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9 de marzo de 2017

Primeras noticias en la prensa del espantoso crimen que investiga el juez de Getafe

Getafe 1967. Ilustración realizada a partir de una fotografía publicada por  'Getafe al Paraíso'.

Jueves 8 de marzo de 1923

Al día siguiente los rotativos madrileños publicaban la misma noticia: «Se encuentran dos pies y una mano de una mujer». Tanto La Libertad como La Correspondencia de España dedicaban extensas crónicas al suceso dando cuenta de la actividad judicial y policial de manera objetiva y ecuánime, sin alardes, sin inventar nada ni provocar sensacionalismo... La información de los dos periódicos era exactamente igual, letra a letra, punto por punto, y había sido contrastada —por lo que el juez supo después de leer los periódicos— con la Dirección General de Orden Público. Los hechos se narraban, afortunadamente, sin alarmismo, descartando la relación con el pecho de Prado del Rey, dando cuenta del morbo y del cotilleo que el suceso había desatado en el barrio del sur de Madrid.

Los vecinos, según el autor de la primicia, no recordaban ningún hecho que tuviera relación con el macabro descubrimiento, ni habían visto nada sospechoso por aquellos parajes. La expectación era extraordinaria. Y pondría los pelos de punta al común de los mortales si la opinión pública no se hubiera insensibilizado con los horrores de la Gran Guerra y con el pistolerismo y los frecuentes asesinatos que se producían en Zaragoza y Barcelona. Sin embargo, el vecindario de Carabanchel Bajo se hallaba intrigadísimo, y se hacían muchos comentarios sin base, sin fundamento, puras fantasías que el periodista se había abstenido de reproducir. «Desde luego —acababa el plumilla—, la creencia general es que se trata de un crimen rodeado del mayor misterio».

El ‘Heraldo de Madrid’ iba más allá de la estricta información e intentaba desmontar la teoría de que fueran restos de otra operación quirúrgica. A finales de febrero se había encontrado, en la carretera que une Pozuelo y Carabanchel, un trozo de carne perteneciente, según el dictamen de los médicos que lo examinaron, a un seno de mujer.

El Heraldo, que se intentaba apropiar de una truculenta exclusiva, aseguraba que el resto de la prensa erraba y que el pedazo de carne era un despojo procedente de una operación quirúrgica. La opinión del diario se basaba en que los cortes parecían ejecutados por una mano experta con un bisturí afiladísimo. El vecindario de Pozuelo, la Guardia civil y el Juzgado de dicho pueblo, rechazaban esa posibilidad aunque el hecho aparecía poco claro. Las primeras pesquisas llevaron a los investigadores a buscar a unos individuos descubiertos cuando se disponían a quemar el pecho, huyendo al instante en un automóvil negro que, según se supo luego, había realizado más incursiones por aquellos campos.

Se suponía, en el improbable caso de ser el resto de una operación, que el cirujano de la operación se habría presentado en el Juzgado para explicar los hechos. Y no siendo así, se abría la posibilidad de que se tratase de un horrendo crimen, cuya víctima hubiera sido descuartizada, para ir arrojando o enterrando los trozos en diversos lugares a fin de borrar toda huella. Una versión que se mostraba igualmente verosímil.
Y ahora, se encontraban en Carabanchel dos pies y una mano cercenados, de la misma manera, a base de escalpelo y finísima sierra.

Era fácil rechazar la versión o teoría del Heraldo. Nada más absurdo que la porción encontrada fuera el despojo de una operación quirúrgica, ya que los médicos tienen el justo concepto de su misión. ¿No sería más fácil desprenderse del pecho enfermo a través de los métodos habituales de los hospitales?

Y además, si el pecho y los pies pertenecían al cuerpo de la misma mujer, ¡complicada era la dolencia de esta!, ya que hubo que amputarle todas las extremidades.

Convendría que los profesionales médicos hicieran público el protocolo que siguen para desprenderse de los despojos de una operación; sería importante para restar credibilidad a los que, para vender periódicos, faltando al respeto y ausentes de escrúpulos profesionales, atribuyen esas prácticas a los cirujanos.

