según se mire, pecado de gula o placer de dioses.

—¡Ea, señores! Lo dicho, a por la pitanza, sin tregua ni tardanza —se despidió Manuel González de los dos médicos de Carabanchel y de los dos agentes de policía.

Tras la comida, el titular del Juzgado de Instrucción de Getafe acompañado del juez municipal de Carabanchel, don Manuel de Lucas, del secretario del mismo Juzgado Señor Igartúa y del inspector don Enrique Voyer, se personaron en el vertedero del Blandón para la práctica de nuevos reconocimientos. La labor de verificación fue minuciosa pero, desgraciadamente, no dio ningún resultado satisfactorio.


****

A las seis y media de la tarde el juez de Instrucción dio por terminadas las diligencias, regresando a Getafe. Allí le esperaba el agente Gregorio Rajal. Entraron al despacho y el juez le disparó a bocajarro:

—Ahora que estamos a solas, usted y yo, me dirá cuáles son sus conclusiones del examen visual de los restos encontrados. A ver si me aclaro y cojo el hilo correcto para tirar de este condenado carrete.

—Si me lo permite, prefiero no adelantar acontecimientos.

—Carajo. Usted insinúa que los restos no son humanos y, sin embargo, mantiene una actitud aséptica, prudente, demasiado prudente.

—Voy a enseñarle una cosa, señoría —el agente Rajal extrajo de uno de los bolsillos de su chaqueta una gran lupa con el marco de latón dorado y el mango de nácar rosado; el policía hizo ademán de dirigirse hacia los botes que contenían los restos—.Tome y mire usted mismo, a ver qué le parece.

La lupa mostraba los restos gelatinosos de uno de los pies de la presunta doncella con tal detalle y blanquecina exactitud que provocaba un poco de grima y repugnancia. El juez repasó con la lente la parte visible durante unos breves instantes.

—¿Qué ha observado?

—Yo diría, por lo poco que sé de mujeres, que esta señorita no se depilaba. ¡Era una mujer peluda!

—A eso, precisamente, y a algo más nos referíamos el agente Voyer y yo. A poco que se observen los restos con detalle, cualquiera se percata de que tenemos tres extremidades con quince dedos, igual de largos, y que ninguno es pulgar. ¿Cómo es posible? Claro y en el botella. No son humanos. Más no quiero aventurar, de momento, ningún informe oficial. Para eso están los médicos forenses… Al menos los buenos, los que aprovecharon sus días en la Escuela de San Carlos.

A última hora, antes de abandonar las dependencias municipales y dirigirse hacia su casa, Manuel González dictó algunas providencias de carácter reservado que los periodistas no pudieron averiguar. También conferenció con el teniente de la Guardia Civil, D. Alberto García Fontanil, para transmitir y recibir las novedades del caso. De la larga conferencia también se guardó la reserva oportuna. Parece que nadie quería soltar prenda de un caso que alarmaba a la opinión pública. Sin embargo, los periodistas hacían cábalas suponiendo que la conversación giró en torno a los atestados realizados y a las citaciones de los traperos y buhoneros previstas para el lunes.



Luis de Sirval llamó por teléfono al Juzgado de Getafe desde la redacción del periódico La Libertad para intentar sonsacar alguna novedad o contrastar algunos detalles del caso. El secretario le aseguró que el juez ya se había ido a su casa, pero que tenía una información o, mejor dicho, una petición de rectificación que hacerle llegar de parte de los médicos forenses; igual que al resto de redacciones de Madrid. Por lo demás no había nada nuevo. El periodista insistió; de todas maneras pretendía una entrevista con el juez. La alarma social había empezado a extenderse con críticas, aún tímidas, a la labor policial, a la judicial, incluso a la periodística. España cenaba con un debate sobre los huesos del Terol.

—Ciertamente. Pero la entrevista, no podrá ser hasta la semana que viene —le aplazó el secretario—, yo se lo transmitiré en cuanto pueda, aunque el lunes es un día bastante complicado. Están llamados a declarar numerosos testigos del barrio del Terol y los interrogatorios nos ocuparán casi todo el día. Usted me llama a primera hora y le doy la respuesta de su señoría.

