Julio de 1789.
La sociedad francesa se estremece ante las ideas revolucionarias que acabarán por transformar al hombre de súbdito en ciudadano. Europa observa con terror el peligro de contagio de unas ideas que pueden trastocar las estructuras y el orden establecido. Es la revolución francesa.
Cuando ocurrió esto que os relato, la gente había olvidado los Pluviosos, Nivosos y Brumosos; mejor diría que el pueblo llano nunca los aprendió y ya se guardaban en el baul de los recuerdos curiosos. El movimiento revolucionario había pasado dejando una huella indeleble en la organización social y en los dirigentes de una Europa vieja. Comenzaba la edad moderna y, sin embargo, la gente seguía vivienda tiempos oscuros y difíciles.
Era el mes de marzo de 1814 y el cielo escupía agua como si jehová, ese dios terrible, harto nuevamente de la guerra, los crimes y otros imperdonables pecados humanos hubiera decido mandar, implacable, otro diluvio universal. Una lluvia espesa, fría y constante.
David Moneau había deseado tanto este momento que caminaba sin preocuparse del barro ni del agua. El saco a la espalda, lleno de herramientas, le confería cierta semejanza con uan bestia enfagada. Llevaba mucho tiempo pensando en la Cartuja, en sus misteriosos túneles, pasadizos y ocultas galerías. Ciertamente no existía otra idea en su cabeza ni engendraba nuevas que no tuvieran relación con aquella.
David M. era un hombre piadoso y pobre, reclutado a la fuerza por las tropas napoleónicas para la campaña de España. Fue allí, en Zaragoza, donde conoció al viejo monje cartujo, bueno prior..
Las razones que impulsaron al Padre Louis al exilio eran claras. Era el único superviviente de la cartuja. Allí, y con los tiempos que corrían, no hacía nada. Lo mejor era buscar otra misión.
En 1790 los conventos, iglesias y demás monumentos religiosos fueron declarados Bienes Nacionales y posteriormente vendidos a particulares. La Convención necesitaba mucho dinero par acuñar una nueva moneda y mantener el ejército; los soldados necesitaban cañones… El oro y la plata, siempre escurridizos, en aquellos tiempos eran invisibles; bronce sí había, en los campanarios…
Las deducciones de David se sucedían como un torrente. Los monjes tuvieron conocimiento de aquella recolección especial antes de la llegada de los emisarios de la República. Estos emisarios… David pensó que, quizás, pasaron por aquellas mismas veredas creyendo en sus manos el inmenso tesoro eclesiástico; y en lugar de eso,.. ja, ja, ja.. La tensión que domeñaba sus músculos se reflejaba en la risa áspera, solitaria, seca, tensa, tensa…
¡Claro, por supuesto que encontraron un tesoro! Más de nueve mil volúmenes, muchos bellamente ilustrados, que contenían casi toda la sabiduría del orbe. Ni una moneda de oro; la plata, evaporada; y el campanario, mudo.
Los soldados de la República, al mando de un patán, convirtieron las pesquisas y las represalias en una sangrienta lección. El prior murió años después en Zaragoza convencido que había sido el único en escapar de los sables y las bayonetas de los soldados revolucionarios. Recordó al viejo monje abrazado a su cuello y suplicándole… “hijo mío, con aquel dinero hay para reconstruir tres veces la Cartuja”.
Mil veces había hecho las cuentas. David estaba seguro que debajo de las ruinas del convento que había empezado a pisar había una tonelada de oro.
***
Los pedruscos desparramados por una vasta extensión indicaban la proximidad del objetivo. Había dejado de llover; la cortina blanquecina que impedía ver algunos árboles lejanos y negros se trasladó al infinito confundiéndose en el horizonte con el gris del cielo.
A su nariz llegaban efluvios portadores de aromas húmedos, a tierra mojada, a hierba, … Era el mejor olor que conocía. Cómo lo había echado de menos entre los fogonazos acres de la pólvora o la peste de los cuerpos sanguinolentos, destripados o putrefactos.
Sorteó algunas piedras y pisando aquí y acá, luego allí, sobre cascores y vigas podridas se fue internando en el laberinto derruido de pasillos, salas y recibidores. Alguna pared rebelde a la destrucción se levantaba orgullosa sobre los montones; el musgo y las hierbas se apoderaban de los intersticios de las piedras.
Al llegar a lo que parecía que en otros días fue un pequeño jardín, giró sobre sí mismo observando el desolado paisaje que le rodeaba.
Miró el plano, sucio dibujo ya, hecho en 1720. La firma del arquitecto era ilegible. A la derecha quedaba la hilera de árboles que llebaba hasta el límite de la Cartuja. Caminó abstraido, intuitivamente; conocía aquellas ruinas como si todos los días de los últimos años hubiera paseado entre ellas. Se detuvo. Su silueta se recortaba sobre una pared semiderruida. Había sentido la proximidad. Allí era el sitio. Tenía que buscar la entrada
Cada losa, alternativamente, una no y otra sí, tenía y tiene aún, cosa que podéis comprobar si os acercais por la vieja Cartuja, cerca de Carcasone, una cruz tallada. Pero, hay una que falla al orden establecido; “dos cruces seguidas…” Aquí es. Las piedras pegadas por el paso del tiempo, se resistían pero tras un largo forcejeo y ayudado por una palanca de hierro, cedieron a la impetuosidad de nuestro personaje.
Se ha hecho de noche, y el negro agujero se muestra anate la mirada ansiosa de David.
***
Las manos le tiemblan como a un azogado mientras enciende la tea. Su corazón se debate en tremendas convulsiones. Con el saco en la otra mano baja las escaleras combadas por el mucho uso. Por el hueco ascendía un desagradable olor a humedad encerrada. Escrutó aquella galería excavada como las minas. Dos filas de palos, a ambos lados, hacen el papel de columnas; otra en el techo conforma el techo de la bóveda.
Sus pasos son lentos. A unos veinte metros, el subterráneo se abulta ensanchándose en una especie de plazoleta desde donde el túnel se bifurca a modo de tenedor de dos pinchos.
Una cruz de madera clavada en el centro de la bóveda terrosa era la señal. Sin duda era el lugar. Cuánto tiempo ha esperado este momento.
David empieza a cavar con furia, desesperado, alocadamente. Los golpes se suceden sin tregua. La tierra está blanda. Al poco tiempo su ansiado objetivo está a la vista. El pico se ha clavado en madera. Ya lo tengo. Es un momento sublime…
Es el arca, el cofre.., el tesoro. David separa la tierra con una mano, arrancando con la otra las astillas y maderas fragmentadas por el pico. Introduce las manos.. La sangre se le agolpó en el cerebro, amoratándole la cara, y rápida le bajó hasta los pies, helándose cerca de los talones. Saca una calavera, costillas, un fémur… huesos. David tiene la cara blanca.
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Publicado en la revista "La Cebolla de Jata", Getafe 1981
8 de octubre de 2006
Una tonelada de oro
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