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7 de marzo de 2017

El arte de la palanca

Fuente de la Plaza Carretas en 1939. Foto de Nandi Guisado Palacios publicada por cortesía del grupo De Getafe al Paraíso. Al fondo, casa del médico José Sánchez Morate



  
Getafe. Martes 6 de  marzo... de 1923

Manuel González y José Sánchez-Morate se dirigieron por la calle Madrid en dirección al Ayuntamiento. Era hora de recogerse. El doctor vivía en un chalecito de la calle Jardines, a tiro de piedra del Consistorio, frente a la plaza de Marcos Cádiz, un ensanchamiento al que daban las fachadas de varios caserones de arquitectura manchega, propiedad de algunos de los más ricos agricultores del pueblo. Entre ellos destacaba el que ocupaba íntegramente la arista norte de la plaza y que era propiedad del que fuera alcalde en 1915, Jacinto Cervera; una enorme casona con las fachadas pintadas en un color cálido, entre ocre y amarillo, con nueve ventanas contorneadas en blanca cal, rejas de forja negra, una puerta de nogal y un portón de cuatro metros de ancho. La plazuela, a la que todo el mundo conocía como de Carretas, debía su nueva denominación al cura párroco fallecido en 1911. Los concejales del Ayuntamiento, influidos por el secretario municipal, Felipe de Francisco, acordaron homenajear al cura otorgando su nombre al céntrico ensanchamiento y colocando dos placas de mármol blanco. Ligeramente desplazada del centro del espacio abierto, hacia la casa del exalcalde, se había construido una fuente con cuatro caños que servía a la vez para la recogida de agua de uso doméstico y como alberca para abrevadero de las caballerías, un remanso de aguas verdosas que emitía en las tardes de verano su rumor continuo de agua corriente, su cuádruple y poderoso borboteo como la música que mana de los jardines árabes.

El juez vivía en la calle Magdalena, la vía con más solera del pueblo, aunque en declive, pues en los últimos tiempos la travesía de la carretera de Madrid a Toledo a su paso por el municipio se imponía como calle residencial y comercial. La calle de la Magdalena, que además daba nombre al barrio, comunicaba la plaza homónima de la patrona del pueblo bajo cuya advocación estaba consagrada la iglesia parroquial con la plaza de Canto Redondo, cerca del límite donde empezaba el barrio de San Eugenio. La casa del juez estaba adosada a la de Concepción Recio, que poseía uno de los talleres de moda y sastrería con más prestigio de la villa. Cerca de allí, en la misma calle Magdalena, había otra pequeña fuente semicircular a la sombra de dos enormes árboles, dos recias y vigorosas moreras, adonde acudían las mujeres con sus peroles, cántaros, pequeñas ánforas y sus carretillas de una sola rueda para llenar las dos tinajillas de barro con las que iban equipadas. En sus proximidades se fundía el rumor del agua de la fuente y el murmullo de las conversaciones y los cotilleos de las mujeres que los días soleados y calurosos revoloteaban como las avispas en torno al frescor del agua y la sombra de los árboles. El trayecto hasta su domicilio hubiera sido más corto de haber torcido directamente desde la calle Madrid hacia la calle del Hospitalillo de San José que conducía, un poco más allá de la calle principal, al lavadero municipal. Sin embargo, prefirió dar el rodeo a la gran manzana en uno de cuyos lados estaba incrustado el centro de beneficencia, para acompañar a su amigo el médico y así, de camino, dar un paseo a esa hora del crepúsculo en el que la luna empieza a derramarse por los tejados.

Retomaron la charla mientras pasaban por delante del escaparate de la moderna pastelería de Amalio Martínez Izquierdo, y por las principales casas del pueblo, adosadas en los primeros números de la calle Madrid, hasta llegar a la lujosa y magnífica mansión propiedad de la familia del que fuera abogado insigne y alcalde de la Villa, Gregorio Sauquillo, asentada en la misma plaza del Ayuntamiento y que se había construido a principios de siglo con un estilo modernista sin renunciar al sabor de la arquitectura autóctona a base de filigranas de ladrillos de dos colores. Era, del Casino a la Casa de los Sauquillo, el único trayecto que estaba adoquinado como Dios manda. La calle Madrid y la de la Magdalena competían por ser las más importantes del municipio. Una en su vejez y otra en su juventud radiante. Durante el siglo XIX, la más señera había sido la de la Magdalena, antigua travesía hacia Toledo desde la calle Villaverde y que frente la iglesia se bifurcaba hacia Toledo y hacia Pinto. En ella estaban algunos de los comercios e industrias más importantes, como la fábrica de juguetes de Filiberto Montagud, las pompas fúnebres Benavente, modistas, cacharrerías, la casa de los párrocos; una calle que era recorrida por las más de treinta procesiones que se celebraban a lo largo del año. Desde los primeros años del siglo XX, sin embargo, fue la de Madrid la que asumió el papel de travesía del camino real arrebatando a la Magdalena el honor de arteria de la máxima categoría; además de la confitería de Izquierdo, en ella se habían instalado varias panaderías, dos hojalaterías, dos barberías, un taller de zapatería, un cedacero, una guarnicionería, una carpintería, una tienda de ultramarinos, una taberna y dos bares con pretensiones. Cada día era más caro y difícil instalar un negocio en la transitada calle de Madrid.