9 de marzo de 2017

Primeras noticias en la prensa del espantoso crimen que investiga el juez de Getafe

Getafe 1967. Ilustración realizada a partir de una fotografía publicada por  'Getafe al Paraíso'.

Jueves 8 de marzo de 1923

Al día siguiente los rotativos madrileños publicaban la misma noticia: «Se encuentran dos pies y una mano de una mujer». Tanto La Libertad como La Correspondencia de España dedicaban extensas crónicas al suceso dando cuenta de la actividad judicial y policial de manera objetiva y ecuánime, sin alardes, sin inventar nada ni provocar sensacionalismo... La información de los dos periódicos era exactamente igual, letra a letra, punto por punto, y había sido contrastada —por lo que el juez supo después de leer los periódicos— con la Dirección General de Orden Público. Los hechos se narraban, afortunadamente, sin alarmismo, descartando la relación con el pecho de Prado del Rey, dando cuenta del morbo y del cotilleo que el suceso había desatado en el barrio del sur de Madrid.

Los vecinos, según el autor de la primicia, no recordaban ningún hecho que tuviera relación con el macabro descubrimiento, ni habían visto nada sospechoso por aquellos parajes. La expectación era extraordinaria. Y pondría los pelos de punta al común de los mortales si la opinión pública no se hubiera insensibilizado con los horrores de la Gran Guerra y con el pistolerismo y los frecuentes asesinatos que se producían en Zaragoza y Barcelona. Sin embargo, el vecindario de Carabanchel Bajo se hallaba intrigadísimo, y se hacían muchos comentarios sin base, sin fundamento, puras fantasías que el periodista se había abstenido de reproducir. «Desde luego —acababa el plumilla—, la creencia general es que se trata de un crimen rodeado del mayor misterio».

El ‘Heraldo de Madrid’ iba más allá de la estricta información e intentaba desmontar la teoría de que fueran restos de otra operación quirúrgica. A finales de febrero se había encontrado, en la carretera que une Pozuelo y Carabanchel, un trozo de carne perteneciente, según el dictamen de los médicos que lo examinaron, a un seno de mujer.

El Heraldo, que se intentaba apropiar de una truculenta exclusiva, aseguraba que el resto de la prensa erraba y que el pedazo de carne era un despojo procedente de una operación quirúrgica. La opinión del diario se basaba en que los cortes parecían ejecutados por una mano experta con un bisturí afiladísimo. El vecindario de Pozuelo, la Guardia civil y el Juzgado de dicho pueblo, rechazaban esa posibilidad aunque el hecho aparecía poco claro. Las primeras pesquisas llevaron a los investigadores a buscar a unos individuos descubiertos cuando se disponían a quemar el pecho, huyendo al instante en un automóvil negro que, según se supo luego, había realizado más incursiones por aquellos campos.

Se suponía, en el improbable caso de ser el resto de una operación, que el cirujano de la operación se habría presentado en el Juzgado para explicar los hechos. Y no siendo así, se abría la posibilidad de que se tratase de un horrendo crimen, cuya víctima hubiera sido descuartizada, para ir arrojando o enterrando los trozos en diversos lugares a fin de borrar toda huella. Una versión que se mostraba igualmente verosímil.
Y ahora, se encontraban en Carabanchel dos pies y una mano cercenados, de la misma manera, a base de escalpelo y finísima sierra.

Era fácil rechazar la versión o teoría del Heraldo. Nada más absurdo que la porción encontrada fuera el despojo de una operación quirúrgica, ya que los médicos tienen el justo concepto de su misión. ¿No sería más fácil desprenderse del pecho enfermo a través de los métodos habituales de los hospitales?

Y además, si el pecho y los pies pertenecían al cuerpo de la misma mujer, ¡complicada era la dolencia de esta!, ya que hubo que amputarle todas las extremidades.

Convendría que los profesionales médicos hicieran público el protocolo que siguen para desprenderse de los despojos de una operación; sería importante para restar credibilidad a los que, para vender periódicos, faltando al respeto y ausentes de escrúpulos profesionales, atribuyen esas prácticas a los cirujanos.

La inexistencia de un análisis del Laboratorio de Medicina Legal y los escasos resultado de la Policía, que aún no había localizado al famoso automóvil, estimulaba las habladurías del vecindario de ambos pueblos, expectantes por saber si se trataba de un asesinato —la opinión más extendida y creíble— o si, por el contrario, eran el resultado de esas operaciones quirúrgicas clandestinas cuyos despojos se abandonaban por campos y cunetas como un regalo inaceptable.

