El destino del pirata es apoderarse de una libertad que se tuerce en fatalidad”. G. Lapouge
I
El cielo, de suave tonos zarcos en la lejanía, apareció aquella mañana acelajado. El mar, como una lámina de plomo, reflejaba la claridad grisácea que producían los débiles rayos del sol otoñal a través de las nubes. Los barcos se mecían con suavidad, gimiendo un sordo ronroneo, como presagiando la solemnidad del día, en las aguas del puerto de White Point, cerca de la ciudad de Charlestone.
El numeroso público, reunido en grupitos, hacía comentarios sobre las ridículas e imaginarias poses obscenas que intentaban plasmar en el rostro de los ajusticiados desde que, sin tener aún noción de las razones y objetivos de aquellos espectáculos, recibían de labios paternos idénticas groserías intentando repetir el involuntario y postrer gesto de algún pirata vulgar.
La algarabía de risas, gritos y posturas cómicas se sucedían sin tregua. Algunas manos inquietas, amparadas por el bullicio y la promiscuidad general, se dirigían inconstantes rápidas hacia el trasero de las criadas juguetonas, redondos e insinuantes, pero inexpugnables, acostumbrados al acoso por el repetitivo acto de ejecutar bandidos.
El arremolinar de las gentes, el ascender del humo de los cigarros habanos, el murmullo del mar al rozar con los barcos anclados en la White Point y las persecuciones de los niño jugando a piratas, mientras para esquivar el último zarpazo de la justicia giraban apoyándose en los muslos macizos o en la falda de alguna pomposa y grave dama, constituía un magnífico ambiente para admirar, por el lado contrario al infantil estirón, la bella geodésica de la cadera femenina.
Era un espectáculo, sin duda, para el caballero que, dignamente indignado, llevaba su mirada celosa del lujoso reloj suizo al patíbulo y de ahí a la calleja por la que ya se retrasaba la justicia. Pensó en la zafia y repulsiva plebe.
Decididamente eran unos patanes. Aquello era un acto de aprendizaje, una lección y no una fiesta obscena donde los comerciantes, los marineros y hasta los campesinos se fijaban con idiota insistencia en el escote y en los repliegues de la falda de su mujer arrebujada contra el pubis por la brisa marina; como si se dejara traslucir o adivinaran el color blanco de su piel, como si el pubis de la mujer ajena no se pareciera infinitamente al de la propia..
El ajetreo y el tumulto cesaron ante la insistencia del rumor que anunciaba la presencia del protagonista principal de la tragedia; desde la calleja que desembocaba al puerto llegaban, como olas, los comentarios del público. El mayor Bonnet, Edwards, como se había hecho llamar en los últimos meses, era prácticamente arrastrado por dos marineros hacia la horca. Un destino ineludible marcaría el argumento y el final. Era el fin de Stede Bonnet. El fin de una singular aventura. Su trayectoria como pirata era escasa. Todo había empezado un año y medio antes..
II
Una mezcla de hastío, insatisfacción y rabia envolvía su vida cotidiana; el desasosiego que padecía era extremo. Su existencia en la isla de Barbados era aburrida, un transcurrir lento y monótono; sin alicientes; como la de cualquier hacendado.
El mayor Stede Bonnet se había casado con la hija de un rico comerciante; una hembra inquietante y bella, de tetas gordas y enhiestas como la proa de un barco. Sin embargo, reciente aún el matrimonio, la vida de casado derivó en constantes escaramuzas de evasión, peleas verbales; sin llegar nunca, eso era lo peor, al necesario cuerpo a cuerpo de la alcoba. La señora Bonnet estaba loca de atar.
Fue por remediar tal estado de cosas que tomó la decisión de adquirir un pequeño barco; había comunicado a sus conocidos y familiares un repentino interés por el comercio marítimo. Sin embargo advirtió a los a los marineros que enroló de sus verdaderas y ocultas intenciones. Había decidido embarcarse bajo la bandera pirata, convertirse en un auténtico corsario a pesar de lo inusual del caso. Nunca antes un capitán había contratado a los piratas ni había comprado el barco; lo llamaría Venganza, contra el hastío, la señora Bonnet o la misma vida.
Ahora comprendía que había utilizado el barco como remedio mortal, sucedáneo del suicidio. Al aparecer en la explanada y observar a la multitud comprendió con angustia que estaba allí para presenciar su ejecución. Miró al patíbulo y lo vio muy lejos. Lejos por la sensación que le auguraba la agonía del trayecto; lejos por el tiempo que transcurría lento y parsimonioso. Le dolía íntimamente aquella extensión de tiempo y gente.
Caminaba despacio. Un marinero abría el cortejo con el bastón de mando en plata del Almirantazgo; luego él, sostenido por otros dos guardianes, entre una infinidad de cabezas que se reían y chillalban; detrás quedaban otra infinidad de rostros y el resto de la guardia del gobernador de Charlestone. Uno de los esbirros portaba jocoso un ramo de flores que le intentarían poner entre las manos en el momento oportuno.