Caminaban el médico y el juez despacio, degustando el aire que bufaba la sierra de Guadarrama sobre el sur de la capital en los estertores del invierno. Era la suya una conversación recurrente en los últimos meses, vehemente y, a la vez, tediosa por estar más sobada que el culo de la Zurda. La situación del país parecía no tener arreglo, por doquier se divisaba un panorama desolador, sin apenas soluciones perceptibles. Los periódicos eran el reflejo de una nación fracturada con un sistema social caduco en el que el pueblo estaba cada vez más empobrecido y los ricos, cada día más ricos, cresos, inmunes a la situación del país, casi idiotizados en el cuidado de sus fortunas. A pesar de ello, al margen de las locuras anarquistas y las utopías socialistas, aún había vida, aún había esperanza. El juez empezó a hablar, si cabía, con más sigilo, bajando el tono de voz y deteniendo sus pasos en la misma plaza del Ayuntamiento, justo en la esquina desde la que se vislumbraba la plaza de las Carretas y se oía el borboteo de los cuatro caños y el vertiginoso rumor del agua que se vertía de la pileta al abrevadero.

—Me ha gustado lo que ha dicho Tiburcio. España no existe: ¡españoles reconstruyámosla! Es un joven muy avispado. Muy intuitivo. Tengo que confesarte que ya se ha iniciado esa tarea. Es cierto que algo importante se cuece por arriba, menos mal. A Dios gracias que hay quien se ha empecinado en construir de nuevo la patria, para renovar su antiguo esplendor, dar brillo y reverdecer los antiguos laureles. La España actual se refleja en los charcos de este pueblo. Las eternas disputas políticas, sin dar una solución a los problemas, la alternancia adormecedora de los gobiernos para aprovecharse de la misma podredumbre y corrupción, acabarán sin remedio con la convivencia pacífica. Las peleas pueblerinas entre la Piña, el gremio de Labradores y la Unión Obrera son el reflejo de lo que pasa en este país. El sistema se sostiene con los secretarios, que son en realidad los que mandan en los municipios, y con el refuerzo de la Guardia Civil. Los alcaldes y ediles figuran tan solo, por regla general, como representación de la aristocracia del arado y, como tales, qué más se podría esperar de ellos, ignorantes labradores. Nada por aquí, nada por acá —se señaló las dos partes de la cabeza el juez, negando a la vez con el gesto y con el vaivén de la cabeza—. Ya viste el reciente decreto del Gobierno regulando el sueldo de los secretarios y prohibiendo la percepción de ninguna cantidad más a la fijada, en ningún concepto. Ellos son la correa de transmisión del sistema, pero hay que poner límite a sus ambiciones y, sobre todo, a su codicia y a su deseo inmemorial e irrefrenable de aprovecharse de lo público a cambio de ser garantes del orden establecido y de mantener a raya a obreros, jornaleros, desventurados y miserables.

—¿Por qué dices que se cuece algo? ¿Qué es?

—El mes pasado tuve la ocasión de mantener una conversación privada con Carlos Vergara... Cailleaux.

—¿El juez?

—Sí bueno, es magistrado de sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo. Fue a finales de enero, durante un banquete en Madrid con motivo de la jubilación de su hermano mayor Marcelo como jefe de Administración de primera clase del Cuerpo de Abogados del Estado.

—Sí, lo leí en la prensa hace poco. Creo recordar que fue en algún número de El Globo del pasado mes de febrero en el que se hacía eco del decreto publicado en La Gaceta sobre su jubilación.