Desde primera hora de la mañana el juez estuvo en el Juzgado organizando el trabajo y recibiendo llamadas telefónicas. La primera, tras el reparto de la prensa matutina, fue la del director de Orden Público, Sr. Carlos Blanco. El Gobierno pretendía que este tipo de sucesos tuvieran una solución rápida y satisfactoria. Para colaborar en ese objetivo, los dos agentes que había destinado a la investigación, los señores Rajal y Voyer, quedaban asignados como policía judicial a tiempo completo bajo sus órdenes. También le sugirió que manejara cordialmente el tema con la prensa. El día anterior, según le confió el general Blanco, no hubo más remedio que confirmar oficialmente la noticia a Luis de Sirval. Este periodista se acreditó como colaborador de La Libertad y como representante de una nueva agencia de prensa. Era muy importante, en los tiempos que corrían, según el Gobierno, atemperar las críticas de los periódicos más cercanos a los círculos republicanos y antialfonsinos.

Las dependencias del Juzgado de Instrucción y Primera Instancia del Partido Judicial de Getafe ocupaban dos lóbregos y húmedos despachos y una antesala de la planta baja del edificio consistorial de este municipio. Tras un otoño y un invierno lluviosos, las gruesas y descascarilladas paredes mostraban manchas de humedad y de moho que no desaparecerían hasta finales de la primavera, si esta última estación era seca; de lo contrario, el agua rezumaría de los paramentos verticales y entre las juntas de las viejas y desgastadas losetas del suelo, hasta el día de San Juan. La Corporación ya había decidido derribar aquel viejo e inhóspito edificio y construir uno más moderno y funcional. Incluso se rumoreaba con malicia sobre la elección a dedo del arquitecto del proyecto; así era siempre el método, por el porcentaje prometido bajo cuerda para los que partían el bacalao o por puro y simple nepotismo. Sólo faltaban, y no era poco, los cientos de miles de pesetas que costaría su construcción. Mientras tanto, el juez, el secretario y dos escribanos judiciales, se habían acostumbrado a los lúgubres conciertos de silbo y percusión que provocaba el viento al pasar por las rendijas que el tiempo y las inclemencias térmicas había producido en la madera y entre los junquillos que malamente sujetaban los vidrios que había en los ventanucos de las tres dependencias.

Los dos inspectores esperaban fuera, en el pasillo del Ayuntamiento. Tras el delegado gubernativo, llamó el teniente de Línea de la Guardia Civil. El teléfono negro del Juzgado echaba humo. El juez empezaba a tener la oreja caliente.

—¿Señoría? Soy Alberto García Fontanil, ten…

—Buenos días, teniente. Me complace saludarle. ¿Alguna noticia de la inspección del vertedero y de los alrededores?

—Le dimos tantas vueltas a la basura que hasta los vecinos, a cientos de metros, empezaron a taparse la nariz. Aquello es una auténtica porquería, el paraíso de las ratas del Terol. Francamente, es un lugar malsano e insalubre para la población cercana. Tras un buen rato removiendo la inmundicia, uno de los agentes encontró un hueso largo, en concreto parecía un fémur, con bastante carne adherida aún. Rápidamente envié el descubrimiento a los médicos forenses para comprobar si tenía relación con el caso que nos ocupa. A primera vista podía ser, aunque estaba algo putrefacto, un muslo del mismo cuerpo que los pies encontrados. Los dos médicos aseguraron que se trataba, efectivamente, de un muslo, pero no de una persona sino de un puerco, de un marrano o de otro animal, tras lo cual volvimos a arrojarlo de nuevo al vertedero. Imagínese usted el hedor y el asco… Esa ha sido la única incidencia y lo poco que le puedo contar. No hay pistas, huellas, ni indicios…

—Hace un momento me ha telefoneado el director de Orden Público, el general de brigada don Carlos Blanco, y me ha urgido a la resolución del suceso apoyándome en ustedes, en la Guardia Civil, y en los agentes que han asignado de manera exclusiva al caso, los señores Rajal y Voyer. Es importante que algunas parejas y algunos suboficiales del cuerpo visiten de manera inmediata y urgente a todos los traperos del barrio del Terol y del resto de los Carabancheles, incluso de Villaverde.