Pensó que nunca había visto una ejecución y recordó con nitidez la frase del Coronel Rhett al desembarcar en la bahía la última vez que lo apresaron. Mañana volará tu tripulación. A la mañana siguiente, escuchó el ajetreo. Uno a uno, los tripulantes del Venganza pasaron por el pasillo de la cárcel para no volver. Era su último paseo por tierra firme. Llevaban las manos esposada y sus caras expresaban todo el temor que puede esconder la mente humana hacia la muerte.
No pudo ver las ejecuciones. A medio día notó cierta agitación. Resultaría pesado para el verdugo del rey eliminar la funesta carga que representaban veintitantos de los más inútiles corsarios. A las cuatro cesó todo movimiento. El silencio era absoluto. De cuando en cuando escuchaba el graznar de algún pájaro costero. Luego dejó de llover. Sería triste morir bajo una lluvia monótona, inquietante y con el cielo gris y pardo, confundiéndose en el horizonte con un mar estático y plomizo.
Le inundaba una extraña nostalgia; añoraba el sol tropical, los climas cálidos, los aromas sabrosos… Era la maldita melancolía. Qué frágil resultaba la vida humana. El universo gris que hace, automáticamente, un día después de una noche, nos condena a ser meros intérpretes de una tragicomedia que jornada a jornada cierra el telón insensible a la vida y a la muerte de los actores. El globo gira indiferente de los sentimientos y la razón de los individuos.
Todavía en la mitad del recorrido sintió cercanas y amenazadoras la multitud de cabezas y rostros que le animaban a morir bien, las bocas que le tiraban burlas y, lo más molesto, algún que otro escupitajo que no podía limpiarse por por llevar las manos atadas. Atrás quedaban otro mar de cabezas que se reían y le chillaban. Uno de los guardias portaba aireándolo un ramo de flores que le intentarían poner entre las manos. Dentro de breves instantes no sentiría la miseria de la vida.
Comenzó a revivir alguna de las escenas de la batalla en los canales del cabo Fear. Fue su gran derrota. Era absurdo; su cerebro, sin orden predeterminada, viajaba en un barco de tres mástiles, extrañamente esbelto. Los foques, que pendían del palo de proa y llegaban, el mayor, hasta el bauprés, le concedían una imagen agresiva, aguda, hiriente.
Había olvidado las largas horas encallado en la arena por culpa de la marea. De repente llevaba todas las velas desplegadas. Los juanetes, los foques, las panzudas gavias, los cabos, maromas y gúmenas tirantes en un supremo esfuerzo por contener la avasallante acometida del viento y del agua. El solo gobernaba el timón; halaba y escotaba velas; corría de popa a proa.
El Venganza dejaba atrás, entre los profundos surcos de las olas que dibujaba la quilla, una estela de espuma burbujeante. El mar encrespado levantaba olas imponentes que rociaban a cada vaivén la cubierta y rebotaban en el casco produciento blanquísimos retazos de espuma que le salpicaban la cara y los labios…
III
El aspecto policromado y variopinto de la bahía de Honduras se había impreso en su cerebro. Veía la abigarrada muchedumbre que pululaba por el puerto y recordó por momentos, dentro del recuerdo, alguna de las escenas que le quedaran grabadas en uno de los escasos viajes que hizo con su padre cuando aún no sabía leer.
El cielo azul, diáfano, ofrecía matices delicados. El sol producía extraños reflejos en el mar y en la piel de los negros que, inquietos como hormigas, transportaban de aquí para allá toda clase de mercancías. El trasiego de los esclavos, el ir y venir de los barriles denotaba un febril actividad económica. No había quietud. Los marineros se dedicaban a arreglar pequeños desperfectos en los aparejos.
Caminó abstraído por el puerto mientras mordisqueaba la fruta que se vendía por doquier en los numerosos tenderetes instalados. El olor salobre del mar y el aroma de los frutos maduros, el pescado ahumado y los chillidos de los papagayos eran sensaciones que afloraban en su consciencia, directamente desde su niñez.
Se sentó en una piedra. Observó los mástiles de los barcos intentando divisar el “Venganza”. En una pequeña ensenada cercana, sobre la arena, había dos esqueletos de barcos. Solos. Muertos. Dos ratas con el rabo pelado paseaban nerviosas entre las tablas ya carcomidas por el gusano broma. Al fin, este es también el destino de los hombres. Para qué vivir acumulando riquezas o persiguiendo clandestinamente damas o criadas.
Mañanas así de soleadas o las próximas aventuras que habría de vivir valían al cambio mucho más que cincuenta años trabajando honradamente hasta que un día, en una mullida y amplia cama, llegase un final tan triste como cada una de las noches que nos suicidamos al quedar profunda y satisfactoriamente dormidos. Luego vienen los gusanos. Al hombre también le espera un destina parecido al de los barcos; pensó sonriente en la escena de los gusanos afanosamente atareados en reducirnos a la mera osamenta.
IV
El humo y el griterío eran insoportables. Había visto muchas tabernas en su vida, sobre todo mientras duró su estancia en el ejército de su majestad; en casi todas el ambiente era parecido, aunque, quizás, en aquella era especial, como un escenario siniestro.