—Supongo que sabes que los dos hermanos nacieron aquí en Getafe...

—Su padre fue el que vendió los terrenos a las Ursulinas para la construcción del colegio de la calle Madrid. Por esa razón, supongo, la calle que comunica la de Olivares con la de Sevilla y llega hasta la puerta del convento se denomina Vergara. Eso tengo entendido. ¿No?

El juez asintió con la cabeza e interrumpió un momento su argumento para explicarle a su amigo el tema de las monjas. Las Ursulinas pertenecen a la Sagrada Familia de Burdeos, una Congregación fundada hace algo más de cien años, exactamente en 1820, por el sacerdote Pedro Bienvenido. Las hermanas llegaron a Getafe desde Madrid en 1857 de la mano de Manuel Vergara, el hermano mayor de la Congregación de San José. Instaladas desde un principio en el Colegio Virgen de Loreto de Madrid, acordaron con la junta de beneficencia del Hospitalillo de San José hacerse cargo de la atención a los enfermos por la respetable cantidad de 6.600 reales anuales de la época con la condición de atender los gastos de manutención, vestido y lavado de ropa, la sacristía, la cocina y la alimentación de los hospitalizados. Ese contrato duró un par de años. Los terrenos sobre los que empezaron a levantar un nuevo colegio de señoritas fueron adquiridos por la orden a la misma familia Vergara. El negocio era redondo. Por aquí sale de una Congregación hacia otra Congregación y por aquí, entre misa y misa, entra a la talega de los Vergara. Hasta la beneficencia y las obras pías civiles están manchadas por el velo negro que oculta el latrocinio, el envilecimiento y la deshonestidad.

—¿Quién controla las cuentas de esas guaridas de curillas y beatos meapilas? —remató Sánchez-Morate con cierta sorna la disquisición sobre los terrenos de las monjas.

—Exacto. Volviendo al tema que nos atañe, me extrañó —continuó el juez con la confidencia que estaba a punto de revelar a su amigo— que en el homenaje a don Marcelo solo estuviera el secretario del Ayuntamiento. De hecho, los secretarios municipales de la provincia de Madrid estaban casi todos. Ellos son las columnas en las que descansa la estructura del Estado español, la red de gobierno que propugnan liberales y conservadores; desde el presidente García Prieto, seguidor de las ideas de su suegro y paisano mío, Montero Ríos, que en paz descanse, al jefe de la oposición, Sánchez Guerra. Y el de todos los gobiernos, sean del signo que fueren, que quieran subsistir, lo que los socialistas califican, no sin cierta razón, con el adjetivo de clientelar y caciquil. Y no es peyorativo. Es la realidad más cruda de la España rural. Lo sorprendente es que no estuviera Juanito, el alcalde, pues había muchos ediles y jueces de la provincia. Hablamos un buen rato y me confió que se está preparando un cambio de timón. Un golpe de autoridad contra la política decadente que nos desgobierna, sin que importe mucho el futuro de la Monarquía. Eso me produce una cierta desazón pero es inevitable. La Corona se ha ganado el rechazo popular a pulso.

—Los Vergara y los Gómez de Francisco no son, que digamos, buenos amigos; ni tienen relaciones cordiales, y diría que ni siquiera se llevan. Lo de siempre, rencillas rusticanas, discordias y desavenencias sobre las lindes y la propiedad de las tierras. Y gracias a Dios que se saludan, al menos en la iglesia con las devotas imágenes como testigos.

—Bueno, a lo que vamos, Pepe, que se nos hace tarde. Resumo. Los militares están preparando un golpe, un puñetazo en la mesa. El ejército está cansado del deterioro de su imagen desde que se perdieron las colonias hasta la dichosa guerra de África; sobre todo tras las críticas de la prensa más cercana a posiciones liberales, socialistas y anarquistas que han tomado como referencia para su ataque el informe elaborado por el general Picasso. Por lo poco que ha trascendido, en ese documento se determinan las responsabilidades del alto mando por los sucesos de Melilla, concretamente de los generales Silvestre y Navarro, muertos en el desastre de Annual, y también del alto Comisario en Marruecos el General Berenguer; incluso se deja entrever los intereses económicos de la Corona. Negligencia y negocios por los que han derramado su sangre más de 14.000 soldados, la mayoría mozos de reemplazo sin formación militar, sin una alimentación adecuada, sin el apoyo de la intendencia, sin sanidad militar... ¡Y eso si no  son más!; se habla de veinte o treinta mil muertos, ¡quién sabe! El debate del Parlamento a finales del año pasado sobre las presuntas responsabilidades y el suplicatorio para procesar al General Berenguer han sido la gota que ha colmado el vaso de la paciencia militar. Artera y maliciosamente se filtró en el momento justo a la prensa para desprestigiar al Ejército y al Rey. Es una locura. A Alfonso XIII que le den, se ha dicho. Su tiempo se ha acabado.