La inexistencia de un análisis del Laboratorio de Medicina Legal y los escasos resultado de la Policía, que aún no había localizado al famoso automóvil, estimulaba las habladurías del vecindario de ambos pueblos, expectantes por saber si se trataba de un asesinato —la opinión más extendida y creíble— o si, por el contrario, eran el resultado de esas operaciones quirúrgicas clandestinas cuyos despojos se abandonaban por campos y cunetas como un regalo inaceptable.

Desde primera hora de la mañana el juez estuvo en el Juzgado organizando el trabajo y recibiendo llamadas telefónicas. La primera, tras el reparto de la prensa matutina, fue la del director de Orden Público, Sr. Carlos Blanco. El Gobierno pretendía que este tipo de sucesos tuvieran una solución rápida y satisfactoria. Para colaborar en ese objetivo, los dos agentes que había destinado a la investigación, los señores Rajal y Voyer, quedaban asignados como policía judicial a tiempo completo bajo sus órdenes. También le sugirió que manejara cordialmente el tema con la prensa. El día anterior, según le confió el general Blanco, no hubo más remedio que confirmar oficialmente la noticia a Luis de Sirval. Este periodista se acreditó como colaborador de La Libertad y como representante de una nueva agencia de prensa. Era muy importante, en los tiempos que corrían, según el Gobierno, atemperar las críticas de los periódicos más cercanos a los círculos republicanos y antialfonsinos.

Las dependencias del Juzgado de Instrucción y Primera Instancia del Partido Judicial de Getafe ocupaban dos lóbregos y húmedos despachos y una antesala de la planta baja del edificio consistorial de este municipio. Tras un otoño y un invierno lluviosos, las gruesas y descascarilladas paredes mostraban manchas de humedad y de moho que no desaparecerían hasta finales de la primavera, si esta última estación era seca; de lo contrario, el agua rezumaría de los paramentos verticales y entre las juntas de las viejas y desgastadas losetas del suelo, hasta el día de San Juan. La Corporación ya había decidido derribar aquel viejo e inhóspito edificio y construir uno más moderno y funcional. Incluso se rumoreaba con malicia sobre la elección a dedo del arquitecto del proyecto; así era siempre el método, por el porcentaje prometido bajo cuerda para los que partían el bacalao o por puro y simple nepotismo. Sólo faltaban, y no era poco, los cientos de miles de pesetas que costaría su construcción. Mientras tanto, el juez, el secretario y dos escribanos judiciales, se habían acostumbrado a los lúgubres conciertos de silbo y percusión que provocaba el viento al pasar por las rendijas que el tiempo y las inclemencias térmicas había producido en la madera y entre los junquillos que malamente sujetaban los vidrios que había en los ventanucos de las tres dependencias.

Los dos inspectores esperaban fuera, en el pasillo del Ayuntamiento. Tras el delegado gubernativo, llamó el teniente de Línea de la Guardia Civil. El teléfono negro del Juzgado echaba humo. El juez empezaba a tener la oreja caliente.

—¿Señoría? Soy Alberto García Fontanil, ten…

—Buenos días, teniente. Me complace saludarle. ¿Alguna noticia de la inspección del vertedero y de los alrededores?

—Le dimos tantas vueltas a la basura que hasta los vecinos, a cientos de metros, empezaron a taparse la nariz. Aquello es una auténtica porquería, el paraíso de las ratas del Terol. Francamente, es un lugar malsano e insalubre para la población cercana. Tras un buen rato removiendo la inmundicia, uno de los agentes encontró un hueso largo, en concreto parecía un fémur, con bastante carne adherida aún. Rápidamente envié el descubrimiento a los médicos forenses para comprobar si tenía relación con el caso que nos ocupa. A primera vista podía ser, aunque estaba algo putrefacto, un muslo del mismo cuerpo que los pies encontrados. Los dos médicos aseguraron que se trataba, efectivamente, de un muslo, pero no de una persona sino de un puerco, de un marrano o de otro animal, tras lo cual volvimos a arrojarlo de nuevo al vertedero. Imagínese usted el hedor y el asco… Esa ha sido la única incidencia y lo poco que le puedo contar. No hay pistas, huellas, ni indicios…

—Hace un momento me ha telefoneado el director de Orden Público, el general de brigada don Carlos Blanco, y me ha urgido a la resolución del suceso apoyándome en ustedes, en la Guardia Civil, y en los agentes que han asignado de manera exclusiva al caso, los señores Rajal y Voyer. Es importante que algunas parejas y algunos suboficiales del cuerpo visiten de manera inmediata y urgente a todos los traperos del barrio del Terol y del resto de los Carabancheles, incluso de Villaverde.