Allí estaba una parte del peor desecho de la sociedad. Pidió ron. Consideró la posibilidad que fuera al revés. Quizás hubiera que pensar que allí retozaban los hombres más libres del mundo, aparte de las cadenas que los ataban un día y otro a un barco pirata y, otro más, a una taberna donde por unas pocas monedas podían tocar, de vez en cuando, alguna teta entre rojiza y negra por el continuo rozar de las barbas alborotadas y las manos negras, ignorantes de la función del jabón; o seguro, con oro contante y sonante, copular como un animal con alguna meretriz gorda tras los recovecos, tapados con maderas, a propósito para tales faenas.
A menudo se oía proveniente de aquellas esquinas, entre las risas y el alboroto general, el rugido de algún “perro de mar” mezclado con los suspiros casi asmáticos de la mujer con los pechos totalmente fuera del enorme escote y las faldas remangadas. Nadie se preocupaba de tales coyundas. El ir y venir de los vasos de ron o las jarras de cerveza hacia las mesas o el de las parejas hacia las esquinas, el continuo ascender de las voces, el humo de los tabacones, la luz mortecina que entraba por el ventanuco enrejado y las paredes ennegrecidas enmarcaban un espectáculo único a los ojos de Stede.
Recordó que fue allí donde conoció a Barbanegra.
- Cómo te llamas -dijo con voz ronca y potente.
- Stede.
- ¿Cómo? ¿Estí? ¿Habéis oído? -se volvió hacia su parroquia .
- Estí…
Barbanegra soltó una sonora y larga carcajada, mientras los demás alborotaban, chillaban y reían; levantó la pistola…
Notó otra vez el temblor en los labios y en los dedos de las manos. Sentía las piernas débiles. Próximo a la tarima del patíbulo, inmiscuido en sus propios recuerdos, escuchó los gritos de aquellas fieras que le llamaban cobarde. Recibía las risas y las burlas como bofetadas. Observó al verdugo y a la silueta del juez recortada por el fondo gris de la linea del horizonte donde se juntan el cielo y el mar.
Stede apenas oía ya las burlas del irrespetuosos público, ni prestaba atención a las palabras del leguleyo que mecánicamente enumeraba de nuevo sus delitos. Repetía, idéntico, el discurso del juicio que plagaba de citas bíblicas. sus maestros de infancia utilizaban el mismo método. Inculcaban las enseñanzas de las Sagradas Escrituras gracias al miedo ancestral y primitivo del ser humano.
El poder siempre trabaja con las mismas herramientas. Las religiones convierten a las sociedades en sistemas teocráticos donde los jueces, meros legos, aplican sin piedad la ley de los dioses.
El juez Trott seguía enviando salvas de citas bíblicas. Era insoportable… El gobernador permanecía silencioso, pero aprobando con ligeros movimientos de la cabeza, todas y cada una las palabras del leguleyo. “… por tanto, yo, Nichoolas Trott, juez de Charlestone, te condeno a tí, al llamado Stede Bonnet, a ser ahorcado por el cuello hasta que mueras. Y que Dios en su infinita misericordia tenga compasión por tu alma…”
La caricia involuntaria de los dedos gordezuelos y bastos del verdugo le produjo un suave cosquilleo. Luego, el roce áspero de la soga en su garganta. Se dejaba hacer. No es difícil morir, pensó mientras el juez le inquiría sobre su última voluntad; con un vago movimiento de la cabeza indicó su negativa. Escuchó el silencio del público.
Lo más molesto era la espera; cuanto antes mejor. Nadie comprendería… La experiencia propia no repercute en el discernimiento ajeno. La cuerda húmeda se había ceñido a su pescuezo. De antemano sabía que su instinto de conservación estaba derrotado. Sabía de intentos de suicidio en los que había sido más fuerte el instinto que el deseo de morir.
Oía el rumor del mar. De repente notó que estaba en el vacío, bailando como un péndulo trágico. Sus pies habían perdido el apoyo. Era el acto final. Le dolía la garganta brutalmente oprimida. Su pecho parecía querer explotar. Notaba su cara ruborizada. Entonces percibió el instinto de conservación. Era su lengua, que luchaba con el espacio exterior, queriendo hacer hueco al aire. Oía un rumor sordo de gritos. Dejó de sentir los pies, las rodillas, luego el vientre…
Notó las flores entre sus manos. Ya no le molestaba la garganta, ni siquiera la burla. El mar azul se volvía a cada momento más oscuro. Un dulce sopor le inundaba el cerebro que, lentamente, dejaba de discernir el ruido, el color, el dolor…
Por último, supo -quizás no veía- que el mar y el cielo estaban negros. No había luna ni estrellas aquella noche hermosa… Mientras el morboso público se retiraba de la explanada del puerto, el galeno de la prisión certificó la muerte de Stede Bonnet. Al cortar la soga, el cuerpo del corsario cayó del cadalso al carro, sintiendo lejos, muy lejos, el golpe sordo que lo transportaba a la eternidad.
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Publicado en el libro "Primeros Cuentos". Ayuntamiento de Getafe . 1982
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