—Sí, creo que algún periódico ha lanzado el rumor de que «el Africano» estaba dispuesto a abdicar, transfiriendo el trono a su hijo.

—Eso es una mentira interesada. En todo caso, desde algunos diarios se está preparando socialmente el golpe. ¡Apañados estaríamos! ¿A cuál de sus hijos podría dejar al frente de los destinos de España? ¿Al príncipe de Asturias, Alfonso, un imberbe hemofílico de 16 años del que se dice que es impotente, un muchacho, además, con una formación insuficiente? ¿Al infante Jaime, un año menor que el otro y sordomudo de nacimiento? ¿A alguna de las dos infantas, Beatriz o María Cristina, dos niñas? ¿Al infante Juan, de 10 años? ¿A Gonzalo, del que se dice que también es hemofílico? Los Borbones están podridos. Si España fuera monárquica, que empiezo a dudarlo, parece que está condenada de nuevo a buscar entre los príncipes extranjeros un candidato ideal. La dinastía de los Borbones Battenberg está débil, como la rama seca de un árbol a la que apenas llega savia que la nutra; muerta, putrefacta. Lo mejor que podríamos hacer los españoles, antes de que la Monarquía nos aboque a un precipicio sin salida o nos lleve a un nuevo desastre como el del 98, a un cataclismo político, a una desgracia nacional, es podarla. Eliminar la rama.

—¿Y, adónde nos dirigimos? ¿Cuál es el destino de la Patria? ¿Qué se pretende imponer, un régimen fascista copiado de la nueva Italia? ¿Hará Alfonso como el rey Víctor Manuel, que ha entregado todo el poder a Mussolini? Si se mira lo que ocurre a lo largo de los Apeninos surgen los chistes sobre la imperiosa necesidad de adquirir la correspondiente camisa negra. ¡Y que sea de once varas!

—Dejemos las gracias —casi le susurró Manuel González a su amigo José Sánchez-Morate.

—¿Tal vez se piensa girar hacia un régimen comunista como la Rusia de Lenin? ¿España necesitaría organizarse en sóviets? No creo que sea bueno, ni que seamos capaces…

—En efecto, entre la montaña y la llanura no se vislumbra un paisaje amable. Desde el renacimiento y, luego, durante la revolución francesa, la Montaña agrupaba a la gente selecta, a la aristocracia y a la gran burguesía, y la Llanura se llenaba con la muchedumbre o proletariado, como está de moda decir ahora; debajo de la Llanura estaba el Pantano. Imagina un estanque sucio lleno de ambiciosos, egoístas, corruptos, oportunistas y aventureros que votan en función de oscuros intereses, siempre a caballo ganador, o se mueven siempre en la misma dirección que sopla el viento de los acontecimientos. ¿Esa es la alternativa?

—No creo que sea bueno atender solo a la codicia de los privilegiados ni a las necesidades de los obreros y campesinos. Y menos, seguir el juego a los tahúres del pantano.

—¿Crees que las elecciones generales convocadas para el próximo 29 de abril serán la solución al problema de España? Según Carlos Vergara estas serán los últimos comicios de la restauración borbónica. Ahora, el presidente del Gobierno es Manuel García Prieto, del partido liberal. En la oposición está José Sánchez Guerra del partido conservador. El próximo, tras las elecciones, será José Sánchez Guerra o Manuel García Prieto. ¡Qué más da!

—¿Y quién es nuestro Benito Mussolini?

—El movimiento está liderado por el capitán general Primo de Rivera, el único que se ha manifestado públicamente en contra de la absurda guerra de África, aunque detrás de él hay numerosos sectores sociales que consideran acabado el sistema político actual. Su ideología es simple y pura actitud patriótica.

—¿Habrá nuevas elecciones o, por el contrario, estamos abocados al partido único como en Italia o en Rusia?