—Eso nos va a llevar tiempo… En los tres barrios hay más traperos, buhoneros, mercachifles y quincalleros que vecinos, aunque parezca imposible.

—Bien, veamos. En el suceso que nos ocupa, habrá que tener presente dos posibilidades; una que se trate de algún médico o estudiante, que no precisando esas partes del cadáver utilizado para las prácticas las hubiera arrojado a la basura.

—¿Y la otra?¿El crimen que…?

—También es posible, por desgracia, aunque de momento no hay noticias de personas desaparecidas. Esta línea de la investigación se la encargaré a los agentes Rajal y Voyer, en coordinación con ustedes, claro. Por tanto, no deben esquivar el interrogatorio de los vecinos que crean o que hayan visto algo sospechoso; estar atentos a los habitantes de la barriada del Terol declarados prófugos en los últimos meses por asesinato o por heridas de arma blanca, incluso agudizar el oído en las peleas conyugales que hayan traspasado las ventanas de las casas y sean pasto de la curiosidad de chismosas y correveidiles. En realidad, ahora mismo, no podemos descartar nada.

—Al momento doy las instrucciones precisas para que empiecen los registros, las inquisitorias y cuantas indagaciones podamos llevar a cabo con las parejas que tenga disponibles. El cabo primero Redondo coordinará todas nuestras tareas y le transmitirá a usted los resultados.

—Una última cosa, don Alberto. Quiero, además, que realicen atestados de cuantas intervenciones tengan y que citen, el lunes día 12 a las diez de la mañana en mi despacho de Getafe, a todos los traperos y buhoneros que viven en el Terol y que, por tanto, serán los que visiten de manera más regular ese vertedero; igualmente a los moradores de las casas que se levantan allí que hayan visto u oído algo extraño. Cuando tenga la relación de los requeridos, le agradecería que me la hiciera llegar. Adiós, y de nuevo gracias.
El juez colgó el teléfono y llamó al secretario.

—¡Señor Murias!

—¿Si? Señoría…

—Que pasen los agentes.

Gregorio Rajal y Enrique Voyer, los agentes Cuerpo de Seguridad y Vigilancia asignados por la Dirección General de Orden Público se encargarían de la investigación criminal. Eran una pareja dispar. Uno era flaco y joven; el otro, viejo y entrado en carnes. Uno, afeitado con largas patillas; el otro, con una barbita canosa de chivo, al estilo de las que se habían puesto de moda con la revolución rusa.

—Partiendo del lugar del hallazgo y suponiendo que los forenses estén en lo cierto, que se trata de un espantoso asesinato, habría, primero, que confirmar que no existan denuncias de personas desaparecidas que se pudieran ajustar a la descripción de la víctima; segundo, investigar en los alrededores de la calle Santa Isabel y Atocha los despachos de compraventa de cadáveres para fines didácticos de los alumnos o profesores de la Facultad de Medicina de San Carlos, por si hubiera alguna transacción desde las Navidades hacia acá del cuerpo de una mujer joven con los pies pequeños; y por último, girar visita a las casas de lenocinio más frecuentadas para averiguar, en esos ambientes, la existencia, o no, de alguna pupila desaparecida, incluso de algún escándalo marital o asunto de cuernos reciente.  Dedicación a tiempo completo, se llama eso. Coge la gaita: camina y sopla.

Tras despachar con los dos agentes de paisano del Cuerpo de Vigilancia, Manuel González dictó una providencia para que los huesos que no se habían enviado al Instituto de Medicina Legal se conservasen en alcohol o cualquier otra sustancia, para reservarlos por si fuesen necesarias ulteriores comprobaciones y, además, ordenó su traslado al Juzgado de Getafe.

Antes de la hora del almuerzo, interrogó otra vez a los muchachos que habían encontrado los huesos. No aportaron nada nuevo salvo que en un primer momento, antes de entregar los restos al alcalde de barrio, habían acudido a la abuela de uno de los zagales que jugaban la tarde del martes en el vertedero de El Blandón. La abuela de Perico aconsejó al atemorizado batallón infantil que no contasen a nadie el descubrimiento. Según la declaración y las palabras exactas de Jacinto, la vieja les dijo «que los pedazos de gente que habían encontrado eran asuntos del mismo demonio y que lo mejor era no meterse en embrollos ni cuitas que tuvieran que ver con muertos y criminales».