—Eso nos va a llevar tiempo… En los tres barrios hay más traperos, buhoneros, mercachifles y quincalleros que vecinos, aunque parezca imposible.

—Bien, veamos. En el suceso que nos ocupa, habrá que tener presente dos posibilidades; una que se trate de algún médico o estudiante, que no precisando esas partes del cadáver utilizado para las prácticas las hubiera arrojado a la basura.

—¿Y la otra?¿El crimen que…?

—También es posible, por desgracia, aunque de momento no hay noticias de personas desaparecidas. Esta línea de la investigación se la encargaré a los agentes Rajal y Voyer, en coordinación con ustedes, claro. Por tanto, no deben esquivar el interrogatorio de los vecinos que crean o que hayan visto algo sospechoso; estar atentos a los habitantes de la barriada del Terol declarados prófugos en los últimos meses por asesinato o por heridas de arma blanca, incluso agudizar el oído en las peleas conyugales que hayan traspasado las ventanas de las casas y sean pasto de la curiosidad de chismosas y correveidiles. En realidad, ahora mismo, no podemos descartar nada.

—Al momento doy las instrucciones precisas para que empiecen los registros, las inquisitorias y cuantas indagaciones podamos llevar a cabo con las parejas que tenga disponibles. El cabo primero Redondo coordinará todas nuestras tareas y le transmitirá a usted los resultados.

—Una última cosa, don Alberto. Quiero, además, que realicen atestados de cuantas intervenciones tengan y que citen, el lunes día 12 a las diez de la mañana en mi despacho de Getafe, a todos los traperos y buhoneros que viven en el Terol y que, por tanto, serán los que visiten de manera más regular ese vertedero; igualmente a los moradores de las casas que se levantan allí que hayan visto u oído algo extraño. Cuando tenga la relación de los requeridos, le agradecería que me la hiciera llegar. Adiós, y de nuevo gracias.
El juez colgó el teléfono y llamó al secretario.

—¡Señor Murias!

—¿Si? Señoría…

—Que pasen los agentes.

Gregorio Rajal y Enrique Voyer, los agentes Cuerpo de Seguridad y Vigilancia asignados por la Dirección General de Orden Público se encargarían de la investigación criminal. Eran una pareja dispar. Uno era flaco y joven; el otro, viejo y entrado en carnes. Uno, afeitado con largas patillas; el otro, con una barbita canosa de chivo, al estilo de las que se habían puesto de moda con la revolución rusa.

—Partiendo del lugar del hallazgo y suponiendo que los forenses estén en lo cierto, que se trata de un espantoso asesinato, habría, primero, que confirmar que no existan denuncias de personas desaparecidas que se pudieran ajustar a la descripción de la víctima; segundo, investigar en los alrededores de la calle Santa Isabel y Atocha los despachos de compraventa de cadáveres para fines didácticos de los alumnos o profesores de la Facultad de Medicina de San Carlos, por si hubiera alguna transacción desde las Navidades hacia acá del cuerpo de una mujer joven con los pies pequeños; y por último, girar visita a las casas de lenocinio más frecuentadas para averiguar, en esos ambientes, la existencia, o no, de alguna pupila desaparecida, incluso de algún escándalo marital o asunto de cuernos reciente.  Dedicación a tiempo completo, se llama eso. Coge la gaita: camina y sopla.

Tras despachar con los dos agentes de paisano del Cuerpo de Vigilancia, Manuel González dictó una providencia para que los huesos que no se habían enviado al Instituto de Medicina Legal se conservasen en alcohol o cualquier otra sustancia, para reservarlos por si fuesen necesarias ulteriores comprobaciones y, además, ordenó su traslado al Juzgado de Getafe.

Antes de la hora del almuerzo, interrogó otra vez a los muchachos que habían encontrado los huesos. No aportaron nada nuevo salvo que en un primer momento, antes de entregar los restos al alcalde de barrio, habían acudido a la abuela de uno de los zagales que jugaban la tarde del martes en el vertedero de El Blandón. La abuela de Perico aconsejó al atemorizado batallón infantil que no contasen a nadie el descubrimiento. Según la declaración y las palabras exactas de Jacinto, la vieja les dijo «que los pedazos de gente que habían encontrado eran asuntos del mismo demonio y que lo mejor era no meterse en embrollos ni cuitas que tuvieran que ver con muertos y criminales».