—Vergara me aseguró que el nuevo Gobierno será una especie de directorio que solo estará al frente de los destinos del país durante unos meses, los necesarios para apartar de la escena a los políticos que arruinan a España y constituir un Gobierno de técnicos, juristas y economistas honrados que dé término a la conflictividad social, al nacionalismo regional exacerbado, al pistolerismo empresarial o sindical y al anticlericalismo galopante. Se trata de profundizar en las ideas de un cierto regeneracionismo como el que se extendió tras el desastre de la pérdida de las colonias, que acabe con el caciquismo y restablezca el orden social. Dios, Patria y Rey, aunque este último desaparezca o sea una mera figura decorativa.

—¿Qué papel juega Vergara en todo ese tejemaneje?

—Carlos Vergara, y su hermano Marcelo, dependen políticamente de José Calvo Sotelo, quien como sabes es uno de los jóvenes valores del maurismo. Destacó en la secretaría de don Antonio. Tras un primer fracaso en las elecciones de 1918, y comprobar en sus propias carnes cómo funcionaba el caciquismo gallego, resultó elegido diputado en 1919 por el distrito de Carballino, en Orense. Sus intervenciones en el parlamento contra la tiranía de los caciques fueron notorias, aunque hace dos años le hicieron volver a perder el escaño. Al igual que los dos hermanos Vergara, Calvo Sotelo aprobó las oposiciones para abogado del Estado, aunque mi paisano lo hizo con el número uno de su promoción y una puntuación nunca antes obtenida por candidato alguno. Es en ese ambiente de la abogacía del Estado y del maurismo donde se forja la confianza personal y política. Calvo Sotelo es hijo de juez. Este joven es el alma ideológica del movimiento. Desde hace años boga por aprobar una reforma imposible de la administración local.

—¿Calvo Sotelo es un fascista? ¿Es monárquico o republicano? ¿Es primorriverista?

—Don José firmó hace un par de años el manifiesto de la Democracia Cristiana que en España promovió inicialmente Se¬verino Aznar. Asegura que sus convicciones son democráticas, pero por eso mismo, creo yo, que abomina del régimen político imperante. Sobre todo se muestra como enemigo de la decadencia y la corrupción de la clase política, del gobierno tácito de los caciques en el mundo rural y, por ello mismo, partidario de una profunda reforma de la administración municipal.

—Bueno, ahí sí que hay tela que cortar y enemigos que batir, reticencias y fuerzas ocultas que harán todo lo posible para que fracase. ¿Qué quieren los Vergara?

—Calvo Sotelo le ha prometido a Carlos Vergara, una vez que se produzca el cambio, un cargo importante en la nueva estructura del Estado; podría ser que tuviéramos aquí un secretario de estado, imagina un ministro nacido en Getafe o, llegado el caso, algún otro cargo importante. Los Vergara son una familia poderosa que ha llegado hasta lo más alto del escalafón jurídico de este país.

—Se trata de una buena palanca ¿No? Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo... —el médico sonrió mientras dejaba en el aire un suspiro lanzado al futuro. De sobra conocía el anhelo íntimo de su amigo el juez de triunfar en la política.

—Ya veremos… —el juez dejó en el aire la frase, sin poder ocultar tras los vidrios de las gafas un pequeño brillo de esperanza y ambición en el fondo de su mirada. Habían llegado a la puerta del chalecito del doctor Sánchez-Morate—. Los sueños están hechos de una materia frágil y traslúcida, nebulosa. El futuro es inescrutable, no está escrito para nadie. De momento, lo que tengo, aquí y ahora, es un crimen por resolver. Es hora de recogernos en casa.

—Sí, claro. Bueno, Manuel, hasta mañana. ¿Nos veremos en el Juzgado?

—No creo. Mañana, este asunto de los huesos me ocupará casi todo el día en Carabanchel.

Oscurecía. Espesos nubarrones ennegrecían, aún más si cabe, el cielo de Getafe. El juez de instrucción siguió caminando pensativo por la calle Jardines hacia la calle Magdalena donde tenía su domicilio, una buena casa de dos pisos que había alquilado cuando llegó al pueblo y que en el siglo pasado había pertenecido a la familia del Intendente de la Armada Ignacio Negrín, fallecido en Getafe en 1885 y que había destacado por su versos marineros, con viento en popa, salpicados de espuma, sal y brea al estilo romántico de la época. Curioso, pensó el juez con una cierta desazón e intranquilidad: el poeta del mar, varado en este puerto sin mar.


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Capítulo 7 de la novela Las Muecas de los días. Fotografía superior publicada por cortesía de su propietaria y del colectivo De Getafe al Paraíso

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