La declaración de los niños era pura anécdota, una vía que no llevaba a ninguna conclusión. La vieja chocheaba. ¡Carajo!


***


A primera hora de la tarde acudieron los agentes del cuerpo de Vigilancia, señores Rajal y Voyer. Trabajaban juntos desde hacía solo unos pocos meses. Gregorio Rajal era un hombre instruido en gramática y ciencias, con nociones de criminalística y criminología, leyes, psicología criminal, antropometría, dactiloscopia y toxicología entre otras materias. Era uno de los miembros más destacados de la nueva escuela de la policía científica. Su compañero, el señor Enrique Voyer, era más joven y parecía que estaba recién salido de la Escuela de Policía gubernativa, aún en proceso de prácticas. Uno era el maestro y el otro el pupilo. Rajal llevaba la voz cantante, y Voyer miraba y callaba.

—Señoría, buenas tardes.

—Buenas nos las dé Dios. ¿Ya están aquí, tan pronto?

—Es muy extraño. Tras dejarle a usted y planificar nuestro trabajo, a última hora de la mañana realizamos una inspección visual a los restos encontrados. Ha de saber que el tercer trozo, el que debería haberse enviado a Medicina Legal, según dispuso usted mismo, aún está en el Ayuntamiento de Carabanchel; eso sí, dentro de un bote de cristal con alcohol. No hay demasiada prisa ni agilidad por parte de los médicos de Carabanchel.

—¿Algo más más? Cualquier cosa ¿Una pista, un rumor…?

—Después de unas sencillas consideraciones y una observación superficial de los restos depositados en Carabanchel, nos tememos que podría haber algún error en la identificación de los huesos…

—Digan.

—No somos, en el momento actual de la investigación, los más indicados para avanzar una teoría alternativa. Lo repetimos, el tercer resto ya debería estar en el Instituto de Medicina Legal. Así, posiblemente, no tendríamos la sensación de que trabajamos en vano.

—Pero, ¿dudan ustedes del informe de los doctores Lejárraga y Urquiola?

—A simple vista hay indicios suficientes, por supuesto según nuestro análisis, que darían un giro inesperado a este caso… Creemos, con todo el respeto señoría y sin que transcienda esta opinión, que debería solicitar a los dos médicos titulares que vuelvan a estudiar los restos y que emitan un nuevo informe, ratificando o rectificando su primer dictamen.

—Carajo… ¿Y no me pueden adelantar sus conclusiones? Mañana exigiré a esos dos matasanos que se pronuncien de nuevo. Pero, demonios…

—Preferiríamos no adelantar acontecimientos, señoría. Pero si el tercer resto, el que parece una mano, pertenece al mismo cuerpo que los dos pies, sin duda alguna, no se trataría de una persona. Perdone usted la reserva de nuestras observaciones mientras los doctores realizan su informe. Pero es mejor así. Aún se puede apreciar, a pesar del deterioro, que los dedos de lo que parece una mano están unidos por una especie de membrana interdigital…

—¿Es un acertijo, tal vez? ¿Una adivinanza? ¿Y si la mano fuera de otro cuerpo…? ¿Qué? ¿Quieren decir que sería de un animal, de un pato o de qué…? ¿Cómo se podrían confundir los huesos de una persona con los de un animal? Bueno —terminó la disquisición el Juez—, ahora mismo llamaré a los señores Lejárraga y Urquiola para que ratifiquen o rectifiquen su informe. Ustedes, tomen con celeridad el procedimiento y las tareas que les encomendé esta mañana.

—De acuerdo, señoría.

—Antes de que se vayan, insisto, mañana viernes, a última hora de la mañana, con el nuevo informe de los dos matasanos, mantendremos una pequeña reunión. Ustedes, los doctores y yo para zanjar las dudas que ahora se ciernen sobre los huesos y el cuerpo del que formaron parte. Les espero. Si antes de esa hora tienen alguna noticia relevante sobre el caso, les ruego que me la comuniquen.

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