La declaración de los niños era pura anécdota, una vía que no llevaba a ninguna conclusión. La vieja chocheaba. ¡Carajo!


***


A primera hora de la tarde acudieron los agentes del cuerpo de Vigilancia, señores Rajal y Voyer. Trabajaban juntos desde hacía solo unos pocos meses. Gregorio Rajal era un hombre instruido en gramática y ciencias, con nociones de criminalística y criminología, leyes, psicología criminal, antropometría, dactiloscopia y toxicología entre otras materias. Era uno de los miembros más destacados de la nueva escuela de la policía científica. Su compañero, el señor Enrique Voyer, era más joven y parecía que estaba recién salido de la Escuela de Policía gubernativa, aún en proceso de prácticas. Uno era el maestro y el otro el pupilo. Rajal llevaba la voz cantante, y Voyer miraba y callaba.

—Señoría, buenas tardes.

—Buenas nos las dé Dios. ¿Ya están aquí, tan pronto?

—Es muy extraño. Tras dejarle a usted y planificar nuestro trabajo, a última hora de la mañana realizamos una inspección visual a los restos encontrados. Ha de saber que el tercer trozo, el que debería haberse enviado a Medicina Legal, según dispuso usted mismo, aún está en el Ayuntamiento de Carabanchel; eso sí, dentro de un bote de cristal con alcohol. No hay demasiada prisa ni agilidad por parte de los médicos de Carabanchel.

—¿Algo más más? Cualquier cosa ¿Una pista, un rumor…?

—Después de unas sencillas consideraciones y una observación superficial de los restos depositados en Carabanchel, nos tememos que podría haber algún error en la identificación de los huesos…

—Digan.

—No somos, en el momento actual de la investigación, los más indicados para avanzar una teoría alternativa. Lo repetimos, el tercer resto ya debería estar en el Instituto de Medicina Legal. Así, posiblemente, no tendríamos la sensación de que trabajamos en vano.

—Pero, ¿dudan ustedes del informe de los doctores Lejárraga y Urquiola?

—A simple vista hay indicios suficientes, por supuesto según nuestro análisis, que darían un giro inesperado a este caso… Creemos, con todo el respeto señoría y sin que transcienda esta opinión, que debería solicitar a los dos médicos titulares que vuelvan a estudiar los restos y que emitan un nuevo informe, ratificando o rectificando su primer dictamen.

—Carajo… ¿Y no me pueden adelantar sus conclusiones? Mañana exigiré a esos dos matasanos que se pronuncien de nuevo. Pero, demonios…

—Preferiríamos no adelantar acontecimientos, señoría. Pero si el tercer resto, el que parece una mano, pertenece al mismo cuerpo que los dos pies, sin duda alguna, no se trataría de una persona. Perdone usted la reserva de nuestras observaciones mientras los doctores realizan su informe. Pero es mejor así. Aún se puede apreciar, a pesar del deterioro, que los dedos de lo que parece una mano están unidos por una especie de membrana interdigital…

—¿Es un acertijo, tal vez? ¿Una adivinanza? ¿Y si la mano fuera de otro cuerpo…? ¿Qué? ¿Quieren decir que sería de un animal, de un pato o de qué…? ¿Cómo se podrían confundir los huesos de una persona con los de un animal? Bueno —terminó la disquisición el Juez—, ahora mismo llamaré a los señores Lejárraga y Urquiola para que ratifiquen o rectifiquen su informe. Ustedes, tomen con celeridad el procedimiento y las tareas que les encomendé esta mañana.

—De acuerdo, señoría.

—Antes de que se vayan, insisto, mañana viernes, a última hora de la mañana, con el nuevo informe de los dos matasanos, mantendremos una pequeña reunión. Ustedes, los doctores y yo para zanjar las dudas que ahora se ciernen sobre los huesos y el cuerpo del que formaron parte. Les espero. Si antes de esa hora tienen alguna noticia relevante sobre el caso, les ruego que me la comuniquen.